Milena Busquets nació en Barcelona en 1972. Ha publicado las novelas Hoy he conocido a alguien y También esto pasará, un éxito de ventas y crítica, traducido en más de treinta países, y la recopilación de textos periodísticos Hombres elegantes y otros artículos.
Ahora publica Gema (Anagrama), una novela en torno a una compañera de colegio que falleció de leucemia con quince años y cuyo recuerdo le ha acompañado toda la vida.
Pregunta: “Los muertos de mi vida, como los amores de mi vida, son incorruptibles”, se lee en las primeras páginas.
Respuesta: Los humanos no estamos hechos para estar solos. Igual que hay vivos que nos acompañan y nos sirven de refugio y anclaje, lo mismo ocurre con los muertos: hay muertos que siguen con nosotros siempre, hasta el final. A los vivos les vemos a cambiar pero los muertos cambian de una forma más lenta. Es cierto que algunas muertes que al principio nos impactan luego se diluyen. Pero hay muertes fundacionales, como la de Gema, como la de mi madre, o para mucha gente la de sus padres. Son muertes incorruptibles, que pasan a formar parte de quienes somos y de cómo entendemos la vida. La muerte sirve mucho para vivir, para seguir adelante.
P: ¿Olvidaste a Gema tras su muerte?
R: Siempre la tuve presente. Tengo amigas que me han llamado a raíz del libro y que me recuerdan que yo les decía que algún día escribiría sobre Gema. Fue la primera muerte, una introducción a la muerte bastante bestia. La primera persona que se te muere puede ser un hámster, un gatito, un abuelo muy anciano, pero que la primera muerte sea una amiga tan joven es algo que me ha acompañado toda la vida.
P: Tu infancia son recuerdos del patio del Liceo Francés en Barcelona…
R: El patio fue durante muchos años nuestro universo y nuestro ámbito de libertad. En clase hay reglas y profesores, pero el patio es un poco como la plaza del pueblo, donde te relacionabas, veías a los mayores que te gustaban, los que jugaban al futbol, las que charlábamos, todos teníamos un sitio en el patio. Es un micromundo muy importante durante muchos años.
P: ¿El patio lo llevas dentro toda la vida?
R: Sí, pienso que todos tenemos lugares y personas importantes que nos han marcado. Los que nos dedicamos a escribir, a trabajar con la memoria, los tenemos más frescos y presentes; es más fácil acceder a ellos porque hemos pensado mucho sobre ellos. Y más cuando haces autoficción hay una reflexión constante sobre lo que ves, sobre lo que interesa, sobre los demás, sobre los sitios.
P: En las fotos anuales de la clase “se vislumbra borrosamente, en medio de la niebla, como en una bola de cristal, quiénes somos y seremos”.
R: Creo que estamos bastante enteros ya en la infancia; la gente se parece bastante a quien es después. A mí, que me gustan los niños, detecto muy rápido cómo son y en lo que se convertirán. Aunque luego tengamos muchos matices, nos definen pocos rasgos: la timidez, la generosidad, el miedo, la seguridad en uno mismo. Desde el principio estaba clarísimo quiénes iban a ser los líderes y quiénes éramos las más retraídas.
P: Esto no lo había pensado yo.
R: Sí, a mí me alivia y me calienta el corazón pensar que no todo desaparece, que hay algo en nosotros desde el principio y que nos define en gran parte.
P: Y de esa manera, “la amistad alcanza su plenitud radiante y absoluta en la infancia”.
R: Desde la infancia hasta la adolescencia estamos dedicados plenamente a la amistad. Descubrimos el amor a través de nuestros padres y la amistad. En mi caso fueron relaciones apasionadísimas, enormemente generosas y desinteresadas. Había un mundo por descubrir. Eran relaciones limpísimas: elegías a la gente por intuición. En cuanto llega a la adolescencia, aparecen el sexo y la atracción física, y es muy difícil competir con eso. En cuanto nos enamoramos, la amistad pasa a ocupar otro lugar. Toda o parte de la pasión que dedicamos a la amistad pasa al deseo de ser abrazados y tocados. A partir de una cierta edad, tener amigos requiere un esfuerzo consciente y constante, que merece la pena.
