Uno de los conceptos clave para comprender cómo funciona el gasto público y la política de impuestos de cualquier administración es el de presión fiscal. Se trata de un concepto que muchas veces se confunde con el de evasión fiscal y que, en realidad, no tienen nada que ver. ¿Qué es la presión fiscal y por qué es importante conocerla? ¿Cómo se calcula la presión fiscal?
Lo primero que debemos saber es qué es la presión fiscal. Tal y como recuerda la web Economipedia, la presión fiscal o presión tributaria hace referencia a "la cantidad de dinero en concepto de tributos que los obligados tributarios pagan al Estado en comparación con el producto interior bruto (PIB)”. Es decir, la suma que los ciudadanos, como contribuyentes, desembolsamos en las arcas públicas, en relación con el PIB.
Este último concepto pertenece al ámbito de la macroeconomía y se refiere al volumen del producto interior bruto, es decir, el valor monetario de la producción de bienes y servicios de demanda final de un país o región durante un período determinado, normalmente de un año o trimestre.
Entre los obligados tributarios se encuentran particulares, familias, empresas, profesionales autónomos... cualquiera que esté obligado a pagar cualquier tipo de tributo. Y hablamos de tributos y no de impuestos porque, en realidad, el concepto de tributo es más amplio: como ciudadanos, no solo pagamos impuestos (como el IRPF o el IVA), sino también tasas (con las que contribuimos a pagar un servicio concreto prestado por la Administración, por ejemplo, un bono de piscina municipal o las tasas judiciales), así como contribuciones especiales (relacionados con el aumento de valor de algo debido a una obra o cualquier gasto público: por ejemplo, la creación de una zona peatonal o la construcción de una plaza). Todos ellos entran en la categoría superior de ‘tributos'.
Así, la presión fiscal recoge los tres tipos de tributos existentes: en definitiva, todas las sumas que pagamos a una determinada Administración para sostener el gasto público.
Además, es importante saber que la presión fiscal se basa en el cálculo de lo que efectivamente se paga, y no sobre lo que debería pagarse: hay quien utiliza la evasión fiscal para pagar menos impuestos, una práctica que consiste en ocultar bienes o ingresos con el fin de pagar menos a la Administración.
Por último, al tomar como referencia el producto interior bruto (PIB) se trata de una magnitud expresada en porcentaje. Por tanto, si el total de tributos pagados es de 30 y el PIB es de 100, entonces la presión fiscal es del 30 por ciento.
Calcular la presión fiscal y compararla con la de otras administraciones es muy sencillo. Por ejemplo, si hablamos de la presión fiscal de un país, basta con conocer el PIB de ese país, expresado en la moneda correspondiente, así como los ingresos totales tributarios, expresados en la misma moneda. El resultado es la siguiente fórmula:
Lógicamente, cuanto mayor sea el porcentaje que obtengamos como resultado, mayor será la presión fiscal. Es decir, más estarán pagando los ciudadanos en concepto de tributos en relación con el PIB del país, aunque eso no quiere decir que se encuentren necesariamente más ‘ahogados’ económicamente: todo depende de lo servicios públicos que se obtengan a cambio (sanidad, ayudas, vivienda, guarderías, enseñanza pública...)
Con todo, la presión fiscal no solo depende del aumento de los impuestos (y de los tributos en general, aunque los impuestos son lo que más proporción de los ingresos totales tributarios ocupan). Por ejemplo, si desciende el PIB (como ha ocurrido con la crisis provocada por el coronavirus), lo normal es que la presión fiscal aumente aunque los tributos no hayan variado. En crisis como la actual también es posible que la recaudación baje, bien porque los ciudadanos obtengan menos ingresos y gasten menos, bien porque aumente la economía sumergida, entre otros factores.
Por otro lado, es posible que la presión fiscal sea baja pero que los tributos sean formalmente elevados. Por ejemplo, cuando existe una elevada evasión fiscal, por mucho que legalmente los tributos presenten tipos elevados, si la recaudación efectiva es baja, el resultado será una presión fiscal igualmente baja.
Además, es importante que la presión fiscal se corresponda con los servicios ofrecidos por el Estado como contrapartida: si el uso del gasto público y los servicios ofrecidos a los ciudadanos se corresponden con el nivel de tributos pagado, lo normal será que la población esté conforme con ello y exista una voluntad mayor a la hora de pagar tributos.
Por el contrario, si se pagan muchos tributos pero los servicios no se corresponden con ello (habitual en países corruptos o poco desarrollados), será más fácil que exista descontento social y una menor responsabilidad de cara al pago de impuestos. La evasión fiscal y la economía sumergida son más frecuentes en Estados donde no se hace un uso responsable del dinero púbico, porque no existe una actitud ejemplar desde el propio Estado.
Por último, hay que recordar que hay países donde existe un mayor proteccionismo público (sanidad, vivienda, pensiones, ayudas...) y otros que optan por un Estado mínimo, en el que el gasto público se reduce a lo más básico. Lo lógico será que la presión fiscal en estos últimos países sea muy inferior, pero también los servicios y la protección social recibida a cambio. Por ejemplo, nada tiene que ver la protección social en países como Noruega, Suecia o Dinamarca (con un sistema muy proteccionista) y la de países como Estados Unidos (menos presión fiscal y menos servicios).
En general, influyen en la presión fiscal factores como la estructura del sistema fiscal, el régimen político-económico, las características demográficas, la estructura económica, el nivel de desarrollo, factores culturales, la calidad de las instituciones...