Las cuidadoras familiares reclaman un salario: "El amor ni paga facturas ni llena la nevera"

Hace casi un cuarto de siglo que Ana Díaz, granadina de 54 años, dejó de trabajar, justo cuando sus dos hijas mellizas nacieron. Un parto prematuro y complicado provocó que una de ellas sufra parálisis cerebral. Tiene una discapacidad del 95% y el tercer grado de dependencia, el más alto que existe. “Renuncié a mi vida profesional con todo el dolor de mi alma, pedí una reducción de jornada, pero no me la aceptaron”, explica. Era comercial. La joven necesita ayuda en todo, no puede hablar ni caminar. Los cuidados que requiere son complejos por lo que a las personas de su entorno cercano les da miedo quedarse a cargo de ella, puede convulsionar. 

Díaz todavía recuerda los largos y continuos ingresos hospitalarios cuando su hija era pequeña, encadenaba bronquitis y neumonías, una vez estuvo en coma. “A las empresas no les interesa una persona con tantas citas médicas”, lamenta. Confiesa que sufre un desgaste físico y psicológico importante: “Tiene 24 años, cada vez pesa más y yo me hago mayor, ya no estoy como antes”. 

Sufrió la poda presupuestaria del año 2012, cuando el Gobierno, liderado por Mariano Rajoy, dejó de pagar la cotización de las cuidadoras familiares a la Seguridad Social, algo que no se recuperó hasta 2019 y que afectará a su futura pensión de jubilación. A casa de Díaz llegan dos subsidios económicos: la prestación por hijo mayor de edad a cargo, de 507 euros mensuales, y la ayuda a la dependencia, de 445 euros también al mes.

A esta última no podría optar si hubiese llevado a su hija a un centro de día, donde la atenderían unas horas. Muchas familias recurren a este recurso cuando las personas dependientes cumplen 21 años y tienen que abandonar el centro educativo, pero los dos apoyos no son compatibles. 

Para Díaz, las ayudas con las que cuenta son insuficientes porque cuando su hija cumplió un año y medio dejó de recibir muchos tratamientos en el hospital: “Tuve que costear de mi bolsillo todas las citas de terapia ocupacional, logopedia y fisioterapia, vitales para ella”. Asegura que el coste total ascendía a más de 1.000 euros mensuales. 

Por todo ello, forma parte de la Plataforma Estatal de Cuidadoras Principales, creada en mayo, cuando un grupo de madres se enteró de que el Gobierno trabajaba en una reforma de la ley de dependencia. Ahora, en el Día Internacional de los Cuidados y el Apoyo, celebrado el 29 de noviembre, son 700 personas, la mayoría mujeres con niños y jóvenes a cargo. Piden que se equiparen las prestaciones de cuidados en el entorno familiar con el salario mínimo interprofesional, de forma ajustada según los grados de dependencia. Para el más alto demandan 1.134 euros mensuales.

“Desde la promulgación de la Ley de Autonomía Personal y Atención a la Dependencia en 2006, estas prestaciones no han sido revalorizadas al IPC. Por tanto, la pérdida de poder adquisitivo de las personas que desarrollamos una labor ininterrumpida de 24 horas al día los 365 días al año, ha sido enorme, con la consiguiente repercusión en la calidad de vida de todo nuestro entorno familiar”. Exigen que dejen de llamarlas cuidadoras no profesionales. 

Solicitan también que las personas trabajadoras por cuenta ajena y autónomas que, además son cuidadoras de un familiar en situación de dependencia severa, puedan acceder a una jubilación anticipada sin pérdida de remuneración. “La carga física y mental se multiplica cuando además se trabaja fuera de casa. Este desgaste puede equipararse al de determinados colectivos de trabajadores que sí se encuentran protegidos por esta medida”, reivindican. 

Denuncian que se enfrentan a una desprotección económica tras la pérdida de su familiar dependiente. Por ello, solicitan una prestación por “interrupción de cuidado de larga duración”, similar a un subsidio de desempleo temporal, que garantice una protección económica, facilite su reintegración laboral y evite empleos informales. Exigen, además, que se eliminen las incompatibilidades entre servicios y prestaciones porque “aumentan la carga de trabajo y el estrés”. Por otro lado, reclaman una prestación más completa para cubrir las terapias y un plan de emergencia en caso de hospitalización o incapacidad temporal del cuidador principal. 

