Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) estaba justo hace 20 años en Nueva York. Y vio los aviones estrellarse contra las Torres Gemelas y el pánico de aquellos días. Y también estaba en Madrid en la primavera de 2020, en medio de un duro confinamiento. Y ve similitudes, sobre todo la amenaza de carecer de lo fundamental: que no falte agua, que no se vaya la luz, que los supermercados estén surtidos.
Por eso su mayor afán es dejar por escrito esa realidad que no sale en los libros de historia, la de la gente común, lo que hacen y piensan en un momento de crisis, porque si no esa memoria se pierde, como está pasando en los pueblos. De esa labor documental del escritor nunca duda.
Para eso, para que sus nietas y los niños del futuro sepan qué hacían su abuelo y millones de personas durante esta pandemia, el escritor publica ahora ‘Volver a dónde’ (Seix Barral), una labor casi notarial de sus días de confinamiento y de paso, de su memoria familiar.
Pregunta: A pesar del virus, parece que usted echa de menos algunas cosas del confinamiento.
Respuesta: Sí, echo de menos la intuición de cambios posibles en la vida: hacia ciudades más habitables, hacia otra manera de vivir, menos regida por la angustia, el ruido y la codicia. Es una cosa que suena antigua, pero las personas necesitamos sosiego. Es una conquista que irá abriéndose paso.
P: Pero teme que no hayamos aprendido nada de esta experiencia.
R: No se puede generalizar, pero cuando hay una desgracia hay una tendencia humana a pasar página. Es una necesidad. Fíjate en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, la prisa por dejar atrás un pasado horrible. Pero tiene que haber un aprendizaje. Los europeos aprendieron mucho de aquella guerra: que había que unificar Europa en vez de dividirla. De aquel trauma nació la Europa que tenemos ahora. No nació de un proyecto de civilización sino de un derrumbe, de las ruinas de un continente. En un momento catastrófico se tuvo el buen juicio para buscar la reconciliación en vez de la venganza.
P: Por tanto ahora es optimista.
R: No soy optimista ni pesimista. Observo las circunstancias históricas en que se aprendió y otras en que no. El fin de la Primera Guerra Mundial fue un ejemplo de castigo a Alemania, a la que se impuso reparaciones de guerra que hicieron imposible su recuperación y que crearon un resentimiento del que se alimentó luego el nazismo. Después de la Segunda Guerra Mundial se pensó que había que buscar la unión. Estados Unidos tuvo el buen juicio de hacer el Plan Marshall. Toda la Europa que nosotros tenemos viene de ahí. Pienso cómo se creó la democracia en España tras la muerte de Franco, o cómo Portugal salió de la dictadura y se recuperó el trauma del fin de las colonias. Piensa cómo respondió Europa en 2008 y cómo ha respondido ahora. Los científicos han aprendido rapidísimo. La vacuna es una hazaña y nuestro país, del que tanto nos quejamos, es líder en eso. Siempre tienes que pensar muy cuidadosamente en los hechos concretos.
P: Por eso, durante el confinamiento, decidió solo observar, no juzgar.
R: En vez de teorizar o crear interpretaciones brillantes de lo que estaba pasando, me gustaba fijarme en las cosas y apuntarlas, como un botánico. Observar lo de fuera y a ti mismo. El método científico es una conquista de la mente humana.
P: Hay descripciones muy fidedignas.
R: Sí, son hechas sobre la marcha. La parte del libro que está en cursiva es para subrayar que está escrito en el momento en que sucede.
P: Le llaman la atención los supermercados, cómo pueden estar surtidos en medio del parón general.
R: Es algo que aprendí el 11-S. La cuestión fundamental era si se iba o no la luz, si había agua o no. Me acuerdo que aquellos días en Nueva York todos comprábamos mucha agua porque temíamos otro atentado que destruyera las depuradoras. Ese es el asombro, cómo todo es tan frágil y al mismo tiempo hay cosas que se mantienen. Y lo llamativo es que se mantienen gracias a los llamados trabajadores esenciales, que son los peor pagados: los reponedores, los cuidadores de ancianos, los conductores de camiones. Es muy curiosa esa estructura del mundo.
P: Y los paseos del confinamiento: “Paseábamos de una manera muy antigua”.
R: Era esos días en que lo único que se podía hacer era pasear. Era una cosa mágica. Pensaba: “Esto lo he visto antes, hace muchos años, en mi pueblo, un domingo”. Entonces era lo único que se podía hacer. En el confinamiento la calle era un sitio donde se oía hablar. Desde mi tercer piso oía las voces de la gente. También los pájaros. Yo hacía trampa con mi perro y me venía al Retiro, que era una selva.
P: Y en uno de esos paseos por el Retiro cuenta que le vinieron olores de la infancia. Y ahí empieza a excavar en su memoria y a hacer un esfuerzo por documentar también esos recuerdos.
R: Muchas veces meditas sobre el trabajo del escritor, sobre el valor de lo que haces, que es muy incierto. ¿De verdad estoy haciéndolo bien? ¿Me estoy dejando llevar? ¿Estaré en declive? Pero hay una cosa que no cabe duda: una gran parte de mi trabajo es dar testimonio de lo que veo, del mundo, y de lo que recuerdo, lo que me han contado del mundo anterior, cómo eran los relatos de mi padre y mi abuelo, de las personas mayores a las que conocí. Hay una cosa que me provoca remordimiento, y es que yo les podría haber preguntado mucho más.
