Los misiles y los tanques rusos nos demostraron hace ahora cien días que Putin mentía cuando repitió una y otra vez que no pensaba invadir Ucrania. La que llamó "operación especial" iba a ser una campaña relámpago que se estancó por la determinación de la resistencia ucraniana, ayudada por las armas llegadas de Occidente. Todo bajo la dirección del presidente Zelenski, convertido en inesperado líder y guía de sus compatriotas. Imposible dar cifras precisas de muertos, pero son decenas de miles, entre militares de ambos bandos y civiles. Los desplazados, tanto en el extranjero como dentro del país, millones.
Y lo destruido tardará generaciones en recuperarse. Muchas localidades, como Irpin, Bucha o Mariúpol, quedarán para siempre asociadas al horror. Los innumerables crímenes de guerra, a la espera de una improbable justicia.
La imagen de este niño que se negaba a despedirse de su padre soldado simboliza lo absurdo de un conflicto que podría extenderse otros cien, y otros cien y quién sabe cuántos cientos de días más.
Cuando las sirenas empezaron a sonar en Kiev el 24 de febrero, lo impensable se convertía en una terrible realidad. Mientras los tanques cruzaban la frontera de Ucrania, la capital y otras zonas eran atacadas por la aviación y los bombardeos, en una ofensiva relámpago por parte de Rusia. Desde el principio, las primeras víctimas fueron civiles. Bajo los incesantes bombardeos de los primeros días, la gente se vio obligada a refugiarse en los sótanos y luego comenzó a huir en masa. Miles de personas cruzaron a los países vecinos y la Unión Europea abrió sus puertas.
Pero a principios de marzo, el objetivo de Rusia de apoderarse del país y derrocar al Gobierno de Ucrania estaba en peligro. Las bajas rusas aumentaron en medio de la feroz resistencia ucraniana y la incompetencia militar de los invasores.
Tras la conmoción inicial, los ucranianos se inspiraron en el presidente Zelenski, en uniforme militar, publicando mensajes desafiantes desde las calles de Kiev. Vladimir Putin, por el contrario, apareció aislado y desconectado, visiblemente aturdido por los fracasos de su ejército.
Mientras esas fuerzas se retiraban de Kiev, se vengaron de las poblaciones locales. Las brutales masacres de Bucha y otros lugares han provocado la repulsa de la comunidad internacional entre acusaciones de crímenes de guerra.
A medida que aumentaban las atrocidades, Occidente golpeaba a Rusia con sanciones cada vez más duras y aumentaba la ayuda militar a Ucrania. La OTAN se revitalizaba tras años de estancamiento.
En mayo, el curso de la guerra había cambiado. Rusia fue empujada gradualmente de las zonas norte y oeste; sus objetivos principales fueron abandonados. La maquinaria bélica del Kremlin, reagrupada y reabastecida, se centró en la región oriental del Donbás y el sureste. La ciudad portuaria de Mariúpol terminó cayendo. Y la ciudad estratégica de Severodonetsk, capital administrativa de Lugansk, se convirtió en el campo de batalla clave.
Las fuerzas rusas avanzan poco a poco combatiendo focos de resistencia. Los ucranianos esperan la llegada de equipos occidentales que les ayuden a defenderse, y tal vez vuelvan a cambiar las tornas a su favor. Pero a medida que nos adentramos en el verano, parece que se avecina una larga guerra de desgaste.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, consideró al igual que Obama que China era su principal rival y centró la mayoría de sus esfuerzos diplomáticos en Asia. Pero la guerra desatada por la invasión rusa de Ucrania le ha obligado a mantener una gran atención en Europa del este durante los últimos meses.
Los servicios de inteligencia estadounidenses llevaban advirtiendo desde hacía semanas de una inminente invasión de Ucrania, frente al escepticismo de algunas cancillerías europeas, y finalmente el presidente ruso, Vladímir Putin, ordenó el 24 de febrero, hace 100 días, la operación militar contra su vecino.
