“La vida solo recibe su resplandor en la inactividad”, dice Byung-Chul Han, el famoso filósofo surcoreano. No predica con el ejemplo: a sus 64 años ha escrito 17 libros. Pero no por eso podemos restarle crédito. También Bertrand Russell o Robert Louis Stevenson fueron prolíficos y escribieron elogios sobre la ociosidad. La Vida contemplativa de Han (ensayo recién publicado en Taurus, con traducción de Miguel Alberti) tiene el don de la oportunidad: llega en plena eclosión de sobredosis informativa.
¿Qué es lo que dice Han? Que echemos el freno. (Cierto, el mantra suena viejo; pero él, a diferencia de coachs y gurús de medio pelo, es más convincente). Primero el diagnóstico: quien más quien menos todos calificamos la inactividad como un déficit. Hay que solucionarlo. ¿Cómo? Hay que hacer cosas, hay que producir. Atención a la frase de Han: “Hoy nos explotamos por propia voluntad y con la creencia de que nos estamos realizando”. Tú haz, ya pasará algo. Es la receta de muchos. Pero esperamos y nada pasa. Y algunos se mueren así, en la espera.
Han aconseja: frena, no hagas nada, escucha, es más, “no esperes nada”. Verás que algo pasa: empezarás a hacer cosas, pero por gusto, sin ninguna utilidad, “para nada”. “Solo la inactividad nos inicia en el misterio de la vida”, leemos en Vida contemplativa. Al fin y al cabo, recuerda Han, Dios solo descansó al séptimo día de la Creación. Ese día quizá fue feliz. De la misma manera los hombres felices ya no aspiran a nada. Hay que renunciar, sentencia Han. “La renuncia no quita. La renuncia da”.
Ahí está la clave: como ya advirtieron Russell y Stevenson, cuando uno no hace nada se vuelve creativo. Nietzsche escribe: “Los hombres inventivos viven de un modo completamente distinto a los activos: precisan de tiempo para que se despliegue su actividad sin fines ni reglas prefijados (…) se mueven mucho más a tientas que los que recorren caminos conocidos, los que actúan, por ejemplo, por utilidad”.
Han responde a la Vida activa de Hannah Arendt. La acción –explica- nos vuelve ciegos. No nos deja ver lo que tenemos más cerca. ¿Y qué es eso? Sócrates lo llamaba su daímon; para los romanos eran sus genios. Dios para los creyentes. Espíritus protectores. Nosotros podemos llamarlo “nuestros presentimientos”. Son algo “prerreflexivo”. Nos superan: “nos sobrevienen”. Pero todos los tenemos.
En esos presagios no hay razón, solo “estado de ánimo”. Y ese estado de ánimo “revela nuestra esencia”. Hay que tenerlo en cuenta. No hacerlo es absurdo. Sin estado de ánimo el pensar “no tiene rumbo”. (Por eso la Inteligencia Artificial, aventura Han, nunca podrá “pensar”, porque no tiene estado de ánimo).
Pensar significa simplemente “abrir nuestros ojos y oídos”. Mirar, escuchar. Nada más. Descubrimos lo festivo, el lujo. ¿Pero qué es el lujo? Theodor Adorno encontró un buen ejemplo: nada tiene que ver el tren rápido con “el extinto esplendor del train bleu”. El lujo es lo accesorio, lo que no vale nada, lo inútil. Pero revela lo que vale la pena en la vida. (Inciso: sobre la elegancia recomiendo la lectura de Un caballero en Moscú, de Amor Towles)
Vale aquí el consejo de Henry Miller: “Desarrolla interés en la vida según la estás viendo (….) Olvídate de ti mismo“. En ese “estado de entusiasmo nos desprendemos de nosotros mismos”, apostilla Han. Y escuchamos a nuestro genio. Recuperamos la esencia del ser. ¿Es fácil? Claro que no, dice el filósofo. Hoy nada ni nadie nos deja parar: estamos sometidos a un intenso bombardeo de informaciones. Y el ser va a otro ritmo. “Crece a lo largo y lentamente. Solo se condensa en la pausa”.
Conclusión: la crisis del presente es la absoluta falta de ser.