Todo el mundo ha tenido alguna vez un dilema similar: ¿contrato a mi cuñado para hacer una reparación o a un trabajador especializado en resolver ese tipo de averías? Si viviéramos en una sociedad normal –históricamente hablando- llamaríamos a nuestro cuñado. Es alguien de confianza y se puede sentir herido si no contamos con él. Ahora bien, nosotros –los europeos, los estadounidenses- no vivimos en una sociedad normal, sino en una sociedad extraña, individualista, egoísta pero también eficiente, competitiva. Que nuestro cuñado no espere esa llamada –quizá porque ni siquiera tengamos un cuñado manitas-.
Joseph Henrich, presidente del Departamento de Biología Evolutiva Humana de Harvard, nos define como weird. Tiene un doble significado. En inglés weird significa raro o extraño. Pero también es un acrónimo formado por la W (western), la E (educated), la I (industralized), la R (rich) y la D (democratic). Weird es alguien que vive en un país occidental, educado, industrializado, rico y democrático. Es decir, nosotros.
Si todavía no nos vemos ahí incluidos, Henrich (como buen antropólogo cultural), nos propone un ejercicio: completar la frase que empieza por “yo soy”. Si yo soy el primo de Juan, no soy weird. Si yo soy periodista, amante de la música y una persona curiosa, sí lo soy. ¿Por qué? Porque lo que define a un weird son sus atributos y habilidades, no sus relaciones familiares. Y esto, que nos puede parecer normal, no lo es y es en lo que insiste Henrich y su fascinante ensayo (700 adictivas páginas) titulado Las personas más raras del mundo, publicado en España por Capitán Swing.
No somos normales, sigue Henrich, porque históricamente la vida se ha organizado en torno a la familia intensiva, al clan. Eso valía para China, para India, para las tribus de la Amazonia y para la Europa deprimida del primer milenio. ¿Pero qué pasó para que desapareciera ese tipo de familia en el Viejo Continente? Henrich lo tiene claro: la Iglesia. Con sus nuevas normas familiares puso todo patas arriba. Propugnó el fin de los matrimonios con familiares consanguíneos, obligó al consentimiento de los novios para casarse, favoreció la residencia en su propia casa (no en las de sus padres), la titularidad de sus propiedades y la soberanía sobre sus herencias.
Resultado: la familia se volvió pequeña (marido, mujer, hijos), se quedó a la intemperie y se vio obligada a buscarse la vida por si sola. Pero había dos buenas noticias: por fin esa familia era libre del clan y no estaban sola. Otras familias se hallaban en la misma situación de desamparo. Eso les forzó a buscar acuerdos no familiares, anónimos, y para ello necesitaron aumentar su confianza en los extraños. Es lo que Henrich llama “prosociabilidad impersonal”.
Fue un cambio psicológico bestial, que empezó a operarse sobre todo a partir de año 1200. Ese hombre weird, solo ante el peligro, despojado del clan, tiene que buscarse la vida y necesita algo propio y distintivo para ofrecer en sus relaciones sociales. Explota su vocación y sus habilidades. Busca aliados que le hagan ser mejor en su oficio. Se traslada a lugares donde pueda aprender y encontrar oportunidades. De ahí el nacimiento de los gremios, las ciudades, los monasterios, las universidades. La nueva mentalidad es un juego de suma positiva: todos ganan. El modelo que tiene éxito se copia. El que no, desaparece.
Hay incluso efectos no previstos: el hombre weird reduce su nivel de testosterona, se controla más, aumenta su paciencia y su confianza en los demás. Se domestica la competencia y eso reduce el crimen.
Fue una revolución no buscada: la Iglesia no pretendía eso, dice el autor, pero esa mentalidad fue el caldo de cultivo para la Ilustración que llegaría siglos después, junto con la democracia y el derecho. No fue un hallazgo de una serie de genios, filósofos, científicos o pensadores, sino de un “cerebro colectivo” sometido a un profundo cambio psicológico, producto de una evolución cultural de ocho siglos (del 1200 a esta parte).
¿Pero cuáles son los rasgos de personalidad de ese nuevo hombre weird? Por resumir: individualista, paciente, muy trabajador, analítico, siempre pendiente del reloj, sociable pero impersonal, inconformista, reacio a las tradiciones y culpable antes que vergonzoso (solo uno mismo responde ante la culpa, la vergüenza es algo público, propio de las sociedades con familias extensivas).
El cambio, mantiene el autor, es más profundo en los países protestantes (que a la vez son los más prósperos), porque basan su salvación divina en el trabajo duro y sus habilidades personales y porque su cerebro se reconfiguró antes por el esfuerzo de leer la Biblia (del que se libraron los católicos). La Reforma de Lutero solo sacralizó ese cambio de mentalidad. Ahora bien, hay un lado B: ese hombre weird protestante está si cabe más solo, con menor dependencia de la familia que el católico, más expuesto al suicido (ya lo avisó el propio Max Weber).
Conclusión de Heinrich: lo que nos parece tan normal no lo es. Somos raros, hasta “exóticos” en la historia del mundo. La evolución cultural de nuestra psicología, sentencia el autor, es la materia oscura de nuestra historia. Gana por goleada la batalla a la selección natural. Y pocos la han tenido en cuenta. Los primeros nosotros mismos, los weird que no llamamos al cuñado.