Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) es uno los nombres esenciales de la narrativa española. Se dio a conocer con Juegos de la edad tardía en 1989, novela a la que siguieron Caballeros de fortuna, El mágico aprendiz, El guitarrista, Hoy, Júpiter, Retrato de un hombre inmaduro, Absolución, El balcón en invierno, La vida negociable y Lluvia Fina.
En su último trabajo, El huerto de Emerson (Tusquets Editores), demuestra su capacidad para la prosa clara y cuidada, de raíces cervantinas, entre lo culto y lo popular, y se interna en el terreno de la memoria y la imaginación para recuperar “los restos del naufragio” de su vida y sus lecturas y así glosar su vida de escritor, que para él no es un oficio.
Pregunta: En el libro recuerda usted un momento de epifanía durante su adolescencia al leer un ensayo de Ralph Waldo Emerson (1803-1882), en que el escritor estadounidense concluye que "a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar".
Respuesta: Igual tenía 17 ó 18 años. Era una época de inseguridades, propia de la adolescencia, donde uno está en una encrucijada de varios de caminos. Yo siempre he sido inseguro, lo sigo siendo. Entonces aparece ese libro, que te invita a creer en ti mismo. Sé que hoy esto está devaluado por los libros de autoayuda, pero a mí aquel libro me invitó a creer en mí mismo, en mi mundo, a creer en mis posibilidades. La imagen del huerto se imprimió fuertemente en mi conciencia e imaginación. Yo me imaginaba que tenía un terrenito y que tenía que cultivarlo, y eso me llenaba de orgullo. No sé por qué, pero a veces las palabras llegan muy a tiempo, y éstas fueron mágicas, como las de los cuentos. De pronto me reafirmaron en la vida. Aquél fue un libro terapéutico.
P: Y ese huerto, ese terreno, era para usted el de la poesía, el de las palabras. ¿En ese momento cuando "aprende a mirar", como dice en el libro?
R: No. Eso es un añadido de después. Lo de mirar se va aprendiendo poco a poco. Es un entrenamiento muy largo. Como el pintor, como el historiador, todos tenemos que aprender a mirar, y a mirar con calma. Es algo que va paralelo al descubrimiento de nuestro mundo, a la formación de nuestras destrezas, de nuestro oficio. Para aprender a observar la realidad tienes que evitar el canto de sirenas de los conceptos, de las ideas, que te llevan hacia terrenos en apariencia más importantes. Ese afán de trascendencia, esa cosa sublime, propia de la adolescencia, de manejar palabras importantes, es algo opaco que se pone ante tu vista y te impide ver las cosas inmediatas. Vas a buscar tu mundo lejos, un mundo lleno de abstracciones, importancioso.
P: “Hay que laborar en lo concreto”, afirma.
R: Efectivamente. Poco a poco descubres el poder de tu mente, de tus ojos, de tus sentidos, y vas haciendo tu propio mundo a través de ese saber mirar con los cinco sentidos, de ese saber sentir. Es eso tan sencillo que Joyce le dijo a Beckett: escribe lo que te dicte la sangre, no el intelecto. Sin embargo, durante la adolescencia, a veces uno atiende más al intelecto que al corazón, y en ocasiones se cae, en la cursilería, en el patetismo, en el tremendismo. Hay que saber escuchar al corazón y al intelecto, al niño y al sabio.
P: Confiesa usted que ya no le gusta viajar, que acepta su “secreta condición sedentaria” porque el mundo ya no es tan original como antes.
R: Es verdad. Lo vemos en las tiendas: antes había ultramarinos, donde cambiabas impresiones con el tendero, hacías tertulia con los obreretes que a media mañana iban a comprar el bocata; a diferencia de los supermercados de ahora, había productos distintos, lentejas de León, dulces de Ávila, ese tipo de cosas que hacían más rico el mundo de las experiencias. Ahora ese mundo se ha empobrecido, todo es muy uniforme, homogéneo, todo igual. Alguien que está en una discoteca de un pueblo de Valladolid o Teruel, viste igual, escucha lo mismo, tiene los mismos gustos y las mismas frases que alguien que está en una discoteca no ya de Madrid, sino de Nueva York. Se empobrecen las experiencias personales, y también el discurso: ya no tienes nada que contar, el campo de las experiencias ha sido invadido por el campo de la información, como decía Walter Benjamin. La información ha esquilmado las experiencias, y la información no es experiencia.
