El espacio es muy luminoso, impoluto, elegante, se respira paz. El ventanal de suelo a techo enseña un balcón sobre la ría, un lienzo de atardeceres inolvidables, esos que, como dice el poeta argentino Roberto Juarroz, “se abren como un dios sin nubes”.
Estamos en Reboredo, en O Grove (Pontevedra), donde Amaranta Rodríguez y Javier Olleros establecieron hace una docena de años su proyecto de vida: Culler de Pau (3 Soles Repsol y el único restaurante gallego con dos estrellas Michelin). Sus pasos han ido construyendo el trazado, doblando esquinas, salvando un sinfín de dificultades, sobreponiéndose a un comienzo de navegaciones inciertas en el atisbo de una crisis económica devastadora. Pero su sed de ilusiones era infinita, el combustible para recomenzar la vida cada día. Sus sueños les animaban a emprender un tiempo que hacían suyo:
“Culler de Pau", comienza Javier, "nació de una historia de amor entre nosotros y como bien dices con el deseo de iniciar un proyecto de vida a través de un restaurante. Este fue el germen, buscando un entorno de naturaleza en nuestro pueblo de toda la vida que a su vez nos diera esa cierta calma que requieren todos los inicios”.
Javier es hijo de gallegos emigrados a Suiza -de hecho, nació en Lucerna-, que a su regreso se instalaron en O Grove y montaron un hotel en cuya cocina se educó hasta que un buen día decidió poner en marcha sus propias ideas.
Amaranta trabajaba en una empresa fotovoltaica y un buen día se descubrió, como ella dice, “enamorada de un cocinero arrebatado”. Ella emprende su relato: “Fue un comienzo muy duro: teníamos horarios completamente diferentes, él trabajaba en aquella hostelería en la que casi no se libraba y era muy difícil establecer una simetría familiar. Abrimos Culler de Pau pero yo no dejé mi trabajo porque teníamos muchas dudas, no sabíamos si lo que habíamos montado iba a funcionar, si íbamos a ser capaces de vivir de esto. Al principio el esfuerzo fue ingente pero aprendimos mucho”.
“Yo no podía estar al frente de la sala, continúa Amaranta, porque no tenía ni idea, no entendía nada, no tenía ninguna experiencia, ni conocimientos sobre ese mundo. Tenía 26 años y me fui curtiendo poco a poco en la difícil tarea de ser jefa sin saber sobre lo que mandar. Un papelón”.
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos… la época de las creencias y de la incredulidad… la primavera de la esperanza”, escribió en el comienzo de “Historia de dos ciudades” Charles Dickens.
Para ir ensamblando afectos en la charla llamo a mi amigo Antonio Chaves, director general del Celta de Vigo, amigo también y vecino de Culler de Pau, depositario de unas cuantas vivencias comunes, y le pido que me cuente alguna. “Fue en la década de los noventa, nosotros estábamos alejados de la guerra del Golfo, solo llevábamos distintivos por moda y mostrábamos alguna tristeza, pasajera, por el fracaso de la utopía en la desintegración de la Unión Soviética, soslayada a su vez, por la caída del muro de Berlín, la cual dejaba un inmenso olor a libertad. Éramos más de Sabina, Los Secretos y de aquellos veranos en los que O Grove se llenaba de turistas y de excursiones. Era una época maravillosa en los que nuestra existencia se basaba en poner buena cara para ayudar en los negocios familiares y disfrutar a tope sin importar el mañana.
Pelo largo, Levis, muchas pulseras, collar de cuero, fútbol, pubs, billar, playas y muchos ratos largos hablando. Creíamos que nos conocíamos de toda la vida y habíamos compartido tantos ratos juntos que nada ya podría sorprendernos.
Fue en la casa de mis padres, de manera informal, lo habían preparado un grupo de amigos que se conocían desde niños, entre los que estaba mi hermano, que tenía 4 años más que yo y entre ellos estaba Javi (Olleros), que había dicho que él hacía la cena, que otro se encargase de las cervezas y del vino, y que “liberáramos” la casa para pasar un rato como adultos sin interferencias.