P: Aun así algunos de sus recuerdos infantiles son muy vívidos, por ejemplo el relato de la matanza en su pueblo.
R: Era un recuerdo duro, el de un animal que sabe que le van a matar: cómo se resistía el cerdo, cómo se echaba para atrás, y había que tirar de él, y el cerdo chillando.
P: Digamos que su nieta tiene mucha suerte, porque será de las pocas niñas españolas que tenga bien conservados sus recuerdos familiares.
R: Cuando mis hijos eran pequeños yo estaba demasiado distraído. La paternidad es una cosa muy angustiada, un trabajo muy incierto, nadie te enseña, no sabes si lo estás haciendo bien o mal. Te agobia eso. Y se te olvidan los pasos que van dando tus hijos, porque todo pasa muy rápido. Por eso con mi nieta, y con su hermana que acaba de nacer, pongo especial cuidado en apuntar cosas, porque no quiero que me pase lo que pasó con su padre o sus tíos. Quiero anotar cada día que la tenemos en casa, que la llevo de paseo, lo que ha dicho, los cambios de humor.
P: ¿No están matado las pantallas esa facultad de observar?
R: No sé. Siempre es fácil distraerse, antes también. Pero es una educación que tienes que procurar trasmitir: el fijarte en las cosas. Si lo haces igual alguien toma ejemplo. Tú ya lo has preservado, eso es seguro, esté mejor o peor escrito. El que quiera saber cómo era la matanza ahí tiene un testimonio. Y cómo era Madrid durante la pandemia de 2020.
P: Cuando habla con su madre dice: “Estoy habitando en su memoria”
R: Su lenguaje y su mundo son referencias que yo puedo identificar. Eres como un arqueólogo: mi madre dice una palabra y yo puedo identificar el contexto. Mi mujer habla con mi madre y dice que no la entiende, porque hablan idiomas distintos. La vida popular, de la gente trabajadora, rara vez deja recuerdos. Qué se sabe de la gente que trabajó en las pirámides de Egipto, o de los trabajadores españoles durante la posguerra. Cuántos testimonios hay de la Guerra Civil escritos por soldados de a pie: hay muy pocos. Todos son de gente cultivada, con cierto estatus social. Uno de los pocos libros son las memorias de Miguel Gila, el humorista, que se llamaban ‘Y entonces nací yo’, el testimonio de un chaval de clase trabajadora de Madrid, que se ve con 17 años y sin ideología reclutado por el Ejército de la República.
P: De su padre recuerda este consejo: “Lo que hagas hazlo lo mejor posible, aunque no saques ninguna recompensa”.
R: Eso me sacaba de quicio, pero llevaba razón. Yo cada vez que escribo un artículo o un capítulo de un libro, lo repaso para que sea lo mejor posible. Me pregunto si son necesarias esta página, este adjetivo, esta frase, esta coma o este punto.
P: Reconoce que cada vez se deja llevar más.
R: Sobre todo a la hora de escribir. Cada vez más es importante el momento mismo de escribir, no tener un plan, un esquema, sino la flexibilidad suficiente para responder a lo que va sucediendo.
P: ¿Y en el momento de leer también?
R: En la lectura soy complemente anárquico y sensual, me dejo llevar por lo que me gusta. Me gusta llevarme sorpresas, y por eso me gustan las librerías de segunda mano y los mercadillos de libros. Se encuentran los mayores disparates.
P: Se deja llevar también por la música. Confiesa que durante el confinamiento escuchó casi en bucle las sonatas de Beethoven.
R: Era como un vicio. Tanto la música como la literatura te dan esquemas, como formas cerradas, y eso la mente lo necesita mucho. Una sonata es una forma cerrada.
P: Cree que durante la pandemia la gente se ha comportado mejor que los políticos.
R: La mayor parte sí. Y en la política hay algunos mejores o peores.
P: Usted no ha escondido sus preferencias políticas (el autor y su mujer, la escritora Elvira Lindo, firmaron un manifiesto pidiendo el voto para la izquierda en Madrid, por el que luego recibieron varias cartas amenazantes).
R: Si uno escribe lo tiene que hacer con libertad.
P: Pero le han amenazado por ello.
R: Pero no estamos en la Rusia soviética ni en la Cuba de Castro. Yo me acuerdo de lo que no es tener libertad de expresión durante el franquismo. La libertad de expresión hay que ejercerla.
P: ¿No tiene miedo?
R: Tenía miedo con ETA. En el libro hablo de José María Calleja (el periodista murió por covid durante el confinamiento). Yo estuve con él, y con la gente de Basta Ya y Gesto por la Paz. Claro que tenía miedo. Tuve el ejemplo de esta gente. No hay que ser temerario, pero si tú te dedicas a escribir tienes que escribir con libertad de pensamiento y espíritu, a veces contra lo que otros esperan que vas a escribir.
P: Tiene justo 65 años. ¿Podría jubilarse ya?
R: A veces me dan tentaciones (ríe). Yo empecé a trabajar en el Ayuntamiento de Granada a principios del 1981. Pienso que si hubiera seguido trabajando allí ya estaría jubilado. Es un pensamiento de otra vida que podrías haber tenido.