Usted, aficionado a comer en restaurantes o bares, lleva tiempo escuchando hablar de la quinta gama. Posiblemente lo que le llega sea en términos despectivos: la quinta gama contra la comida casera. La comida industrial contra la cocina artesanal de un restaurante. La fábrica contra la cocina de la abuela. Rebobine y lea, porque ni la quinta gama es una pesadilla ni un fraude contra los disfrutones ni toda la comida que se elabora en un restaurante es exactamente casera ni tampoco sinónimo de calidad.
Tampoco es que sea la tierra prometida. Es una posibilidad que le ofrece el mercado, que dispone de una oferta casi infinita y de todos los niveles. Y ofrece ventajas e inconvenientes. Pero sobre todo, los productos que ofrece son buenos o malos en función del proceso, el conocimiento, la técnica y la materia prima. Igual que ocurre en un restaurante. Y en su casa.
Técnicamente, la quinta gama son productos que han sido sometidos a un tratamiento térmico (generalmente, pasteurización), lo que saca de la ecuación la contaminación por patógenos, pero protegiendo todas las cualidades y el valor nutricional del producto. A esta comida no se le añaden sustancias ni conservantes adicionales. En sus cocinas trabajan cocineros, no alquimistas con sacos de mejunjes químicos en las manos. La calidad de la materia prima marcará la diferencia en una y otras marcas. Pero, per sé, no es sinónimo de baja calidad.
No apueste a que unas patatas congeladas de quinta gama tienen menos calidad y más riesgo que unas cortadas en un restaurante y enjuagadas en un barreño de plástico. Las primeras se elaboran igual que las segundas, pero se envasan en una atmósfera protectora, con sofisticada maquinaria, a un temperatura entre los 0º y los 4º. La relación de las patatas y el barreño según los casos podría dar para un relato de Stephen King.
Entre las grandes confusiones (a veces es simple desconocimiento y otras son distorsiones interesadas) destacan dos: que la quinta gama equivale a baja calidad y que son platos precocinados. Ni lo uno ni lo otro. Con matices: la quinta gama de baja calidad —enfocada especialmente a colectividades como hospitales o colegios, donde se compite por precio— puede ser de tan mala calidad como la de un restaurante que también quiere competir con precios bajos y recurre a materia prima de tercera y cuyos estándares no son precisamente un buen ejemplo.
Y la que aspira a servir a restaurantes de cierto nivel —que los hay, aunque cuesta que abandonen el anonimato— ofrece estándares tan elevados como para que no se distinga de lo que el cliente espera —y paga— en un sitio de prestigio.
Si lee usted en la carta de un restaurante que tienen croquetas de rabo de toro, de gambas y algas, de jarrete, de pulpo, de buey, de carabinero, unas de queso de cabra con pipas y nueces; de chipirón en su tinta, de pollo asado, de espinacas y pasas, de boletus o las de cuatro quesos, descarte inmediatamente que en la cocina haya un súper cocinero produciendo tal variedad de masas y croquetas.
Posiblemente estén todas entre ricas, muy ricas y aceptables. Pero está ante una quinta gama de libro. Incluso algunas vienen con las deformidades irregulares de las amasadas a mano, sin formas geométricas perfectas. Ese festival croquetero es posiblemente el cénit de la quinta gama.
“¿Qué diferencia hay entre hacer unas croquetas en nuestra cocina o en la de un restaurante?”, se pregunta Álex Patulle, socio junto a José Manuel Fidalgo en Innova Chef, unas de las empresas de quinta gama que destaca por su calidad. “Las croquetas son el gran ejemplo. Antes, las congeladas se vendían en los lineales de los supermercados y hoy hay grandes especialistas, que las hacen con una calidad extraordinaria.
La diferencia es el rigor fitosanitario que nosotros tenemos, incluso por encima de muchos restaurantes, que no digo que no lo tengan, pero Sanidad es más rigurosa e incisiva con la industria. Trabajamos con maquinaria específica para ultracongelación y conservación. Nosotros, por ejemplo, no dejamos reposar una bechamel a temperatura ambiente. Esto ha cambiado mucho. Estamos en una nueva era de la quinta gama”, agrega.
La terrina de milhojas de oreja, las costillas de vacuno confitadas, el carpaccio de carabineros, la brocheta confitada iberico al curry o los fondos de rape y marisco. El pisto de verduras o la ensaladilla. Busque en los catálogos de algunas de estas empresas y pruebe. Si la pregunta que se hace es '¿está rico?' y '¿tiene una calidad-precio razonable?' igual le sorprende su propia respuesta sin interrogarse por si se han elaborado en una cocina de un restaurante tradicional o en la cocina de vacío de un cooking center.