P: Usted dice: “Todo está al alcance del mando a distancia; lo único inexplorado que queda son los detalles, las honduras del alma y los secretos sueños de cada cual”.
R: Si quieres hacer arte tienes que fijarte en lo concreto, en los detalles, como los pintores. Pensemos en los músicos, que sobre una melodía o un tema muy concreto montan toda una sinfonía. Lo mismo pasa con los escritores: de lo concreto nace todo. Si hubiera preguntado a Dostoyevski qué estaba escribiendo (cuando trabajaba en Crimen y castigo), no me hubiera dicho un libro sobre el bien el mal, sino la historia de un estudiante que se llama Raskólnikov que vive en un sitio muy pobre, cuya familia está jodida, y donde hay una vieja usurera. Así es como trabaja un escritor, sobre cosas concretas. La mente trabaja bien fijando la mirada, los sentidos, el corazón, el sentimiento en el mundo exterior.
P: ¿El arte nos puede salvar de esta uniformidad?
R: Sin duda, pero no solo el arte. Cualquiera que no haga arte, si realmente quiere ser el mismo, tiene que trabajarse para tener su propia visión y sentir del mundo, y discriminar y apartar la información que le llega. Hay que reivindicar el derecho a estar no excesivamente informado, incluso el derecho a estar poco informado, solo lo esencial, para dejar el campo libre para pensar por tu cuenta las noticias que te llegan, pasarlas por tu conciencia, por tu manera de ver las cosas.
P: ¿Hay sobredosis de información?
R: Sí, y de desinformación. Hay mucha gente que se alimenta de tuits, de mensajes muy breves, evidentes, o incluso turbios, o solo de titulares, de flashes. Y eso no alimenta, sino que solo invade y ocupa espacio en tu mente, pero además te roba el tiempo para dedicarte a otra cosa, y potencia los vicios más normales del espíritu que son la pereza y la acomodación. Es mucho más cómodo estar informado de tercera o cuarta mano, de los desperdicios de la información, cuando realmente se podría descubrir por ti mismo la belleza y el horror que hay a tu alrededor. Algunos viven, pasan los años, se hacen viejos, y se dan cuenta de que han pasado por el mundo sin vivir con intensidad, sin ver el mundo con sus ojos y sentirlo con su corazón.
P: Para el arte de mirar, usted reivindica la concentración, la soledad y la lentitud. Difícil en un mundo tan apresurado.
R: Sin lentitud no ese puede hacer nada. Las máquinas sí están programadas para ser rápidas, pero nosotros no. Somos más lentos. Todo lo que de valioso en la filosofía, en la ciencia, en el arte, se ha hecho desde la lentitud y la soledad. No puede ser de otra manera. Lo único que hace la rapidez es enajenar la mente, es una cosa que desquicia. Consumir tantas dosis de información a toda velocidad es algo que idiotiza. Cuando conoces a alguien, puedes hacer de forma inmediata un retrato robot –por sus opiniones, por su manera de hablar- del consumo de información, de lectura, y del grado de lentitud y de soledad de esa persona.
P: Y luego viene la memoria, ese “pozo sin fondo”.
