Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) vuelve a la novela. No lo tenía fácil. El éxito internacional de ‘Patria’ había puesto el listón muy alto. Pero cuenta que él trabaja buscando el éxito literario, no el comercial, y que eso, junto a su familia, le mantiene sumido en una gran serenidad y humildad.
Así, cinco años después, ha acometido la difícil tarea de redactar ‘Los vencejos’ (Tusquets), un diario de casi 700 páginas donde da cuenta del que podría ser el último año de vida de un profesor de Filosofía.
El protagonista ha decidido suicidarse justo un año después, y durante ese tiempo, día tras día y sobre el papel, busca razones para afianzar su decisión, y de paso ajustar cuentas con la vida.
Pregunta: Ya desde el principio escribe: “No me gusta la vida”.
Respuesta: Sí, es duro, pero habrá que ver si es verdad, porque todo lo que averiguamos del protagonista lo cuenta él mismo. La novela es una larga conversación desarrollada durante todos los días del año. Este hombre es muy racional, muy lógico, pero también es contradictorio. De una manera un tanto quijotesca mantiene un duelo con la vida. “Tú, vida, no me has sido favorable, pero voy a hacer un texto donde te voy a poner a caldo”. ¿Quién gana esa pelea, la vida o él? Eso no lo voy a revelar. Se lo dejo al lector.
P: No está deprimido, pero sí cansado y aburrido.
R: No quiere vivir, pero no es víctima de una angustia o de un arrebato de locura. Es un hombre que tiene su sueldo mensual, buena salud, tiempo para el ocio. No tiene claro por qué quiere suicidarse pero se concede un año para terminar sabiendo quién es y por qué no quiere vivir.
P: Y empieza a detectar cosas positivas en la vida.
R: Sí, no lo ve todo negro, pero ha acumulado muchos fracasos: como marido, como padre, como profesor, y todo eso se le amontona. Considera que lo mejor de la vida ya ha pasado y quiere evitar enfrentarse al futuro a partir de los 55 años.
P: Lo que no he conseguido hasta ahora, no lo conseguiré después, piensa.
R: Pero le queda una carta y es la de hacer algo grande en la vida. ¿Qué puede ser grande? No lo dice explícitamente, pero de su confesión se desprende que podría protagonizar una tragedia. ¿Dónde se busca una tragedia en esta vida gris de barrio? En su propio suicidio. Se dice: “Por fin soy protagonista de algo que pudiera despertar admiración o espanto entre mis conocidos”.
P: Pero reconoce que nadie le va a echar de menos.
R: Es que no las tiene todas consigo. De hecho, hace un recuento de las personas que podrían llorar su muerte y solo da con su perra.
P: Afirma que ha tenido "una vida de planicie", sin grandes acontecimientos.
R: Hay en él un desgarro que no tiene por qué ser existencialista. Por un lado, es un hombre con un carácter muy racional, que busca entender con ayuda de la lengua escrita; por otro lado, tiene unas pulsiones hormonales y físicas que están por encima de él, y que chocan con lo propiamente racional. Esto le impide tener un equilibrio en su vida normal.
P: Es un lector voraz, pero ahora se pregunta para qué ha leído tanto.
R: Buscaba respuestas y no las encontró. Fracasó en los tres principios elementales de una vida plena que postulaba Bertrand Russell: la búsqueda de la experiencia del amor, el afán de conocimiento y la empatía con las desgracias del mundo. Pero aun así siempre es lúcido, y no evita la autocrítica.
P: Huye del amor “como si fuera un carcinoma”
R: Él lo ha buscado, pero desde su posición actual lo ve como perturbador, dificultoso, algo que exige atención continua, y está cansado. Prefiere la amistad, que le parece más llevadera y sin tantas exigencias.
P: “De la amistad nunca me harto, me trasmite calma”, confiesa.
R: El libro es la posibilidad de echar una mirada a fondo en la intimidad de un personaje. Página a página nos asomamos a toda la circunstancia vital de un ser humano: su pasado, su presente, sus relaciones familiares, laborales, sensaciones, esperanzas y desesperanzas. Dudo que en nuestra vida real tengamos esa posibilidad. No creo que conozcamos tan a fondo a nuestros seres queridos como permite la ficción literaria.
P: “Nunca se llega conocer del todo a una persona”, escribe. Pero él lo enseña todo.
R: Lo muestra todo porque no se siente ni leído ni escuchado. Y tiene la posibilidad de objetivarse, de mirarse como objeto, desde fuera, porque se transforma en texto. Y no falla ningún día del que va a ser su último año.
P: Y aquí un hallazgo: “La vida ha empezado a gustarme desde la decisión de suicidarme. Se acabaron los momentos insustanciales”
R: Yo no me identifico con el personaje, yo no soy así. Pero tiene afirmaciones que también postulo: una de ellas es ésta. Este hombre no renuncia a la moral, como yo tampoco. Si uno acepta el destino perecedero de todo ser viviente, y sabe la hora de su final, no tiene por qué caer en el nihilismo, sino todo lo contrario. Por fin la vida cobra un sentido muy concreto: uno no tiene mucho tiempo para disfrutarla, y de repente empieza a cobrar importancia algo que nos pasaba inadvertido, y lo que era importante igual ya no lo es tanto.