“No hay que discutir si es más buena o menos buenas, sino el saber hacer de las personas que hacen sus productos. ¿Qué es un flan casero en un restaurante? ¿El que se hace con huevo ecológico de gallina alimentada con pulpa de aceituna o el que se hace con polvos? Nadie lo pregunta. El calificativo de casero abre las puertas. Nosotros hacemos mucha placa de cochinillo y veo que hay mucha diferencia de precio con otros proveedores. Pero es que yo los hago con cochinillos de cuatro kilos. Otros lo hacen con cerdos de 20 kilos. La diferencia está en el saber hacer, la honestidad y la apuesta por la materia prima”, defiende Patulle.
En torno a la quinta gama se abren tres debates paralelos al de la calidad: qué ventajas tiene para el sector, si se debe avisar al cliente que consume productos que no han sido elaborados en el establecimiento y la clasificación de esta actividad.
La secretaría de Estado de Pymes, Comercio, Artesanía y Turismo de Francia ha elaborado un plan que incluye la obligatoriedad de que los 175.000 restaurantes del país galo de informar a los comensales si los productos que consumen han sido elaborados en sus cocinas. Pretenden así proteger a los cocineros que siguen elaborando cada día todo lo que sirven en sus platos, blindar el prestigio de la gastronomía francesa y proteger al consumidor. Algunos cocineros han aplaudido la norma. Otros no. Adivinen por qué.
En realidad, Alemania e Italia ya se habían adelantado a Francia. En la propia norma subyace una desconfianza por los productos de quinta gama, aunque es indiscutible que el cliente tiene derecho a no ser engañado, especialmente porque comer en la calle es una cuestión de expectativas y de confianza en la maestría de un cocinero. “Me parece fabuloso que la gente sepa antes de entrar si en el restaurante se cocina con producto fresco”, dice el cocinero David de Jorge quien opina que “la quinta gama es una maravilla siempre que sea de calidad”.
He ahí la cuestión filosófica: restaurantes que hoy podrían funcionar sin cocineros, sin compra de producto fresco, que siempre lleva un riesgo aparejado; que pueden abrir sin cocina, sin salida de humos ni fogones. Les sirve contratar a una especie de técnicos que sean disciplinados siguiendo las instrucciones del proveedor, un horno regenerador para el producto, un roner (regenera al baño maría con circulación de agua con los productos embolsados) o un horno de vapor. Incluso algún microondas profesional sirve.
Entre las ventajas de la quinta gama para el sector hay algunas no menores: vadear la creciente dificultad para encontrar profesionales, la reducción de costes, la ampliación de la oferta -que puede ser casi ilimitada-, la rapidez en atender a los clientes, la regularidad —el plato siempre será de la misma calidad— el recorte de tiempo en el servicio, los precios ajustados y menos inseguridad alimentaria.
En contra, la sensación de que has comido los mismos platos en otros sitios, que cobren un plato igual que si hubiera sido elaborado en la cocina con los costes y el conocimiento que conlleva y algo más determinante la idea clásica de que uno va al restaurante a comer porque espera algo especial del cocinero. Esa parte innegociable que es el conocimiento, la experiencia, el mimo y la exclusividad. Quizás por eso, muchos que utilizan productos de este tipo se niegan a admitirlo. Porque cuestiona la autenticidad de su restaurante y sienten que se devalúa su profesionalidad.
Ciertamente es posible que el otro debate abierto por la industria tenga parte de razón: la necesidad de una nueva clasificación para estos productos de calidad o al menos su segmentación respecto a la otra producción de quinta gama. “La normativa está desfasada” dice Patulle, quien reclama “una puesta al día de lo que representa por calidad y excelencia”. “Nadie se cuestiona si las anchoas vienen en conserva o se hacen en el restaurante. O de donde viene el pulpo cocido: los mejores son los que hace la industria”, añade el socio de Innova chef, quien además es miembro de la Academia de Gastronomía y Turismo de Andalucía, catador de vinos y tuvo formaciones profesionales en destacados restaurantes triestrellados.
Otro de los referentes del sector es la empresa madrileña Dapsa, especializada en casquería. Llevan casi 40 años distribuyendo despojos de la mejor calidad por todo el mundo. Y desde 2005 producen una línea de platos cocinados que se utilizan en más establecimientos de los que creerían. Sus callos a la madrileña o su carrillera estofada son uno de los ejemplos de calidad de quinta gama. “Ojalá nuestras cocinas se abrieran al público, que algún programa de televisión viniera a verlas, a comprobar cómo cocinamos y cómo hacemos una placa de cochinillo”, sugiere Patulle.
Aún no se cierra el debate de la quinta gama y ya viene el de la sexta: alimentos deshidratados o liofilizados. Son de origen vegetal y experimentan una modificación de la textura de la materia prima. Pueden ser mezclados con otros ingredientes, con colorantes o potenciadores del sabor.
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