Yo, el pequeño, agazapado, esperaba mi oportunidad para estar con los mayores, beber Coca Cola y escuchar conversaciones de chicas, de sucesos de O Grove, del entrenador o del profesor de turno. Sabía que mi hermano me protegía y tendría la ocasión de sentarme en la mesa a pesar de ser el “típico hermano pequeño”, era cuestión de tiempo…
Cuando lo hice, lo que más recuerdo de aquel día, entre el humo de los cigarros, es cómo por arte de magia, aquel pollo asado caló tanto entre todos, que empezaron a darle la enhorabuena y a felicitar entusiasmados a Javi, no sin algún que otro vacile, como aquel que descubre algo oculto de un amigo y sin decírselo se enorgullece de él. Todos sabíamos que su padre tenía un hotel y que como a todos, le tocaba ayudar en casa, pero nadie nos podíamos imaginar que aquel tipo flaco, melenudo y lleno de pulseras tenía un don especial para la cocina.
La sensación a día de hoy, es como cuando ves un chico que se convierte en un jugador de élite de futbol, y dices: “Cuando estaba en el equipo cadete todos lo veíamos”. Pues bien, cuando estuvimos todos juntos en mi casa, todos lo veíamos…”.
Le agradezco a Antonio la evocación, la anécdota que me recuerda los versos cantados por Pablo Milanés: “Cada paso anterior deja una huella, que lejos de borrarse se incorpora a tu saco tan lleno de recuerdos, que cuando uno menos se imagina afloran”.
Afuera de la cristalera, sobre la ría, un oleaje tranquilo va escribiendo la memoria a modo de estampa impresionista, es el momento de seguir llamando imágenes que solo se pueden ver en el retrovisor del tiempo, de evocar aquel complicado 2009 en el que empezó todo. De saber cómo traer hasta ahora aquellas sensaciones de entonces: “Había mucha ilusión, muchas ganas de arrancar y las ambiciones controladas y contenidas para no desbocarse, y ahora con perspectiva vemos que hubo una parte de inconsciencia, pero arrancábamos un proyecto en el que confiábamos ser felices", cuenta Javier. "Era nuestro medio de vida y por tanto había que dejarse la piel en ello. Trabajamos como hormiguitas en un momento económico muy complicado, buscando la eficiencia, controlando los costes. Sabíamos que teníamos que trabajar mucho e íbamos ajustando a medida que crecíamos, sabiendo en todo momento dónde estábamos. Medirlo todo bien fue lo que nos permitió nacer en un momento tan alambicado, hasta el extremo de que al principio éramos solo 4 personas trabajando. Desarrollamos un importante aprendizaje”.
Amaranta y Javier pertenecen biográficamente a este paisaje al que se sienten íntimamente unidos porque han crecido en él. Hay en ellos una fidelidad afectiva, un horizonte vital que les ha hecho ir recuperando sitios, lugares, sabores… un compendio pedagógico de posibilidades, una colección de cosas por inventar.
El producto de cercanía es su bandera. Le pregunto a Javier si este es su elemento diferencial: “Sin duda, el producto es esencial, es el lugar y lo que te ofrece, lo que tenemos más próximo y es en el fondo lo que nos distingue. Es fundamental contextualizar la cocina referenciándola a ese producto, al compromiso con este lugar y con nuestros productores que además son una fuente inagotable de información. Ese saber que no solo vas a dar sino también a recibir y a entender la materia prima que te rodea. Para un proyecto como Culler de Pau ese elemento singular ha sido y es fundamental, e ir aplicando sentido común y respeto. Se necesita tiempo, eso sí, porque tuvimos muchas dudas en los primeros impulsos pero enseguida llegamos a la conclusión de definir bien la propuesta con la que nos íbamos a presentar: el producto de cercanía para intentar ser nosotros mismos, de poner en valor una cocina local con ambición universal. Ahora mismo somos más Culler que nunca y sentimos la fortaleza de esa base, de esa columna vertebral que nos deja seguir soñando. No sé qué caminos nos esperan pero por el que vayamos no perderemos de vista el lugar, el origen”.
“Solo unos pocos saben quedarse con lo que les conviene”, decía el personaje de Rafaela (Julieta Serrano) en la película “Cuando vuelvas a mi lado” (Gracia Querejeta, 1999).
Conocí a Javier Olleros a través de Pepe Solla, que me habló de su buen hacer y fue él quien me sugirió que me acercara hasta O Grove y corroborara sus elogios. No lo dudé y desde entonces mantengo con Culler de Pau un compromiso regular de visita cada vez que voy con tiempo por Galicia.
