Hace 11 años, Mario Vargas Llosa escribió un libro casi profético sobre la deriva general de la cultura hacia modos que tenían más que ver con el espectáculo que con la seriedad que se presupone a tan egregia actividad. Ese ensayo se llamaba La civilización del espectáculo (Alfaguara) y en él el escritor hispanoperuano recogía el testigo de otros estudios sobre la crisis de la cultura, como los de T. S. Eliot y George Steiner, y se preguntaba qué entendemos por cultura.
Llegaba a la conclusión de que el mundo actual había adoptado como propia la definición antropológica de cultura, esto es: todas las costumbres, creencias, valores y normas de una determinada sociedad, incluidos todos sus productos culturales (desde un anuncio de Coca-Cola hasta una ópera de Puccini). De esa manera, el mundo contemporáneo marginaba el antiguo concepto de cultura, restringido a obras de arte y literarias de calidad, que inspiran unos valores éticos y estéticos a una élite y que luego “desbordan” al resto de la sociedad.
Para el Premio Nobel, esta “banalización” del concepto de cultura (en que el todo cabe, desde C. Tangana a El Quijote) ha degenerado en una frivolización absoluta de la vida política, social y artística, donde se confunde precio con valor (solo vale lo que vende), donde el entretenimiento ha trepado al primer puesto de la escala de valores (“escapar del aburrimiento es la pasión universal”) y donde el intelectual casi ha desaparecido (hay sobreocupación de modistos y chefs –dice el autor- y se echa de menos a un Russell, a un Sartre o a un Ortega).
Uno de los mayores paganos de esta frivolidad general (donde “importa más la forma que el contenido”) es el periodismo. Para Vargas Llosa se han borrado las fronteras entre el periodismo serio y el sensacionalista (antes más arrinconado). “Una de las consecuencias de convertir el entretenimiento y la diversión en valor supremo de una época –escribe- es que, en el campo de la información, insensiblemente ello va produciendo también un trastorno recóndito de las prioridades: las noticias pasan a ser importantes o secundarias sobre todo, y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica, política, cultural y social como por su carácter novedoso, sorprendente, insólito, escandaloso y espectacular”.
El autor pone como epígono de este tipo de periodismo a la revista Hola: “Esta revista (…) es ávidamente leída (….) por millones de lectores en el mundo entero que (…) la pasan muy bien con las noticias sobre cómo se casan, descasan, recasan, visten, desvisten, se pelean y se amistan (…) los ricos, triunfadores y famosos de este valle de lágrimas”. Y sigue: “No es exagerado decir que Hola y sus congéneres son los productos periodísticos más genuinos de la civilización del espectáculo”.
Días después del anuncio de su separación de Isabel Preysler, publicado en esa misma revista, vimos al escritor leyendo en voz alta y en francés una de las primeras ediciones de Madame Bovary en un vídeo grabado por su hijo Álvaro. Era quizá la mejor forma de cerrar un paréntesis de ocho años en primera línea de “la civilización del espectáculo” que tan certeramente denunció en su recomendable ensayo.