Ya lo advierte Martin Llade al principio de este nuevo libro: “Que la realidad irrumpa con su lógica simplista y escasamente imaginativa sería muy poco deseable para el autor, y este espera que también para el lector”. La idea es original: ¿por qué no utilizar el humor para imaginar lo que nunca fue? ¿Por qué no juntar a un Mozart maduro y a un Beethoven que vuelve a oír? ¿Por qué no conjeturar que Rajmáninov tenía una mano de más y que Dvorak vivió con una tribu india antes de escribir su Sinfonía del Nuevo Mundo?
Hay veces (muchas) que para entender mejor la verdad hay que echar mano de la ficción y del humor, y Martín Llade lo sabe bien. Desde 2007 lleva deleitándonos en Radio Clásica con sus historias sobre músicos y sobre la música, y también en las páginas de la revista Scherzo, de donde proceden gran parte de los relatos ahora publicados en ‘El horizonte quimérico’ (Musicalia Scherzo-Antonio Machado Libros). Martín Llade es uno de los grandes nombres de la divulgación musical en este país, deudor entre otros de Fernando Argenta o José Luis Pérez de Arteaga, a quien rinde homenaje colocándolo en el cielo entre un público de genios musicales prestos a escuchar a su admirado Mahler.
Martín Llade desarrolla en estos relatos una fecunda imaginación para colocar a los más grandes músicos ante situaciones inverosímiles, pero que, curiosamente, arrojan luz sobre su verdadera personalidad. Encierra en una celda a Mozart niño durante varios días para demostrar ante los escépticos que el mocoso es quien compone, y no su padre; o coloca a un Albéniz de diez años –‘El Chamaco Gachupín’- al frente de una banda de forajidos mexicanos antes de huir a España.
Pone a los músicos en las situaciones más inverosímiles: a Holst le rodea de extraterrestres admirados por ‘Los Planetas’; a Haydn en viajes astrales que explican su prodigiosa inspiración; a Ennio Morricone en un Cinema Paradiso en el ídem (“¿cómo quieres que se llamara el cine del cielo?, le pregunta su compañero del alma Sergio Leone).
Se imagina Martín Llade que un celoso Stravinski quiso montar una banda de pop para competir con los Beatles, que Johann Strauss hijo compuso una obra titulada ‘Radetzki, márchate” para hacer sombra a la ‘Marcha Radetzki’ de su padre, o que el fontanero Philip Glass descubrió su musa en la perpetua gota de un grifo estropeado.
Por el libro desfilan un Saint-Saëns quejoso de estar enterrado en Montparnasse y no en Père Lachaise, al lado de Chopin, Bellini o Bizet; a un alucinado Gerswhin en un concierto en Harlem, extrañado de esos negros que sabían de forma natural lo que a él le costó tanto aprender; a una fría y malhumorada Nadia Boulanger, que descubre gracias a un alumno que también tiene corazón.
No hace falta destripar más el libro. Solo añadir algo: ese humor de Martín Llade, tan compatible con su erudición musical, está emparentado en ocasiones con el de Groucho Marx o el de Woody Allen, como en la escena en que Wagner se esconde de Cósima para tocar, ataviado con una kipá, su ópera judía ‘El rey David’.