R: Sí, pero la memoria se enriquece con la observación. Todo está unido. Si tu observas, miras con detención, escuchas con cuidado, sientes, cultivas la soledad, la lentitud, la lectura, enriqueces el archivo de tu memoria, y luego tienes a tu disposición gran cantidad de materiales de los que echar mano cuando los necesites. Eso sí, cuando no tienes experiencias propias, la memoria se descarna. Si uno vive la vida con intensidad, tendrá una memoria rica en experiencias. No solo lo que tú vives, sino también lo que lees, la película que miras, toda esa capacidad intelectual y sensorial va enriqueciendo la memoria. Luego, de forma mágica, la memoria se alía con la imaginación para ofrecerte infinidad de pequeños detalles de una persona que conociste, o de una situación que viviste: los restos del naufragio del pasado. Si alguien quiere escribir o conocerse a sí mismo haría bien en trabajar sobre esos restos del naufragio. La famosa magdalena de Proust (al principio de En busca del tiempo perdido) no es sino el resto del naufragio. Al probarla, el narrador descubre una parte de su pasado que estaba oculta. Hay que esforzarse mucho, pensar en cosas que vimos de niños, los zócalos, los cubiertos, o los zapatos de mi familia, y poner el foco en estos hechos concretos y descubrir la cantidad de cosas que pueden salir. Y donde no llega la memoria llega la imaginación, que es la que reconstruye los rotos del olvido.
P: Y para ello usted se vale de dos instrumentos más: la intuición y la impresión.
R: Uno no va al pasado solo como un arqueólogo, sino que algo del presente te evoca algo del pasado de forma repentina; es un mundo de analogías, las cosas de relacionan entre ellas. La razón es la que busca y el corazón es el que encuentra, decía alguien. La intuición (e incluso la inocencia, no hay más que ver a los locos, a los niños y a los enamorados) encuentra atajos para conocer la cosas. No existe el rodeo de los conceptos y la elaboración razonada, sino que se va al encuentro directo con las cosas. No se interpone nada entre el niño y el gato que está mirando. Es el encuentro de la mente del niño con el gato. El artista trabaja así: va al encuentro con las cosas sin intermediación intelectual, aunque ésta viene después, en la retaguardia, donde está la intendencia, el oficio. Es lo mismo que Van Gogh mirando los girasoles: “Hay que descubrir lo bello en todo”, decía, y con “bello” no es solo lo bonito: El grito de Munch es bello porque es terrible también. La belleza engloba también el horror. Van Gogh habla de lo bello en el sentido más noble de la palabra.
P: “¿Escribir y contar historias?, ¿no es eso un oficio? Yo creo que no”, confiesa en El huerto de Emerson. Después de tantos años, ¿no se ve a usted como un escritor profesional?
R: Yo no tengo un repertorio técnico. En mi oficio no voy sobre seguro, soy muy inseguro. Cuando me pongo a escribir nunca sé si me va a salir la escritura o no. Me muevo en la incertidumbre. No es como cuando tocaba la guitarra: unas alegrías son unas alegrías y unas bulerías son unas bulerías, tienen un ritmo y un compás definido. Pero sí es verdad que la experiencia me ha ido dotando de algunas destrezas; tengo bastantes recursos porque llevo toda la vida escribiendo. Pero nunca me ha gustado hablar de oficio, ni decir que soy un escritor profesional. Cuando publiqué mi primera novela me salieron muchas ofertas para trabajar en otras cosas, sobre todo en televisión, donde ganaba seis o siete veces más. Era una época que se ganaba dinero con esto de los bolos en los medios de comunicación y las tertulias. Yo podría haber ganado mucho dinero con eso, pero no lo hice porque me hubiera obligado a convertirme en un profesional. Tampoco escribo artículos, porque no sé si me van a salir o no.
P: Pero el riesgo de no estar en los medios de forma regular es caer en el olvido.
R: La fama y la notoriedad son las cosas más adictivas que hay. Al que ha conseguido el éxito, aunque sea eventual, le cuesta mucho volver al anonimato. Y se hacen muchas barbaridades para seguir en el candelabro (se ríe).
P: “A veces el quiebro de una frase vale más que la luminosa geometría de un algoritmo narrativo”. No cree que la mayoría de libros que se publican ahora son como series de Netflix, donde importa mucho la trama y menos el estilo.