P: De los amigos pasamos a los hombres: “Mi padre y mi abuelo (…) dejaron fijada en mi mente para la eternidad la imagen de lo que debería ser un hombre”.
R: Cada uno tenemos un modelo que no puede hacer sentir más seguros, felices y acompañados. En mi caso yo tenía un gran padre y un gran abuelo. Aprendí de ellos la decencia, la honestidad, el sentido del humor, la generosidad, y los sigo buscando. Hay un tipo de hombre que me inspira inmediatamente confianza: es algo muy inconsciente. Vivimos en el presente, pero hay muchas señales que vienen del pasado.
P: Cuando tu padre te acostaba de pequeña y protestabas cuando se iba, él te decía: “Voy y vengo, no te preocupes, voy y vengo”. Una buena actitud ante la vida, dices.
R: A pesar de tener una familia y una estabilidad, una de las cosas que más me preocupan es la libertad y la autonomía. Ese “voy y vengo”, esta flexibilidad en las relaciones de amor o amistad y con los hijos, es bueno. A mí no me funciona quedarme fijada en un sitio, mental o físicamente. Hay una cierta fluidez que acompaña a la vida y a la naturaleza. El “voy y vengo” de mi padre no lo he olvidado.
P: Hablas del enamoramiento: “Uno se enamora de toda la gente con la que se cruza, aunque sea durante un nanosegundo”.
R: Vivo muy pendiente de lo que me rodea, no solo como escritora, también por carácter. Y pienso que con la gente puede haber flechazos de dos segundos o cuatro minutos. Y no tienes por qué parar a esta persona e invitarla a un café. O quizá sí. Nos hemos dado cuenta este último año de la importancia de esa conexión liviana, de alguien que te llama la atención por su forma de caminar, por cómo habla a su perro. Sin comunicarnos estamos muertos; no estamos hechos para vivir aislados.
P: La pandemia nos ha obligado a fijarse más en los detalles.
R: No nos ha quedado más remedio de reducir la escala de nuestra vida. Yo nunca había paseado tanto por mi barrio como ahora. Y ahora conozco cada árbol, cada calle, incluso los metros de calle que me gustan especialmente. Es algo bueno de todo esto que está siendo tan terrible.
P: Hay vecinos que no conocías y con los que ahora te cruzas a diario.
R: Yo vivo en un barrio residencial donde nunca había nadie. Ahora el sábado y el domingo parece las Ramblas, Estamos todos desesperados paseando. Estamos desde hace meses sin restaurantes por la noche, sin poder salir de Barcelona, con toque de queda. A mí me da rabia cuando los políticos dicen que nos hemos portado mal, porque yo creo que la gente se está portando admirablemente. Es duro quitarnos repentinamente la libertad y las opciones, cuando estábamos tan acostumbrados a que el mundo fuera nuestro. Ahora yo no puedes coger un avión para irte donde te dé la gana o volver a casa de madrugada. Esto es muy bestia. Yo creo que ahora estamos en modo resistencia y no somos conscientes del shock. Estamos al límite de la paciencia.
P: Hablemos de la elegancia. ¿La gente viste muy mal ahora, no?
R: La palabra elegancia me molesta un poco porque me parece elitista. Pero el estilo sí me parece muy importante. Hay que hacer un esfuerzo para presentarse de un modo agradable, igual que ser amable y sonreír. En momentos de crisis y depresión, para los que somos un poco presumidos, hacer algo pequeño como pintarse las uñas, es como un gesto de supervivencia. No es un detalle baladí, es una muestra de respeto hacia uno mismo y hacia los demás. No soporto la dejadez mental, pero tampoco la dejadez física. Si yo te puedo hacer la vida un poco más agradable y me pongo pintalabios antes de esta entrevista, por qué no hacerlo. Es una muestra de buena educación. Tampoco hay que llegar a los extremos de esa gente que gasta mucho dinero en ropa y pasa mucho tiempo pensando en lo que se van a poner.
