El personaje infantil más famoso del siglo XXI es un parrillero de hamburguesas malpagado y explotado que, sin embargo, trabaja radiantemente feliz. Su jefe atesora una receta insuperable, y él, ese cocinero de grasa y kétchup, el machaca del fogón con la sonrisa irreductible, posee un talento malabarístico y una pasión su trabajo, por el placer que dispensa entre la clientela, que compensan sin fisuras el sudor, las horas y la ingratitud congénita de su patrón, el avaro Señor Cangrejo.
Esto no es una diatriba contra la hamburguesa. Lo que Anthony Bourdain define como “carne picada, con sal y pimienta, moldeada en forma de masa, asada o dorada a la parrilla y luego insertada entre las dos mitades de un panecillo”, es decir, ese popular bocadillo que “generalmente, pero no necesariamente, va acompañado de lechuga, una rodaja de tomate y kétchup”, es uno de los inventos más sencillos y divertidos que ha propiciado el hambre de los humildes en las sociedades industriales. Una hamburguesa rica puede hacerte muy feliz. Lo hemos aprendido en carne propia y, también, viendo a Bob Esponja voltear discos con la espátula.
Precisamente porque alabo la sencillez imbatible de la hamburguesa odio la hamburguesa premium. O dicho en lenguaje vulgar, odio la hamburguesa pija, aquella que cuesta 14 o 16 o 20 euros, lo mismo que un menú del día competente en un restaurante de los que todavía guisan condumios a diario, con su primer plato, su segundo y su postre (o café). ¿Qué justifica que un bocata de carne barata cueste tanto dinero? ¿Las salsas? ¿El queso fluorescente? ¿Las patatas congeladas que simulan llevar piel?
La relación entre el valor y el precio de una hamburguesa se ha desmadrado en una época en la que casi todos los mercados han desconectado ambos conceptos, incluidos nuestros salarios. ¿Qué sueldo merece un parrillero? ¿Cuánto valen nuestro tiempo, dedicación, formación y talento? Casi nunca lo que, efectivamente, cobramos.
Quizá porque aceptamos ese desequilibrio mercantil, también congénito a nuestro siglo y que pervierte nuestro mundo, o porque ni siquiera nos aliamos como jornaleros para atajarlo, casi todos los servicios y bienes de consumo se atribuyen ya, con una insensatez pasmosa, precios injustificables si los analizamos desde el sentido común. ¿Unas zapatillas de deporte 120 euros? ¿El 10% de tus ingresos mensuales? ¿En serio?
Volvamos a la hamburguesa como ejemplo mayúsculo de este timo global. Su mercado se divide, básicamente, en cuatro tramos:
'Crudo', el último ensayo gastronómico que nos dejó Bourdain antes de su mutis definitivo, contiene una maravillosa reflexión sobre esta ramificación del mundo burguer, sobre cómo el turbocapitalismo ha sustraído a los humildes una de sus comidas predilectas: “La deriva es inexorable y la hamburguesa ‘buena’, la de diseño, la que te merece la confianza suficiente para dársela a tu hijo, la que quieres que tus amigos te vean comiendo, por esa hamburguesa… son veinticuatro dólares, si es tan amable”.
Y lo alucinante es que, efectivamente, los pagamos. Por un bocata de carne picada. Aunque luego no cobremos semejantes tarifas por el equivalente en nuestro trabajo.
El asunto en cuestión contiene cuatro fenómenos:
Vayamos por partes, con una cita para cada epígrafe.
“En 2005, la FAO pronosticó que el consumo global de carne y productos lácteos se duplicaría en 2050, una predicción que está manteniendo su rumbo obstinadamente. La transición es especialmente pronunciada en China, donde un 80% de la población era rural en 1980, pero en la actualidad un 53% de la gente vive en las ciudades y se prevé que en 2025 lo haga un 70%. En 1982, el chino medio comía solo trece kilos de carne al año; hoy, esa cifra es de sesenta kilos y va en aumento. Aunque es solo la mitad de la que come el estadounidense medio, significa que los chinos en la actualidad consumen una cuarta parte de la carne del planeta y el doble que Estados Unidos, un país al que le encantan las hamburguesas”.
