Es uno de los epitafios más conocidos pero es falso. El “perdone que no me levante” supuestamente escrito en la tumba de Groucho Marx es una leyenda urbana. No existe. Sobre su nicho del Eden Memorial Park de Los Ángeles tan solo está grabado su nombre, sus años de nacimiento y muerte (1890-1970) y una estrella de David. Y es una pena, porque ese epitafio falso define perfectamente cómo fue el personaje. Quién sabe si el genial cómico hubiera elegido esa mítica frase si le hubieran preguntado por su epitafio antes de morir.
Pero escribir sobre cómo quieren que a uno le recuerden suena raro. La muerte es un tabú en las sociedades occidentales, no tanto en las orientales (para el budismo es central). Sin embargo, las necrológicas existen desde siempre. Tradicionalmente fueron en forma de elegía, un lamento por la muerte que provoca dolor y tristeza. “Conviene que la elegía sea cándida, blanda, tierna, suave, delicada, tersa, clara, noble, congojosa en los afectos”, decía el Diccionario de Autoridades.
Ya en la Antigua Roma se publicaban los Annali Maximi, "crónicas y avisos de los principales acontecimientos de la vida cotidiana de la ciudad: nacimientos, matrimonios o defunciones", según recuerda un estudio de Eduardo Pardo González-Nandín. Y de ahí las elegías saltaron a la prensa en forma de obituarios y cosecharon un grandísimo éxito. The Times era el referente. La fama del periódico con sus necrológicas era tal que, en palabras de Bridget Fowler, “durante muchos años The Times fue considerado el único lugar donde ser visto muerto”.
El género gustaba a los lectores y también a sus redactores. El escritor Andrés Trapiello, quien firmó obituarios en El País, afirmaba que “adivinan el alma de un novelista”, según recuerda Alejandro de la Fuente Escribano en un estudio exhaustivo de los editoriales de este periódico.
Con el correr del tiempo, las necrológicas pasaron de mero informe biográfico de la vida del difunto a una semblanza. Generalmente se resaltaban los aspectos positivos del finado, como cuál fue su legado, sus anécdotas y recuerdos entrañables, aspectos positivos de su carácter, etc. Es decir, en la mayoría de los casos eran panegíricos.
Los estudios sobre obituarios en prensa española y británica llegaron a otra conclusión. Buena parte de las necrológicas eran de personajes de la cultura (especialmente músicos). “¿Son los personajes de la cultura los héroes de nuestra sociedad, aquellos que merecen, sobre otros, un último homenaje y revalorización?”, se preguntaba de la Fuente Escribano.
Groucho Marx también era un personaje de la cultura pero no escribió su obituario ni su epitafio, aunque sí una biografía (muy recomendable), Groucho y yo. ¿Pero qué habría dicho de sí mismo ante su tumba? ¿Cómo habría querido que fuera su propia elegía o necrológica?
Recientemente la periodista Meg Dalton se hizo esa pregunta. Y decidió redactar su propio obituario. “Lo que más me costó fue escribir la parte que describe cómo era la persona y cómo pasó su vida. La razón fue porque todavía estoy averiguando cómo quiero vivir mi vida. A lo largo del proceso de redacción de la necrológica tuve que preguntarme repetidamente: ¿Cómo quiero que me recuerden? ¿Qué huella quiero dejar en la vida de la gente? ¿Qué me aporta alegría?".
Ante el bloqueo, la periodista preguntó a algunos insignes redactores de obituarios. John Pope, que los escribe desde hace 43 años en el New Orleans Times-Picayune, le contestó que la tarea de un escritor de obituarios es encontrar el 'momento Rosebud', en referencia al nombre del trineo de la infancia del protagonista de la película Ciudadano Kane, el recuerdo de un mundo donde el poderosísimo y solitario magnate fue realmente feliz.
Linnea Crowther, que lleva 32 años escribiendo editoriales para Legacy.com, le reveló a Dalton que todo el mundo tiene una historia que merece ser contada. “Algunas de las necrológicas más maravillosas y fascinantes que he leído en mi carrera han sido de personas que no eran famosas ni conocidas por todo el mundo, pero que fueron muy queridas por alguien en su vida". La emoción es lo que hace brillar a una necrológica; es lo que da vida a la historia, concluyó.
Harrison Smith, reportero de obituarios de The Washington Post, confirmó a Dalton que siempre buscaba citas o anécdotas reveladoras, algo que captara la forma de ser de una persona.
Con esas respuestas, la periodista se hizo esas preguntas. "¿En qué se diferencia mi vida de todas las demás? ¿Qué hace que yo destaque?". Al final destacó dos rasgos de su carácter: la empatía y la curiosidad.
Algunos psicólogos no tardaron en darse cuenta del potencial terapéutico de escribir el propio obituario. Enfrentarse con la propia muerte ofrecía beneficios en vida, opinaban. Uno de ellos, Jim Bugental sentenció ya en 1973 que “las ocasiones más significativas y vitales de nuestras vidas suelen ser aquellas que nos obligan implacablemente a enfrentarnos a la contingencia, la responsabilidad, el absurdo, la soledad y ese final último e inexorable de nuestro ser familiar al que cada uno debe dar el nombre de "mi muerte".
Bugental y otros psicólogos llegaron a la conclusión de que la escritura de necrológicas tenía por objetivo “promover la capacidad de las personas para experimentarse a sí mismas como vivas en el aquí y ahora (a corto plazo) y despertar la posibilidad de vivir más plenamente y de acuerdo con sus valores (a largo plazo)”.
Así que se pusieron manos a la obra y empezaron a hacer trabajos de campo. Uno de los experimentos se realizó con estudiantes de la Universidad de Stanford. Por si el lector quiere hacer su propio obituario siguiendo este experimento, estas fueron las instrucciones iniciales:
Daba algunas preguntas-guía para facilitar la escritura del obituario:
El ejercicio terminaba con la siguiente frase: “Piense en grande. Imagine posibilidades. Recuerde sueños y pensamientos inspiradores que haya tenido en el pasado”.
Al igual que la periodista Meg Dalton, los estudiantes sufrieron un malestar inicial al enfrentarse a cuestiones tan trascendentales. “No sabía ni por dónde empezar” o “no sabía ni qué decir” fueron respuestas habituales. Pero poco a poco fluyeron las palabras. El truco para la mayoría fue escribirlo en tercera persona, en vez de en primera.
A algunos alumnos les surgieron preguntas incómodas como "cuándo y cómo moriré", "a qué edad", "quién de mi familia estará vivo para llorar mi ausencia", pero también hubo elementos positivos. A la mayoría le hizo reflexionar sobre “lo que es más importante para ellos en la vida”, cosas que "nunca se habían tomado el tiempo de pensar".
En palabras de los autores del estudio, los resultados sugerían que hay “un cambio transformador en la dirección de un mayor sentido de aceptación, apreciación y asombro hacia las posibilidades de vivir la vida que uno imagina”. Una estudiante fue especialmente sincera: confesó que el experimento "le abrió los ojos al hecho de que todo lo que siempre quiso hacer con su vida hasta ahora no había sucedido". Algo es algo. Como decía el epitafio –este sí verdadero- de Frank Sinatra: “Lo mejor está por llegar”.