R: Ese tipo de libros ha existido siempre. En mi adolescencia leí muchas novelas policíacas y del oeste que se vendían en los quioscos. Desde siempre el hombre ha necesitado historias. Los libros de caballerías, sin ir más lejos. Cervantes explica (en el escrutinio de la librería de Don Quijote) que había mucha morralla en los libros de caballerías. Se hacían solo para el consumo de la gente, ya en el siglo XV. Lo mismo se puede decir de los folletines en la época del romanticismo y las novelitas porno en el siglo XVIII. Quizá ahora existe más porque se consume más, pero siempre ha habido gente dispuesta a escribir cosas que al público le va a gustar. El estilo siempre será un estorbo para este tipo de consumidores.
P: Y hablando de estilo y del léxico, hay pasajes de El Huerto de Emerson donde uno tiene que echar mano del diccionario. Fusca, canchal, cabezo, releje, …
R: En el libro rescato muchas cosas de mi infancia (en Extremadura), y me veo obligado a no sustituir palabras que están muy cerca del corazón. Mi modelo como escritor es el lenguaje oral que escuché de niño, que no es el lenguaje vulgar, sino popular. Mis padres eran campesinos, y habían ido a la escuela lo justo para aprender a leer y escribir. Muchos campesinos eran analfabetos, pero ¡cómo hablaban! Tenían un gran respecto por el saber, se esmeraban en hablar bien, habían heredado el lenguaje oral, que es el que es el que usa también Cervantes en el Quijote, el autor anónimo del Lazarillo y Fernando de Rojas en La Celestina. Y de ahí sale el mejor lenguaje literario que puede haber, el que une lo popular y lo culto. Ese ritmo y esa música que escuché de niño son mi mejor maestro de retórica. Escribo sobre el molde de esa música, a la que he ido añadiendo muchas lecturas después. De todos he aprendido lo que he podido. Y con eso he construido mi manera de escribir.
P: Umbral decía de Ortega que escribía como hablaba, pero es que hablaba muy bien.
R: Desde el siglo XVI hasta el XIX incluso se podía escribir como se hablaba porque se hablaba muy bien, en los pueblos particularmente. Era un lenguaje oral que se trasmitía de generación en generación, muy rico, con una viveza tremenda, como una sintaxis muy variada. Eso lo vemos en Galdós, en Baroja o en Valle-Inclán. Pero luego llegaron los medios de comunicación, que son magníficos, pero que difunden un lenguaje estándar, de comunicador, un lenguaje correcto pero sin sangre.
P: Por tanto hablamos cada vez peor.
R: No me gustaría ser pesimista, porque el lenguaje siempre ha encontrado su cauce, no es de nadie, es del pueblo, nadie le puede poner puertas ni normas. El lenguaje va por donde la gente quiere que vaya. Yo he sido profesor de instituto y tengo amigos profesores y su experiencia es que hay una pobreza de léxico y sintaxis. Pero tampoco estoy muy seguro, porque la calle es muy creativa, el lenguaje oral es muy creativo. Y siempre encuentras a gente que habla de un modo natural, con propiedad. Es cierto que a veces dan ganas de ponerse apocalíptico, sobre todo escuchando a ciertos políticos, que hablan con un lenguaje correcto y pobre.
P: Una curiosidad: ¿subraya los libros al leer?
R: Sí. Estoy releyendo a Los sueños de Quevedo, y me he buscado un ejemplar nuevo para volver a subrayarlo. Soy incapaz de leer sin subrayar. Leo sobre todo para disfrutar (en la escritura a veces se disfruta y a veces no tanto).
P: Recuerda la Transición en las últimas páginas de El Huerto de Emerson: “Estimábamos a nuestros políticos y confiábamos en ellos”. Qué esos políticos que ahora ponen en solfa aquella época.
R: Me parecen desleales, y la deslealtad es muy grave. Y están creando un mito del régimen de la Transición que no está fundamentado en nada, sino en pura demagogia. Yo tuve ilusión con Podemos cuando recogió el capital político del 15-M, pero lo han traicionado. El 15-M era esa cosa juvenil, esperanzadora, que nos caía bien a todos. Era una cosa pura. Y esto lo recogió Podemos, lo falsificó y lo traicionó.