Antonio Lucas: “A veces vivimos con emociones de prestado y para cumplir las expectativas de otros”

  • El periodista novela su vivencia a bordo de un arrastrero gallego en el peligroso caladero de Gran Sol

  • Poco a poco el mar empequeñece las obsesiones terrestres del narrador: “Sueltas lastre de tanta bobada”

  • Un marinero: “La valentía consiste en regresar a tierra y enfrentarte con tu vida”

“Buena mar”, explica Antonio Lucas, es lo que se dicen algunos marineros antes de embarcar. “Es muy paradójico porque en este caso van al peor mar posible”. Es el caladero del Gran Sol, en el Atlántico Norte, uno de los lugares más peligrosos del planeta. Con ellos se embarcó el autor durante 21 días a bordo de un arrastrero gallego, para descubrir la realidad de esas vidas en alta mar, de esos seres aislados durante meses.

Como ya hiciera Ignacio Aldecoa hace más de 60 años, el periodista Antonio Lucas novela ahora aquella experiencia. ‘Buena Mar’ (Ed. Alfaguara) son sus vivencias y reflexiones sobre ese lugar inhóspito, “donde la biodramina y el primperán no sirven de nada”, el océano está siempre al acecho, y los pensamientos se agigantan peligrosamente.

Pregunta: “Aquí no conviene estar con la cabeza muy llena de cosas”, dice Lolo, el patrón.

Respuesta: Gran Sol es un territorio infame, un mar terrible. El problema de estar en alta mar es que ensancha los pensamientos. Abulta cualquier pequeño demonio y obsesión. Cualquier cosa que piensas en tierra se multiplica por diez y se convierte en un infierno. El tiempo es muy lento. Esa idea de no llevar los pensamientos encima se la aplican los marineros. Tienen una capacidad un tanto zen para aprender a estar solo concentrados en el mar.

P: Y sigue Lolo: “La nostalgia es peor que un temporal”.

R: Pasan 300 días al año embarcados. Para ellos su familia es su arcadia, viven para llevar el dinero a casa. Tienen un sentido muy tribal de la familia. Cuando pasas tanto tiempo allí te desconectas de tierra. Pero ellos son conscientes de que lo importante de su vida está en terreno firme. Pero deben estar concentrados: el mar te puede arrastrar en un minuto al fondo del océano. Es probablemente el oficio más penoso.

P: De hecho a ninguno de ellos parece gustarle.

R: Nosotros hemos romantizado el mar desde la orilla. Parece acogedor, pero cuando se muestra como lo que es, algo inabarcable, te da una claustrofobia bestial, asociada a lo grande en vez de a lo pequeño, como un espacio del que no puedes salir.

El mar abulta cualquier pequeño demonio y obsesión, y la nostalgia es peor que un temporal

P: La soledad se multiplica. Escasean las palabras, dice el narrador.

R: Son gente muy callada, muy hacia dentro. Gente que pasa mucho tiempo en un espacio casi inhabitable. Ellos tienen silencios como soles. Uno aprende que no debe violentar su silencio. Sería grosero. Ese silencio nunca lo he percibido igual en ningún otro lugar. Ellos dicen más cuando callan que cuando hablan. Para ellos ese silencio es una necesidad de reposo y de abstracción.

P: Xouba, el cocinero del barco: “Vivir es darte cuenta de que lo único importante es lo que a veces no sabes que tienes”

R: El mar da una lección muy tajante. El mar es ausencia permanente. Es el único lugar no habitable del planeta. Un sitio sin Amazon, con superficies sin polvo, algo que me sorprendía. Esa ausencia de lo normal y lo natural allí se convierte en una disciplina. Por eso la nostalgia es tan terrible. Echar de menos en alta mar es algo muy extremo.

Cuando llevas días embarcado muchas cosas (de tierra) comienzan a importarte muy poco

P: Poco a poco el océano filtra el ruido de tierra.