No traiciono a nadie si cuento que disfruté en Casa Solla, durante uno de sus períodos de cierre navideño, de un arroz exquisito elaborado solo para la familia que hicieron a cuatro manos Pepe y Javier y que Pepe Solla padre decidió acompañar con riojas viejos de su extraordinaria bodega. Uno de esos placeres que el tiempo va depositando en lo que Ramón y Cajal llamaba el “rincón insondable del alma”.
Añoranzas aparte, llamo a Pepe Solla y le involucro en esta charla informal de amigos para que los afectos se sumen con la propiedad aritmética: más por más, más.
“Conocí a Javier Olleros hace ya muchos años, cuando vino a hacer prácticas a nuestro restaurante, enseguida establecimos una gran afinidad, una proximidad que supimos ambos que duraría para siempre. Entonces percibí su gran talento, su perseverancia, y su manera sutil e inteligente de hacer las cosas”. “Recuerdo que un día íbamos juntos a Santiago a una presentación y él alabó mi liderazgo en la cocina gallega, a lo que le respondí que como todos los posicionamientos este también llegaría un punto en que sería rebasado y que quien haría eso sería él, Javier Olleros. Me alegro muchísimo de sus éxitos, los siento como si fueran míos y de saber que no me había equivocado en la predicción. Por último te diré que Javier tiene un buen puñado de virtudes pero una sobre todas: la integridad”.
En Culler de Pau, sus impulsores siempre respiraron la esperanza de un mañana forjado en un puñado de ilusiones que les promovían hacia un escenario concreto y palpitante, donde todos los modos de concebir la cocina que se podían inventar les eran permitidos.
Mientras la luz va digiriendo los restos de la tarde les pregunto qué hace falta para sostener una idea tan personal y encaminarla hacia la rotundidad del éxito. Me contesta Javier: “Pues a base de entrelazar dudas y certezas, y a partir de ahí no desfallecer en el camino. El tiempo nos ha permitido saber que aquella ilusión de aquellos jóvenes con un plus de inconsciencia es un combustible inagotable, que la voluntad de querer hacerlo y las decisiones que tomamos también nos ayudaron a afianzarnos en la idea”.
En una hermosa película de Mario Camus, “El color de las nubes”, una de sus protagonistas, interpretada por Julia Gutiérrez Caba, dice que “la vida es una complicación muy grande que cada uno resuelve a su manera”. Cuando dos cabalgan juntos en un proyecto común que va de lo profesional a lo personal lo más necesario es un alto nivel de entendimiento, que las miradas se proyecten en la misma dirección, que haya una relación muy fluida en los quehaceres mutuos, en este caso en ese binomio inseparable de cocina-sala: “Yo soy sus ojos y él mi paladar -afirma Amaranta-. Y justo yo, que, como te he dicho, a pesar de que no sabía mucho del oficio siempre he tenido una especial intuición con los comensales, para saber lo que esperaban de nosotros, lo que precisaban en cada momento del servicio”.
“Luego vino la necesidad de la conciliación familiar porque al poco tiempo tuvimos un hijo, pero lo hicimos de manera muy natural, muy espontánea; ayudó que Javier y yo siempre nos hemos entendido a la perfección”.
“La verdad, Manuel, que ahora mirando atrás a veces me pregunto cómo pudimos hacerlo, cómo pudimos haber llegado hasta aquí y también pienso cuánto valieron las lágrimas derramadas de aquellos inviernos con cero cubiertos”. Esas lealtades del pasado les valieron para el trazo fino, exitoso, para ir amueblando de esperanzas todas las mañanas del futuro.
El interior de Culler de Pau es una sinfonía de delicadeza, el ruido si lo hubiera sería música. En el trato reina la amabilidad y la cercanía, un despliegue de hospitalidad. Mi momento preferido es ese en el que uno se siente pasajero del atardecer y asiste cautivo al momento en que el sol emprende el camino del mar y de la noche.
