Ya sea empezar a decir “no” a planes que no te apetecen o expresar tu malestar cuando alguien te hace daño, poner límites es un reto para muchas personas. ¿La razón? Que desde pequeños se nos educa para obedecer sin cuestionarnos nada y, en muchas familias, esa dinámica se mantiene a lo largo de toda la vida. Da igual que tengas 10, 20 o 30 años: si intentas poner límites a tus padres, les parece mal. En consecuencia, nos cuesta poner límites en otras relaciones (con nuestros amigos, con nuestra pareja, en el trabajo…) y acabamos sintiéndonos inseguros y enfadados con nosotros mismos y con los demás.
Como psicóloga, sé que poner límites es una tarea pendiente para muchos. El problema es que cuando comenzamos a intentarlo, esperamos que mágicamente todo fluya, es decir, que nuestros seres queridos nos apoyen y que la seguridad en uno mismo aumente automáticamente. Ojalá fuera así. Lo que suele ocurrir es que nos invade una sensación de culpa tan angustiosa, que a veces volvemos a la dinámica previa y tiramos todos los límites construidos por el retrete. ¡Error!
La asertividad es una habilidad que se aprende y que nos permite expresar y proteger nuestras emociones, deseos y opiniones de forma sincera, pero empática. En otras palabras, es todo lo contrario a callar lo que sentimos por miedo a que nos juzguen (eso es la pasividad) y también es todo lo contrario a imponer nuestra forma de pensar a los demás (eso es agresividad).
Para actuar de forma asertiva, tenemos que aprender a poner límites. ¿La razón? Que no todo el mundo es asertivo y, por lo tanto, muchas personas van a intentar imponer sus creencias y emociones a las tuyas. Eso es lo que ocurre cuando tus padres menosprecian tus opiniones porque “eres demasiado joven” y “en sus tiempos la vida sí que era dura”. También cuando un amigo se aprovecha de tu buena voluntad para pedirte favores excesivos o cuando se enfada si no te apetece quedar. Lo mismo ocurre cuando tu pareja invalida tus emociones y te dice que “exageras” o “te gusta el drama” por expresar tu tristeza, tu preocupación o tu enfado. En estos casos, no es sano callarte, toca actuar con asertividad y defender tus derechos.
Cuando empezamos a ser asertivos, pasa una cosa muy curiosa: muchas de las personas que se aprovechaban de tu falta de límites, comenzarán a enfadarse porque empiezas a ponerlos. A ninguno nos gusta que se enfaden con nosotros, así que tendemos a reaccionar sintiéndonos culpables y egoístas.
Esa sensación no surge de la nada: las personas que usaban nuestra falta de asertividad en su beneficio, están haciéndonos sentir culpables para poder seguir aprovechándose. A veces lo hacen de forma explícita (por ejemplo, llamándote egoísta o mal hijo/mal amigo/mala pareja) y otras de forma sutil (castigándote con el silencio por poner límites, manipulándote emocionalmente, invalidando tus necesidades, etc.). Generalmente, lo hacen de forma inconsciente; no es que tus padres, tu amigo o tu pareja sean villanos de película, pero se han acostumbrado a tu pasividad.
La solución no es seguir actuando de forma pasiva, sino aferrarte a la asertividad porque, aunque ahora te sientas egoísta, esa culpa es pasajera.