Dos grandes incógnitas rodean el desenlace de las elecciones presidenciales brasileñas: si Lula Da Silva, destacado en los sondeos, alcanzará la mitad más uno de los votos en primera vuelta y si su rival, Jair Bolsonaro, por quien se ha decantado Neymar, aceptaría una posible derrota.
El actual mandatario no lo aclaró en el debate final, tras haber estado cuestionando la limpieza del voto electrónico, lo que hace temer que esté abonando el terreno para hacerse un Donald Trump.
Odiado y amado con la misma vehemencia que el estadounidense (ahí están sus baños de masas), el actual presidente busca de momento forzar la segunda vuelta. Su mandato ha quedado marcado por la pandemia, a la que minimizó en un principio, pero que convirtió a Brasil en el segundo país del planeta con más muertos.
Defensor de las armas y de la familia tradicional, pero no tanto del mayor tesoro de la nación carioca, la selva Amazónica, Bolsonaro se enfrenta a un Lula Da Silva renacido. El que fuera presidente de Brasil entre 2003 y 2011 reivindica su exitosa lucha contra la pobreza, en aquel periodo, aunque tan recordada como sus conquistas sociales fue la corrupción.
La prescripción de algunos casos y defectos de forma en el proceso le permitieron salir de la cárcel y, tres años después, estar peleando en su país por un giro de 180 grados a la izquierda.