Para Juan Luis Manfredi, catedrático Príncipe de Asturias de la Universidad de Georgetown, en Washington, Putin vio como "un momento de repliegue y debilidad" la reestructuración de la política exterior de la Administración de Biden, tras la caótica retirada de Afganistán y su fijación con China.
Tras la invasión rusa, Biden y sus aliados europeos y de la OTAN han protagonizado una eficiente coordinación sin precedentes para enviar ayuda militar y humanitaria a Ucrania, y sancionar el sistema financiero ruso, evitando siempre un conflicto militar directo con Moscú. El Congreso estadounidense, por ejemplo, ha aprobado más de 53.000 millones de dólares en ayuda para Ucrania, principalmente en envío de armamento para que los ucranianos "se defiendan".
El mensaje oficial de Washington es que con este apoyo se ha logrado evitar una ocupación rápida de Ucrania y se ha obligado a las tropas rusas a abandonar la batalla de Kiev para centrar sus esfuerzos en el Donbás, donde hay enfrentamientos desde 2014. Esta misma semana, Estados Unidos anunció la donación a Ucrania de un sistema de misiles de alto alcance, HIMARSR, lo que molestó al Kremlin, que advirtió de un posible enfrentamiento directo con Washington.
Ante ello, el secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken, respondió el miércoles que los ucranianos han garantizado que en ningún caso utilizarán estos misiles para atacar a objetivos en territorio ruso. La otra línea de acción ha sido el fortalecimiento de la OTAN, una alianza que durante los últimos años había perdido peso en el tablero internacional, y que tras la guerra ha demostrado que "no estaba tan resquebrajada como parecía", opinó Manfredi.
La guerra llevó a Biden a participar personalmente en la cumbre extraordinaria de la OTAN convocada en marzo en Bruselas, y aprovechó el viaje para dirigirse a Polonia, el país que más refugiados ucranianos ha recibido, para lanzar un mensaje contra la invasión. "Un líder global tiene que tener capacidad para atender dos o tres frentes a la vez, si no, no puede ser un líder hegemónico", señaló el catedrático.
En ese sentido, Estados Unidos ha desplegado a miles de militares en el flanco oriental de la OTAN para prevenir que el conflicto se extienda más allá de las fronteras ucranianas, y ha apoyado decididamente la entrada a la alianza de Suecia y Finlandia, dos países que dejaron a un lado su neutralidad histórica. Biden arropó en mayo en la Casa Blanca al presidente de Finlandia, Sauli Niinistö, y a la primera ministra de Suecia, Magdalena Andersson, frente al veto que ha amenazado con imponer Turquía, porque considera que los nórdicos apoyan a milicias kurdas.
"Con Rusia vamos a ver un conflicto congelado durante mucho tiempo. Rusia no tiene prisa y tiene un plan que es recuperar su posición en el tablero mundial", dijo Manfredi, quien sin embargo descartó la posibilidad de que Putin "apriete el botón rojo", en referencia al uso de armas nucleares.
El impacto económico tampoco es baladí. Es más inflación, menor crecimiento y un aumento de la pobreza y la desigualdad, en un entorno económico que empezaba a recuperarse con cierto optimismo de la crisis del covid. La economía ucraniana se contraerá un 45% este año como consecuencia de la reducción de las exportaciones, el cierre de negocios y el parón de la producción en grandes zonas del país.
Mientras el PIB de Rusia caerá un 11% debido a las sanciones económicas y financieras impuestas por Estados Unidos y Europa al Gobierno de Putin. El impacto en Europa también ha sido evidente con una reducción del crecimiento y un aumento de la inflación, y la demostración de que la dependencia energética de Europa respecto a Rusia es evidente. Bruselas pronostica que en este año la escalada de precios rozará el 6,1%, muy por encima del 2,0% que se había marcado como objetivo el Banco Central Europeo.