“Debe introducirse un nuevo artículo sobre el tabaco en las convenciones internacionales: nunca debe faltarle a los prisioneros de guerra. Eso hará que la guerra sea mucho menos cruel”. Este apunte lo escribía el escritor, periodista y humorista italiano Giovannino Guareschi el 21 de enero de 1945 en un diario donde registraba minuciosamente la lamentable vida en el Lager alemán.
Para entonces llevaba ya dos años de peregrinación por diferentes campos nazis y sabía de sobra lo que era el hambre, la desesperación y las lágrimas de impotencia. Pero también había descubierto el compañerismo y la verdadera naturaleza de cada hombre, despojada de sus títulos y riquezas: “Cada uno dio lo que tenía dentro y podía dar, y así nació un mundo donde todos eran estimados por lo que valían y donde cada uno contaba por uno“.
Pero si hay una cosa que nos muestra este Diario clandestino (ahora reeditado en España por La Fuga Ediciones) es que el humor es el mejor compañero de viaje para evitar caer en la desesperanza y sobrellevar las situaciones más inhumanas. En esto es diferente a Si esto es un hombre, de su compatriota Primo Levi, otro clásico de la vida en los campos.
A Guareschi le conocíamos sobre todo por las historias del cura Don Camilo (y su simpática némesis, el alcalde comunista don Peppone), pero ahora le descubrimos en su versión más descarnada y sin rastro de ficción, convertido en un joven de 35 años internado en los campos de concentración alemanes.
El Diario Clandestino es el destilado de todas las notas que tomó durante aquellos dos aciagos años. Guareschi quemó muchos de esos apuntes tras descubrir que pasó por el cataclismo sin odiar a nadie y que incluso encontró un nuevo amigo: “Yo mismo”. Se reafirmó como escritor, como humorista y como lector de sus diarios ante sus compañeros de barracón que, despojados de todo, devolvían el guante y se exhibían como los músicos, filósofos o lectores de Dante que eran.
Los barracones se convertían así en “universidades” que ayudaban a soportar el tedio y el hambre de los días sin fin, donde “una brizna de hierba o una mota de polvo” eran sinónimo del mundo, donde se volvía a descubrir lo esencial. Allí solo se les permitía soñar, dice el autor, y aunque los alemanes no les dejaran salir sí lo hacían “sus pensamientos y sus recuerdos”, en el caso de Guareschi dirigidos a sus dos hijos pequeños. Le pide por carta a su mujer que adorne la mesa de Navidad como si él estuviera, y se imagina cómo reaccionarán sus retoños cuando le vuelvan a ver.
Leer estos diarios es redescubrir el humor y la sonrisa como el mayor antídoto de la desesperación. Guareschi lo hace desde su profunda y popular fe católica (“El hombre es así, señora Alemania: por fuera es muy fácil de mandar, pero por dentro solo le manda el Padre Eterno”), pero su lección de vida es válida para ateos y agnósticos en cualquier tiempo oscuro.
Como señaló Claudio Magris, “Guareschi fue un escritor popular en el sentido de que supo cómo hablar a muchos, contándoles algo esencial”. Algunos deberían tomar nota.