P: Rechazas también cierta solemnidad.
R: En el mundo en el que me muevo, el de los libros, parece que no puedes ser a la vez presumido y profundo, como si hubiese una dicotomía entra la inteligencia y que te guste pintarte las uñas. La frivolidad es una máscara como la solemnidad, y ambas pueden esconder un vacío enorme. Detrás de estas máscaras (como el sarcasmo o el sentido del humor en alguna gente), tiene que haber algo. Hay las mismas posibilidades de que haya algo interesante detrás de un frívolo que detrás de un solemne. El frívolo tiene mayor don de gentes y a mí me gusta la gente alegre. En el mundo intelectual y editorial hay una cierta tendencia a que no te toman en serio a no ser que no seas serio. Pero son dos cosas distintas. Puedes ser muy serio y profundo y a la vez disfrutar de las cosas hedonistas que te ofrece la vida. Es una contradicción falsa, absurda y banal. Puedes decir que Oscar Wilde o Andy Warhol son frívolos, pero no lo son. La ligereza es una virtud que puede esconder una gran hondura.
P: Y sobre la obsesión de algunos por la riqueza…
R: Es gente muy limitada. Hay pasiones mucho más importantes y fértiles que ganar dinero. La gente rica es más aburrida y tacaña que la gente solemne. Si hablase con alguien joven le recomendaría centrarse en lo que le apasiona y le hace vibrar, e intente ganarse la vida con esto. La persecución del dinero se acaba en sí misma, y es poco artística y estimulante. Pero es verdad que el dinero lo necesitamos, te da tranquilidad y libertad.
P: Dices que tu madre (la editora y escritora Esther Tusquets) nunca os obligó a leer a ti y a tu hermano. ¿Es un error que cometemos algunos padres?
R: No hay que obligarles a leer. Yo a los míos nunca les he obligado. Y ahora mi hijo de 13 años está leyendo como un loco, a Marsé, a Hesse, lecturas que no son las más fáciles. El mayor lee menos. Creo que es importante el ejemplo, que en su memoria esté grabada la imagen de sus padres leyendo. A mí me ven leer y disfrutar con los libros constantemente. La lectura es una pasión y a las pasiones uno llega solo, no de la mano de los padres (o muy pocas veces). La lectura es un universo que te hace mejor persona y es imprescindible para mí, pero que otro conciba la vida sin ella me parece muy bien.
P: Leer es muy placentero, dices, pero no tanto escribir.
R: Para mí escribir es un examen, es llevarte al límite, un trabajo muy serio, no es algo que hagas con ligereza. La frivolidad para la vida puede ser divertida, pero no para escribir. No se escribe nada desde la frivolidad, sino de una indagación interior, desde la honestidad. Es un ejercicio de ir puliendo, de añadir y quitar paja. Leer es puro placer, pero escribir es darte golpes contra la pared, intentando llegar un poquito más lejos y sabiendo que nunca estarás satisfecho del todo. Escribir es algo magnífico pero es una exigencia. Es un poco como enamorarse, te pone contra las cuerdas; no es un juego, es una batalla. A veces tienes un buen día y disfrutas pero el resto es tener al examinador más duro del mundo delante de ti constantemente diciendo “no, no, no, no” hasta que de repente hay un pequeño “sí”.
P: En uno de sus artículos afirmaba: “Mi detector (de mentiras) es especialmente infalible para los que afirman haber leído a Proust”.
R: Me parece absurdo fingir que has leído cosas que no has leído. No me gusta mucho la impostura: nadie tiene obligación de leer nada. No hay obligación de que me hables de la magdalena de Proust si no te has leído el libro (En busca del tiempo perdido). Es como lo de “kafkiano”: si no te has leído a Kafka, se nota cómo utilizas el adjetivo. No hay obligación de leer ni a Kafka ni a Proust.
P: Y ese artículo terminaba: “¿Y ustedes? ¿Han leído el Quijote? Yo sí. Entero. Quince veces”.
R: Era mentira, una broma. Alguna gente se lo creyó. Pobres.