La hepatitis es una enfermedad frecuente, potencialmente y temida en todo el mundo, si bien existen importantes diferencias entre unas modalidades y otras de esta dolencia. Uno de los grandes problemas asociados a ella es que en demasiadas ocasiones las personas contagiadas no son conscientes de ello, por lo que pueden contagiar con facilidad al resto. Como resultado, según los datos que maneja la Organización Mundial de la Salud (OMS), alrededor de 325 millones de personas sufren hepatitis B o C en todo el mundo, tratándose de la segunda patología infecciosa que causa más muertes en el Planeta, solo por detrás de la tuberculosis. ¿Qué clases de hepatitis existen, cómo se contagian y cuándo puden resultar mortales? ¿De qué forma podemos evitar la propagación de esta enfermedad en todas sus variantes?
Cuando hablamos de hepatitis podemos distinguir entre tres tipos distintos: hepatitis A, hepatitis B y hepatitis C. Cada una de estas enfermedades cuenta con sus propias características que es importante conocer, sobre todo en cuanto a su posible gravedad y formas de transmisión.
Tal y como recuerda la propia OMS, la hepatitis A es una inflamación del hígado debida a la infección por el virus de la hepatitis A (VHA). Este virus se propaga principalmente cuando una persona no infectada (y no vacunada) ingiere agua o alimentos contaminados por heces de una persona infectada. Por tanto, la infección está muy asociada a agua y al consumo de alimentos insalubres, a un saneamiento deficiente, a una mala higiene personal y a la práctica de sexo bucoanal. Es más frecuente en países poco desarrollados, donde la higiene y el saneamiento pueden ser más deficientes.
A diferencia de las hepatitis B y C, la hepatitis A no causa hepatopatía o lesión del hígado crónica, pero puede ocasionar síntomas debilitantes y, rara vez, hepatitis fulminante (insuficiencia hepática aguda) que a menudo es mortal. La OMS estima que, en 2016, la hepatitis A provocó en todo el mundo aproximadamente 7.134 muertes, una cifra que representa tan solo el 0,5 por ciento de la mortalidad por hepatitis víricas.
La hepatitis A se asocia con epidemias de ámbito mundial y tiende a reaparecer periódicamente. Cuando lo hace, puede prolongarse largo tiempo a través de la transmisión de persona a persona, ya que los virus causantes subsisten en el medio y pueden resistir a los métodos de inactivación y control de las bacterias patógenas utilizados habitualmente en la producción de alimentos.
Para evitarla, es imprescindible lavarse las manos cuidadosamente después de usar el baño, así como al entrar en contacto con sangre, heces u otros fluidos corporales de una persona infectada. También es importante evitar el agua y los alimentos impuros. En cuanto a los síntomas de la hepatitis A, incluyen fatiga, náuseas y vómitos repentinos, dolor o malestar abdominal, evacuaciones intestinales de color arcilla, pérdida de apetito, orina de color oscuro y dolor articular.
En cuanto a la hepatitis B, se trata de una infección hepática potencialmente mortal causada por el virus de la hepatitis B (VHB), y "representa un importante problema de salud a escala mundial", tal y como asegura la OMS, ya que se puede cronificar y conlleva un alto riesgo de muerte por cirrosis y cáncer de hígado.
En zonas de alta endemicidad, la hepatitis B se transmite por lo general de la madre al niño durante el parto (transmisión perinatal) o de modo horizontal en el entorno doméstico (por exposición a sangre infectada), en particular de niños infectados a niños sanos durante los primeros cinco años de vida. Además, la transmisión se puede producir también a través de pinchazos, tatuajes, perforaciones y exposición a sangre o líquidos corporales infectados, como la saliva, el semen y el flujo vaginal y menstrual. También puede haber transmisión por vía sexual.
Afortunadamente, existe una vacuna que confiere una protección del 98 al cien por cien contra la enfermedad. Por tanto, la vacunación es básica para evitar su propagación y evitar sus efectos: prevenir la infección por el virus de la hepatitis B permite evitar las complicaciones que pueden derivarse de la enfermedad, como la cronificación y el cáncer.
Según las cifras de la OMS, se estima que en 2015 la hepatitis B causó unas 887.000 muertes, principalmente por cirrosis o carcinoma hepatocelular (es decir, cáncer primario del hígado). En cuanto a las cifras más recientes, la misma institución aseguró este año que las hepatitis B y C causan anualmente 1,1 millones de muertes y 3,0 millones de infecciones nuevas. Además, solo en el 10 por ciento de las personas con hepatitis B crónica la infección llega a diagnosticarse y, de ellas, solo 22 por ciento reciben tratamiento.
Por eso es importante conocer los síntomas de la hepatitis B, que incluyen dolor abdominal, orina oscura, fiebre, dolor articular, pérdida del apetito, náuseas y vómitos, debilidad y fatiga, y color amarillento en la piel y en la parte blanca de los ojos (ictericia).
La OMS insiste en que la hepatitis B se puede prevenir mediante vacunas que son seguras, fáciles de conseguir y eficaces, y mediante tratamiento profiláctico con antivíricos durante el embarazo. Gracias a ello, "la reducción de la incidencia de infección por el virus de la hepatitis B es una de las pocas metas de salud de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) en la que se está avanzando según lo previsto".
Por último, la hepatitis C es una enfermedad del hígado causada por el virus del mismo nombre (VHC): el virus puede causar hepatitis aguda o crónica, cuya gravedad varía entre una dolencia leve que dura algunas semanas y una enfermedad grave de por vida. Además, la hepatitis C es una importante causa de cáncer hepático, y es una enfermedad presente en todo el mundo.
La OMS recuerda que el virus de la hepatitis C se transmite a través de la sangre: la mayoría de las infecciones se producen por exposición a pequeñas cantidades, algo que puede ocurrir por consumo de drogas inyectables, prácticas de inyección o de atención sanitaria poco seguras, transfusión de sangre y productos sanguíneos sin analizar, y prácticas sexuales que conllevan contacto con sangre.
Se estima que en el mundo hay 71 millones de personas con infección crónica por el virus de la hepatitis C y, a día de hoy, los antivíricos pueden curar más del 95 por ciento de los casos de infección por este virus, lo que reduce el riesgo de muerte por cáncer de hígado y cirrosis. Sin embargo, el acceso al diagnóstico y el tratamiento es limitado.
Además, actualmente no existe ninguna vacuna contra la hepatitis C, pero las investigaciones en ese ámbito continúan. También es relevante el hecho de que aproximadamente un 30 por ciento de las personas infectadas elimina el virus espontáneamente en un plazo de seis meses, sin necesidad de tratamiento alguno. En el resto de casos, se producirá una infección crónica por el VHC, y en estos casos el riesgo de padecer cirrosis oscila entre el 15 y el 30 por ciento en un plazo de 20 años.
Los síntomas de la hepatitis C incluyen aparición de hemorragias con facilidad, propensión a hematomas, fatiga, falta de apetito, coloración amarillenta de la piel y los ojos (ictericia), orina de color oscuro, picazón en la piel, acumulación de líquido en el abdomen (ascitis), hinchazón en las piernas, pérdida de peso... También confusión, somnolencia y dificultad en el habla (encefalopatía hepática), así como vasos sanguíneos en forma de araña en la piel (araña vascular).