El que unas personas gocen de mejor salud que otras no solo depende del tratamiento médico que reciben cuando enferman. Muchas de las situaciones que atravesamos a lo largo de nuestra vida repercuten en nuestro bienestar a todos los niveles, en muchos casos sin que nos demos cuenta. Es lo que las personas que trabajamos dentro del campo de la Salud Pública conocemos como “determinantes sociales de la salud”.
Muchas de estas características no son fijas sino dinámicas, como ocurre con el empleo o el lugar de residencia. Y eso implica que las decisiones que tomamos, o las circunstancias vitales (a veces sin margen de maniobra) pueden cambiar la salud a mejor o a peor.
Existen múltiples estudios epidemiológicos que relacionan el empleo con la salud. Un empleo, sobre todo cuando no es en condiciones precarias, proporciona recursos económicos con los que podemos adquirir productos que se relacionan con la salud (mejor alimentación, una vivienda de mejor calidad, etc.). Además, el estrés de la pérdida de trabajo y no llegar a fin de mes no solo empeoran la salud mental: los mecanismos fisiológicos del estrés empeoran la salud física a largo plazo.
Sin ir más lejos, un estudio llevado a cabo en Países Bajos en el año 2011 siguió a 1.829 personas desempleadas, y a los 6 meses comprobó cómo era la salud física de las personas que habían recuperado un empleo comparada con las personas que continuaban desempleadas. Lo que encontraron fue que las personas que habían vuelto a trabajar mejoraban su función física e incluso tenían menos dolor en general.
Esto no significa que cualquier empleo vaya a mejorar la salud, porque los empleos precarios también se asocian a tener peor salud. Otro estudio realizado en el País Vasco reveló que las personas en situación laboral precaria tienen 3 veces más posibilidades de tener mala salud.
Por tanto, para mejorar la salud poblacional, la salud pública debe abogar por unas mejores condiciones laborales y por garantizar las condiciones económicas que dan empleo a toda la población.
La vivienda en la que residimos nos protege y cuida la salud de los que la habitamos. Y el mercado de la vivienda hace que cada vez sea mayor el número de veces que nos mudamos de casa, con lo que la calidad de nuestras viviendas también varía en el tiempo.
Paralelamente, el barrio en el que vivimos (o incluso la ciudad) determina en gran parte nuestra salud: la facilidad con la que accedemos a alimentos saludables, las posibilidades que tenemos de hacer actividad física, los medios de transporte a los que tenemos acceso… Todos son elementos que determinan nuestra salud. Pero, ¿qué pasa entonces si nos mudamos a un barrio diferente?
Hace poco se publicó un estudio donde se comprobaba, a través de las historias clínicas electrónicas, qué pasaba con más de 21.000 residentes en Estados Unidos que se habían mudado, comparando los cambios en el peso corporal según al tipo de barrio al que se mudaban. Lo que encontraron, y que se puede ver en los primeros paneles de la figura 2, es que las personas que se mudaron desde un barrio de alta densidad de población a uno de baja densidad de población aumentaron de peso más a los 3 años de mudarse.
Todo apunta a que se debe a que los barrios de baja densidad de población tienen, en general, menos disponibilidad de comercio de proximidad y red de transporte público, por lo que son lugares con más dependencia del coche. En consecuencia, eso provoca que las personas ganen tiempo después de cambiar de domicilio.
Estos resultados son especialmente importantes por fenómenos muy habituales últimamente como la gentrificación de barrios rehabilitados. Los pobladores originales se ven desplazados de su hogar a otras viviendas, barrios o ciudades. Y esto puede entrañar un riesgo importante (y obviado) para la salud pública de esas personas a medio y largo plazo.
Tener en cuenta fenómenos sociales, como los cambios de empleo y vivienda que afectan a nuestra salud individual, familiar y de toda la población, es clave para alcanzar los mayores niveles de salud y bienestar.