P: Sobre Dios es clarísimo: le gustaría que existiera para pedirte cuentas. “Es un chapucero”, dice.
R: Más claro agua. No cree en el estado trascendente del ser. Está seguro que la vida es lo único que hay. Uno acaba y devuelve los átomos prestados al planeta y a otra cosa.
P: Tampoco tiene mucha fe en la filosofía.
R: Él es profesor de Filosofía, y por eso está presente en su discurso, pero de una manera muy dosificada. Se mofa de los filósofos y de su manera de expresarse. Tampoco acude al instituto con mucho entusiasmo, pero no deja de ir al trabajo, cosa que podría hacer, porque tiene los días contados y tiene dinero suficiente para tomarse un último año sabático. Él sí permanece como hombre moral hasta el final, y en este sentido me resulta simpático. Mantiene cierta dignidad y nunca es violento. Empieza el diario muy negro y negativo, pero luego se ven facetas más entrañables.
R: Hay algo muy llamativo: él no tiene miedo al hecho físico de la muerte, al suicidio.
R: Pero sí teme tener miedo. Sí teme al temor de la muerte. Él hipoteca su decisión a la llegada de los vencejos. Además tiene la presencia autoritaria del recuerdo del padre. Él piensa que si no se suicida habrá fallado a su padre. Esa mirada de la fotografía del padre le va pidiendo cuentas.
P: Dice: “Mi relación con mi padre mejoró tras la muerte”.
P: Yo soy de la misma generación que el protagonista. Y me pasa lo mismo. Mi padre era una figura secundaria en casa. Y fue después de su muerte cuando me di cuenta de lo gran tipo que era. Sus amigos y otros familiares me cuentan anécdotas sobre él que me ofrecen aspectos de su persona que no conocía. Uno está acostumbrado a los padres, y por eso no los puede objetivar, verlos de forma neutral. Yo he apreciado virtudes de mi padre tras la muerte: su generosidad, su sentido del humor y su bondad. Me educó en todo eso sin darme cuenta. Eso se contagia. Si tienes un padre violento, uno se familiariza con la violencia. Mi padre me ganó con su bondad. Tenía muchos amigos y era muy querido. Pero en casa no pintaba nada. Gobernaba mi madre.
P: De la importancia de la infancia…
R: La infancia nos marca, sin que nos demos cuenta. Luego llega la adolescencia y uno cree que se aleja de la familia. Pero luego se ve en situaciones nuevas: como la paternidad y descubre, por ejemplo, que utiliza con sus hijos las mismas muletillas que usaban sus padres. Uno aprende a estimar el trabajo de los padres, todo lo que hicieron por nosotros.
P: Para el protagonista es casi lo mismo la fe religiosa y la fe política.
R: Camus decía que la fe es la convicción de que vivimos en una dirección que nos lleva a una meta deseable o salvadora, ya sea porque promete un paraíso celestial o social. En ambos casos es una fe que no se cuestiona. Más que de la razón, uno parte de la verdad, y a nadie le gusta que le toquen la verdad.
P: Sobre la edad adulta: “En eso consiste la madurez, resignarse a hacer un día tras otro lo que no te apetece”.
R: Es verdad. No te puedes imaginar la cantidad de citas, compromisos, cumpleaños a los que jamás asistiría que me rompen el día, pero a los que tengo que ir, porque si no sería muy largo. Ataduras con medio amigos y conocidos que te invitan y tienes que devolverles…. Eso de crío no me pasaba.
P: Sobre la cultura: “La cultura enseña el arte del buen morir”
R: Esto viene de los griegos, que consideraban que el mayor grado de sabiduría era aprender a morir, con serenidad, sin la histeria del angustiado. La cultura nos aleja de la animalidad. Nos pone en una situación en la que somos capaces de aceptar nuestro final de una manera agradecida frente al animal que tiembla ante la muerte. Es uno de los grandes logros de la cultura.
P: En resumen: este libro no tiene nada que ver con ‘Patria’.
R: No, aunque hay una música de fondo algo parecida. Y ciertas concomitancias formales. Pero no tiene que ver con las brumas vascas. Yo no quiero estar tocando siempre la misma nota y dando vueltas al mismo manubrio. Tengo otros mundos humanos sobre los que me quiero expresar.
P: ‘Patria’ fue un éxito internacional. ¿Eso no le asustaba a la hora de volver a escribir?
R: Yo agradezco los lectores y las satisfacciones que me dio ‘Patria’. Pero ya pasó. No puedo hipotecar toda mi creación literaria por un libro. Yo creo en ‘Los vencejos’. Y por eso se la entregué al editor. Para mí el éxito viene antes del punto final. Tengo la ambición de crear textos con consistencia y relieve literario. Si esto me lo reconocen entonces si considero que tengo éxito, aunque el libro no sea muy leído. No escribo libros para conseguir objetivos más allá de la literatura. No me interesa.
P: Al contrario que otros...
R: Es posible. Pero creo que es en perjuicio de su trabajo. Con cada libro uno vuelve a ser principiante. El trabajo creativo y las responsabilidades familiares me dan argumentos para vivir. Me alegro de que suene el despertador a las siete de la mañana para consagrarme a una actividad que me colma de placer, aunque haya días estériles.