La cita anterior es de la formidable Carolyn Steele, en su libro 'Sitopía', donde, aparte de nuestro furor por la carne, también apunta este otro fenómeno: “ En Occidente puede ser difícil calcular cuánta carne comemos, ya que casi todos los animales que en su día pastaban por nuestros campos han desaparecido”. Las vacas y pollos y cerdos cuyos organismos rellenan los poliespanes se hacinan en granjas ocultas a nuestros ojos.
Bourdain ahonda en la fase siguiente a ese maltrato animal de las macrogranjas: el procesado de la materia prima, que por supuesto no siempre es carne tal cual la conocemos. Menciona un artículo de The New York Times que desveló que “el gigante de la industria alimentaria Cargill’s tenía por costumbre elaborar esas hamburguesas a las que llamaba ‘American Chef’s Selection Angus Beef Patties’, con, entre otras cosas, una mezcla de restos de matadero y una especie de puré elaborado con desperdicio, y que los ingredientes procedían de mataderos de Nebraska, Texas y Uruguay, y de una empresa de Dakota del Sur que procesa los restos de grasa y los trata con amoniaco para matar las bacterias”. Ahora se entienden mejor los precios del supermercado, y el sobrecoste brutal de la cadena multinacional.
Como “en nuestros días, un altísimo porcentaje de la carne de hamburguesa que se produce en Estados Unidos contiene restos de las piezas externas del animal que antes solo se consideraban ‘seguras’ para consumo de animales domésticos”, estandarizadas además con amoniaco y otras químicas, el mercado ha corrido a proporcionar una alternativa, menos miserable y de presunta calidad superlativa. Si McDonald’s o Burguer King recurren a apellidos con estrellas Michelin, los grandes distribuidores como Cargill’s se inventan otros “muchos apellidos ilustres” para la carne roja superior: “buey”, “angus”, “wagyu”, “madurada”, etcétera.
Con estos otros animales, cuya alimentación, estabulamiento, reproducción y sacrificio tampoco conocemos muchos detalles, más allá de los eslóganes y de las propagandas pagadas en medios de comunicación e influencers, se elaboran las hamburguesas premium: las que cuestan, siendo carne picada, tanto como un solomillo.
Lo cual completa un proceso perverso: puesto que la hamburguesa sencilla y barata ya no es hamburguesa en realidad, la única alternativa para zamparte una hamburguesa verdadera (que no proceda del tendón de un castor y que esté libre de amoniaco) has de aceptarla como un lujo. Así muere la comida popular. Así, las zapatillas de deporte, que duran apenas un año y que no sirven para hacer deporte, a 120 euros. Así, jornaleros digitales con carrera universitaria cobrando diez mil euros brutos al año.
¿Por qué toleramos que nos traten de imbéciles? ¿Por qué nos creemos que la hamburguesa de un euro es carne, que la de ocho euros de McDonald’s procede de una ternera real, y que la de veinte pavos ha sido criada por maestros japoneses, peinada por geishas y alimentada con forrajes primaverales del monte Fuji? ¿De verdad necesitamos tanta carne, infame o no, en nuestra dieta, en nuestro disfrute, en nuestras perezas?
En ocasiones, es difícil identificar una carne procedente de una ganadería intensiva y de una distribuidora de amoniaco. Pero no lo es hacerlo con una carne de proximidad, de un animal criado cerca de tu casa, ciudad o pueblo. Basta con ir a un carnicero y pedirle medio kilo de carne picada buena, del lugar. Sal, pimienta, sartén y pan. Ya está.
Odio las hamburguesas pijas porque odio lo poco que cobro normalmente por mi trabajo. Y ambos desequilibrios forman parte del mismo mecanismo: separar toda lógica entre el valor de las cosas y su precio. Si no me pagas lo suficiente, no soy un asalariado, sino un esclavo. No soy carne, sino picadillo industrial para alimentar tu beneficio desmedido. Así que no puedo tolerarlo, maldito señor Cangrejo. No pienso pagar nunca por tu bocadillo más de lo que me costaría cocinarlo. No pienso someter mi sonrisa a tu clamoroso timo.
Suscríbete a la newsletter de Gastro y te contamos las noticias en tu mail.