Céline Rodríguez, de 47 años, también forma parte de la plataforma. Ella no ha tenido que dejar de trabajar, pero su marido, que ejercía de cocinero, sí. Su hijo de 7 años tiene el síndrome de ATRX, además de una miocardiopatía, lo que le produce un retraso psicomotor, no puede hablar ni sostener la cabeza de forma correcta. Por ello, tiene un 75% de discapacidad. Rodríguez no sabe el grado de dependencia de su pequeño porque lleva dos años en lista de espera para que le sea reconocido, lo que les impide recibir ayudas: “Sufrimos violencia administrativa”. Entre terapias y productos farmacéuticos gasta 900 euros mensuales. “Los pañales que cubre la seguridad social son muy grandes y él todavía es pequeñito”, explica.

En el embarazo los médicos no detectaron ninguna anomalía, “pero cuando nació todo se puso patas arriba”. Sus rasgos eran diferentes al del resto de niños que ella conocía, tenía el paladar abierto, presentaba muchos problemas respiratorios, no contaba con reflejos de succión para tomar leche y presentaba un coágulo en una vena principal.

Ahora se alimenta por una sonda, un proceso muy lento debido a sus intolerancias y problemas digestivos. En una ocasión entró en shock circulatorio, “su cuerpo dejó de funcionar” y estuvo en cuidados intensivos. “Entras en un modo de supervivencia brutal, no te da tiempo ni a llorar”, relata. Acude al psicólogo para gestionar mejor la situación. Los inviernos y los otoños son muy duros porque el menor se contagia de muchos virus que le impiden ir al colegio de educación especial, como le ocurrió la semana pasada. En otras ocasiones necesita ser hospitalizado. 

"Entras en un modo de supervivencia brutal, no te da tiempo ni a llorar".

Fue en el año 2022 cuando se mudaron a España, antes vivían en Harlem (Países Bajos) y su situación era muy diferente. “En el extranjero nos estimaron el tiempo que requería atender al niño y nos ofrecieron dos opciones: Facilitarnos un cuidador asalariado durante unas horas o pagarnos un sueldo de 2.000 euros brutos si nos encargábamos nosotros de atender al niño”. Eligieron la segunda alternativa por la complejidad que entraña el diagnóstico del niño.  

Rodríguez siguió trabajando y su pareja renunció a su vida laboral. Aun así, les facilitaban una enfermera diez horas a la semana para que pudiesen “descansar un poco”. Echa de menos esta figura, sobre todo, en los ingresos hospitalarios cuando necesitan un relevo. Le gustaría tener en Madrid las mismas ayudas con las que contaba en Harlem y considera esencial que las personas cuidadoras puedan decidir si se encargan ellas de sus familiares o si se responsabiliza un cuidador. Pero sea de una forma o de otra, considera vital contar con más apoyos: “Tengo 48 años y no me veo con 64 trabajando sin dormir. Mi hijo necesita atención las 24 horas al día y las noches son muy complicadas, hay que regular y reconocer nuestra labor, necesitamos respiros semanales”.  

Patricia Giménez, barcelonesa de 51 años, se ha ido de vacaciones cuatro días este verano por primera vez en 13 años, la edad que tiene su hijo, que padece autismo severo. Ambos conforman un hogar monomarental. Tardó cinco años en recibir una ayuda, valorada en 450 euros, desde que el menor fue diagnosticado. “Es una lucha constante con la Administración”.  

Durante mucho tiempo pagó de su bolsillo los apoyos necesarios para que su hijo acuda a una escuela ordinaria, donde considera que está más integrado, y no a un centro de educación especial, donde estudia ahora, porque en secundaria no le admitieron en el otro tipo de enseñanza. “Estamos condenados a ir a un colegio concertado que tengo que costear y que, además, está fuera del barrio, alejado de sus antiguos compañeros, los vecinos”, protesta.

Después de mucho tiempo, Giménez ha vuelto a trabajar a jornada completa porque ahora ejerce su oficio de forma telemática, pero el menor no desarrolla ninguna tarea con autonomía y siempre tiene que estar pendiente de él: “Mi salud está hecha polvo. Renuncias a tu vida”.

No para de pensar en las madres octogenarias que tienen que seguir cuidando a sus descendientes "por la mañana, por la tarde y por la noche sin ayuda”. Le decepciona no haber recibido todavía una respuesta institucional a sus reclamaciones: “Que no se olviden de que nosotras sostenemos el sistema de cuidados, pero el amor no paga facturas ni llena la nevera”.

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