R: Es una especie de ablución frente a la contaminación terrestre. Yo estuve embarcado 21 días. Cuando pasan 6 ó 7 días te das cuenta de que hay muchas cosas que empiezan a importante muy poco: los pequeños enfados, las pequeñas traiciones, los accidentes diarios que nos llenan de ira, de tiempo perdido en estupideces. Por ejemplo, el tiempo dedicado a las redes sociales. Es un ejercicio de suelta de lastre de tanta bobada. También de aspiraciones laborales. Es como el verso de Pepe Hierro: “Después de tanto, todo para nada”.

P: Quizá porque estos marineros están muy cerca de la muerte.

R: Sí, pero no se habla de ella. Siempre utilizan eufemismos, como naufragio. La muerte está tan cerca que invocarla es una osadía inútil. Puede suceder en cualquier momento. Todos tienen muertos en sus familias. El pescador tiene sus supercherías, y además muy firmes. Por ejemplo, no quieren curas en el barco.

P: El narrador va llegando a una conclusión: “He dejado de ser un sustituto de mi vida”.

R: Tiene que ver con esa sensación de soltar lastre. Hay un momento en que está en ese barco, en que todo le es ajeno, y reflexiona sobre su vida en Madrid: ¿Soy lo que quiero ser, las expectativas que he levantado sobre mí, no seré la aspiración de otros? A veces parece que vivimos con emociones de prestado y para cumplir la expectativas de otros.

P: Entonces, “hay que ser valiente”, como le recomienda el jefe de máquinas del barco.

R: La valentía no es meterse en un territorio hostil, como el mar. Marcar distancia con tierra no te va a resolver problemas. Al volver a Madrid el narrador va a tener la misma mierda de antes, y también sus cosas buenas. La valentía consiste en regresar y saber enfrentarte a tu vida.

Para los marineros no tener hijos (como yo) era como ser un tipo amputado

P: La familia para estos marineros es un asidero.

R: Yo no tengo hijos de manera voluntaria. Mi mujer está de acuerdo. Para ellos eso era muy raro. Que no haya querido tener hijos alguien que tiene una vida normal, con un oficio sostenido, que vive con holgura. Porque para ellos es fundamental la familia. Pensar que la vida se puede quedar detenida sin hijos es incomprensible: no tendrían motivos para echarse a la mar. Si estás solo, dicen, dedícate a otras cosas. Pero a la vez ellos 'no viven' sus familias: no pueden ir a cumpleaños, ni a entierros. Todo eso lo extrañan y lo convierten en una argamasa que da sentido a esa aventura terrorífica del mar. Eso generaba en ti una sensación de tipo amputado.

R: ¿Y te disgustaba?

R: No. No lo entendían, pero preferían no darle muchas vueltas. Pero no me molestaba. Pasa también en Madrid sin salir del barrio. Yo de joven tenía la idea de no tener críos. No quise. En mi familia todos son solteros, menos mi padre. Además mi mujer es hija única. La sensación que a mí me genera cierto vértigo –y a los marineros de Gran Sol también- es que el apellido se va a quedar ahí, no va a continuar. Pero en mi caso no supone un abismo emocional pensar quién me recordará a mí. No albergo ninguna proyección sentimental más allá de lo que tengo.

La valentía consiste en regresar del mar y saber enfrentarte a tu vida

P: Precisamente, el narrador confiesa que tiene una relación difícil con lo más quiere.

R: Es inevitable. Porque es lo que más te daña y a la vez te pone más eufórico. Es muy lesivo cuando tienes una frustración por alguien que quieres. Por ejemplo, yo tengo una relación de amor extraordinaria con el periodismo, pero a veces me desfondo de emociones.

P: “La inacción de no desear nada es una escuela grandiosa”, dice casi al final del viaje.

R: Sí, es algo budista. Pero yo soy demasiado nervioso y atento a muchas cosas. Tengo ambiciones, proyectos, propósitos. Admiro mucho a amigos que tienen un sentido de la vida más amortiguado. Yo lo tengo muy lúdico pero también muy severo. No puedes hacer nada contra eso, pero aprendes cierto equilibrio. Uno de mis maestros, Caballero Bonald, que vivió 96 años, decía: “La vejez es una forma de ir desaprendiendo”. Es bonito. Tiene un sentido de vida muy circular. Al final te quedarás con lo imprescindible. Aprender a desaprender es un oficio inteligente y valiente. También de las cosas que más quieres.