La actriz Leonor Watling anduvo en los últimos tiempos por estas tierras grabando “Vivir sin permiso”. Sé de su amor por San Vicente y ese lugar mágico, con aura de sitio telúrico que es el Náutico, donde alguna vez actuó con Marlango. Le llamo y me atiende en medio de su multitud de ocupaciones, le pido que me cuente cómo conoció a Amaranta y a Javier: “Conocí el Culler de Pau por tener la suerte de pasar un verano en O Grove. Sabía de la excelencia del restaurante por la prensa, lo que nunca imaginé fue que dentro de esa caja blanca encontraría no sólo una comida increíble, sino unos anfitriones que sin esfuerzo te hacen sentir parte de su familia. Que disfrutan de ver a sus comensales disfrutar. Que dentro de la narrativa de cada uno de sus menús hay hueco para filias y fobias de los clientes.
Y lo que más se me queda de aquellas dos veces que he tenido la suerte de ir, es que al salir miras las rías y el paisaje de una forma completamente nueva. Porque has comido lo que viene de allí, cosas que hace mucho nadie se planteaba cómo cocinar o directamente no se hacía.
Javier y Amaranta son dos directores de arte y todo lo que entra en su mundo se encuentra a gusto”.
Volviendo a la charla con mis invitados de hoy les pregunto cómo sobrellevan el peso de los premios: “Se viven con ilusión, afirma Amaranta, es bonito recibir reconocimientos por parte del sector”. “Los premios sirven para fortalecerte, dice Javier, y son un reconocimiento para el colectivo. Para el restaurante, para todo el equipo, para nuestros productores, porque todos hemos contribuido a ello. Los asumes, los recoges y los ofreces a quienes están contigo”. “Los premios sirven para prolongar los sueños, puntualiza Amaranta, son un motor para seguir haciendo cosas. Los disfrutamos”.
Y ya que hablamos de soñar les pregunto por sus ambiciones de futuro:
Amaranta: “Soy cortoplacista, no me gusta soñar a largo plazo. Primero me gusta soñar con un Culler de Pau más grande y luego con que se materialicen cosas que estamos ya desarrollando: nuevas, interesantes, que en breve podremos ir recogiendo, que se pueden cumplir pronto. Sueños palpables”.
Javier: “Sueño con ordenar un poquito más la empresa, con ser cada día más sólidos y a partir de ahí creo en la idea de abrir el restaurante a la naturaleza, a la huerta, a ese mundo tan potente de la tierra. Trabajamos en la creación de un pequeño invernadero en un terreno que hemos arrendado. Sueño con ampliar la cocina alrededor de nuestros productos, a aquellos que creen en lo mismo que nosotros”.
La partitura de una cocina interpretada.
Para el vino esta pareja ha decidido no abandonar el territorio. Han recurrido a un amigo, Xurxo Alba, de la Bodega Albamar, que ya estuvo en 'Palabra de Vino' acompañando a la conversación del escultor Paco Leiro. El vino es una curiosidad, como dice Amaranta, “un blanco con alma de tinto, que representa el lugar del que procede de manera impecable”. Se llama Albino. Llamo a Xurxo, que anda brincando entre viñas para que nos sitúe: “Albamar Albino se elabora de caiño tinto pero como si fuera un blanco, es decir, se vendimia y se prensa de inmediato y un ciclo muy corto de prensado 8-10 minutos para que esté en contacto con las pieles el menor tiempo posible de ahí que salga con apenas color. Esto hace que el vino cambie mucho con respecto a la elaboración del tinto en la que estaría fermentando unos 15 días el racimo entero.
En este caso, Albamar Albino pierde esas notas vegetales y destacan más las minerales. Es un vino crujiente y muy versátil.
La idea surgió de una conversación con mi amigo Adrián, de la Vinoteca Bagos (Pontevedra), en un día de vinos. Yo ya sabía que algunos viejos elaboradores de la zona hacían albariño con añadidos de espadeiro, pero como esta variedad es tan escasa Adrián me dio la idea de hacerlo con caiño”.
El vino es profundo e intenso, tiene un marcado carácter atlántico, salvaje como las marismas que rodean el viñedo en ese lugar de aguas mansas y amaneceres silenciosos. Es profundo, amplio y no te deja indiferente. Goloso hasta el final.
Se va la tarde con su paso sigiloso, el vuelo de una anduriña dibuja en el cielo un tatuaje, los tres permanecemos prendidos del paisaje, de fondo suenan Toquinho y Vinicius y retratan el momento: “…En la reunión del cielo y el mar. Lentamente ir sintiendo toda la Tierra rodando… Como una tarde en Itapoam…”.
Palabra de vino.