Fue el pasado jueves 22 de junio cuando se truncaba toda esperanza tras cuatro días de búsqueda: la Guardia Costera de Estados Unidos confirmaba que los cinco pasajeros del Titán, el sumergible que se embarcó el 18 de junio en una nueva expedición hacia los restos del Titánic, en el Atlántico Norte, murieron en una “implosión catastrófica”. OceanGate, la empresa propietaria del submarino, también se resignaba entonces a reafirmar el trágico desenlace.
A bordo del sumergible iban Paul-Henri Nargeolet, científico francés de 77 años y una autoridad mundial en lo que se refiere al Titanic, quien buscaba realizar su inmersión número 38 hacia los restos del legendario transatlántico; Hamish Harding, de 58 años, ejecutivo de una aerolínea británica que estaba muy entusiasmado con su primera expedición; y Shahzada Dawood, un empresario británico-paquistaní de 48 años, parte de una de las familias más ricas de Pakistán, que viajaba junto a su hijo, Suleman Dawood, el cual, participando del sueño de su padre, decidió acompañarle para “complacerle”, pese a estar “aterrado” con el viaje, según lamentaba su tía, tras conocerse el fatal desenlace de la expedición.
Junto a todos ellos iba también, capitaneando la aciaga ‘aventura’, Stockton Rush, fundador y director ejecutivo de OceanGate, de 61 años, quien decía de sí mismo que quería ser reconocido como un innovador, y recordado por las reglas que tuvo que romper para ello; unas afirmaciones que, tras el desastre, no han hecho sino aumentar todavía más las críticas hacia el diseño del sumergible y las consecuencias de una ambición desmedida.
Por un precio estándar de 250.000 dólares, unos 229.000 euros, –a veces ligeramente negociables–, el billete para realizar la expedición estaba al alcance de muy pocos. Dirigido a un público adinerado y selecto, a todos ellos se les hacía sentir que estaban en una verdadera misión. Desde el principio, había instrucciones para que no se les tratase de clientes, turistas o meros pasajeros. Ellos eran, por órdenes de la compañía, “especialistas de la misión”, y tenían todo un juego de camisetas y chaquetas bordadas con sus nombres y las banderas de sus países; todo para terminar de sumergir en la aventura a los entusiastas que decidían alistarse en la expedición.
Así lo explica Christine Dawood a The New York Times, quien recuerda cómo fueron esos últimos instantes antes de que su esposo y su hijo se embarcasen en el sumergible donde perdieron la vida.
Imaginándose que sus últimos momentos con vida fueron “en la oscuridad total, mirando a las extrañas criaturas bioluminiscentes flotando, y escuchando su música favorita”, explica que, pese a los nervios, nada hacía presagiar un desenlace fatal en la tranquila mañana en que se preparaban para el viaje.
“Él estaba como un niño pequeño, vibrante”, recuerda, retrotrayéndose a la imagen de su esposo, quien durante las horas previas al inicio de la expedición no paraba de hablar de lo fascinado que estaba de poder subir al sumergible y dirigirse hacia el Atlántico Norte en busca de los restos del Titanic.
Mientras su hijo, de 19 años, llevaba su inseparable cubo de Rubik, Shahzada llevaba una cámara Nikon con la esperanza de poder capturar alguna vista del fondo marino una vez llegasen a su destino.
Pronto, el Titán, dejando al barco de apoyo, comenzaría a surcar el agua para sumergirse en las profundidades, descendiendo hacia un sueño que acabó en tragedia.
Según Christine, todo parecía perfectamente preparado, y la sensación que tenían, de hecho, es que se notaba que habían hecho algo así muchas veces con anterioridad.
A todos los pasajeros, señala, se les dijo que evitasen mojarse los pies, pues podían acumularse charcos de condensación en el suelo del sumergible, y se les pidió mantener las expectativas hasta que se aproximasen al Titánic, porque en el descenso, lento, irían con las luces del submarino apagadas con el fin de conservar la batería, si bien podrían ver criaturas marinas bioluminiscentes durante el trayecto.
También, además de hacerles recomendaciones sobre la dieta, se les animó a llevar su música con sus canciones favoritas, aunque con una jocosa excepción: Rush recomendaba que no pusieran ‘country’.
Mientras, desde la embarcación de apoyo observaba junto a su hija, Alina, quien tampoco subió al sumergible, en el que ya antes la familia estuvo a punto de subirse; algo que frenó la pandemia.
Las sensaciones sobre la extraordinaria aventura comenzarían a dar un giro dramático pasadas una hora y 45 minutos de la inmersión. Fue exactamente entonces cuando la Guardia Costera de Estados Unidos confirmaba que se había perdido la comunicación con el Titán.
Entonces, la esposa de Shahzada Dawood intentó informarse de lo que estaba ocurriendo y un equipo que monitoreaba el descenso del sumergible le aseguró que a menudo sucedían este tipo de anomalías, con una comunicación irregular.
Si la interrupción de la misma duraba más de una hora, se abortaba la inmersión: el Titán dejaría caer los pesos y volvería a la sumergible. Esa era la teoría, pero en la práctica todo resultó en una "implosión catastrófica".
Cada minuto y cada hora que pasaban acrecentaba el temor al desastre. A última hora de la tarde el equipo les comunicaba que no sabían dónde estaban el Titán y su tripulación. Mientras, ella, que hoy lamenta que apenas tenían "conocimiento" sobre la seguridad del sumergible, se resignaba a mirar a la inmensidad del océano, sin renunciar a la esperanza de, en algún momento, “verlos salir a la superficie”.
Con un amplísimo dispositivo de búsqueda en marcha, fue cuatro días después de aquel 18 de junio cuando la Guardia Costera de Estados Unidos encontraba los primeros restos del sumergible, señal de que se había producido una “implosión catastrófica”.
Según señalaban, todos los pasajeros del Titán murieron en una fracción de segundo.
Tras lo sucedido, las autoridades continúan todavía hoy investigando sobre las circunstancias exactas que provocaron la tragedia, con muchos apuntando a los fallos de diseño y un posible desgaste por acumular ya varias expediciones.