Las olas de Barbate siguen rompiendo en la playa mientras los surfistas compiten por dar su mejor versión en la tabla. Los camiones vuelven como cada mañana a descargar en ‘la plaza’, donde los puestos se decoran con pescados frescos mientras los clientes miran de reojo los precios. Y el Carnaval hace su aparición en escena, con una semana de retraso, llenando las peñas, invadiendo las calles con confeti y pintando dos coloretes en los mofletes que, como ocurre ahora, ayudan a camuflar las penas.
En Barbate todo sigue igual. Salvo porque nada sigue igual. La coctelera de dolor, pena, rabia, impotencia y desesperación vuelve a removerse en las entrañas de cada vecino. Dolor por el asesinato. Pena por la injusticia. Rabia por la falta de recursos. Impotencia por no conseguir ser escuchado. Y desesperación por, pese a años de dar la mejor cara, volver a ver el nombre de un pueblo ligado al de la droga.
Todo el mundo ha vivido su propio duelo ante lo ocurrido enfrente de su playa, el asesinato a dos agentes de la Guardia Civil tras ser embestidos por una narcolancha. “Lo hemos sentido como si fueran nuestros hijos”, son las palabras de Antonia, pensionista, que junto al coro de mayores con el que se reúne para ensayar, comenta lo ocurrido. Ella habla con la rabia que solo da hacerlo desde el estómago y no duda en alzar su voz para señalar a los políticos: “Yo veo ahí que a nadie le importa nada”. Y ese parece ser el sentir del barbateño de a pie, que tiene la sensación de que, desde el cementerio hacia fuera, a nadie le importa lo que ocurre en el pueblo.
Porque Barbate ha sido olvidado durante mucho tiempo. Consigue tener repercusión cuando el calor hace acto de presencia y sus playas y bares se llenan para luego pasar a un estado de hibernación hasta el siguiente período estival. Se le olvida como a los pueblos de la España vaciada, esas zonas que ven cómo no obtienen recursos y que parecen estar destinados a una muerte lenta por la Administración. Y, aún así, en ese olvido por parte de quienes mueven inversiones, el pueblo ha conseguido salir adelante. Gracias a, como en cualquier lugar donde queda dignidad, el calor y trabajo de su gente.
“Me levanto todos los días a las seis y media de la mañana”, comenta una empleada de una farmacia mientras limpia la acera de porquería. Lo dice con la indignación y la incredulidad que dan tener que recordar que madrugas, como única defensa para que la gente de fuera vea en ti la honradez que te han quitado al apellidarte con el narcotráfico solo por tu lugar de residencia. “Me ha costado mucho trabajo, a mí y a mi marido, tener una casa para los dos”, añade, como si esa no fuera la realidad de muchos españoles y como si un viento de levante haya sacado de esa realidad a Barbate.
El pueblo también es Petra, alemana de origen, que después de años por la zona ha decidido montar su tienda en Barbate: “Trabajar aquí es lo mejor, esto es un sueño”, son las palabras de quien ha nacido en otra cultura y se ha enamorado de un pequeño lugar del sur de Europa. En la tienda de al lado están Conchi y su hermana, que bromean con ella sobre lo encantada que está con la zona: “Petra se porta muy bien con nosotras, lleva poco tiempo aquí pero para Reyes nos hizo un regalo”, sentencia para dejar constancia del hermanamiento.
Por la avenida principal resuena el color y la música, símbolos del pasacalles infantil que tiene lugar el viernes por la mañana, uno de los eventos del Carnaval. Padres y pequeños de todos los colegios se visten con sus disfraces y desfilan para regocijo del resto de familiares, cámara en mano. El motivo de este año, 'culturas del mundo', todas unidas en una sola. Resulta hasta premonitorio pensar que esa decisión se tomó antes de que el pueblo ya se reuniera el lunes pasado ante el ayuntamiento para condenar lo ocurrido. O será que esa unión está en el subconsciente de todos y aflora en los momentos relevantes.
El Carnaval retoma sus actividades tras la suspensión del fin de semana pasado. Las coplas pospuestas de charangas, chirigotas y comparsas ya empiezan a resonar y no faltarán, ningún año ocurre, las más mordaces críticas, las que no resuelven problemas pero dejan unas cuantas caras coloradas. Es parte de la normalidad de una población que recurre al desahogo como herramienta para liberarse de la rabia y centrarse en lo importante, construir.
Barbate seguirá haciéndose a sí mismo, no le queda otra. Los surfistas sortearán más olas, se pintarán más coloretes en las mejillas y se cantarán más coplas en las calles. Se hará con el esfuerzo diario de sus vecinos, los que se han quedado aquí y los otros muchos que han ido llegando, unas veces enamorados del lugar y otros casi empecinados en sacarlo adelante. Y se hará con la paciencia con la que se construye un castillo de naipes, sabiendo que, en cualquier momento, la decisión de un malnacido puede destruirlo, pero con la convicción de que, si ese fuera el caso, como ha ocurrido ahora, entre todos volverán a levantarlo.