La crisis mundial del coronavirus nos ha demostrado algo: lo poco que sabemos de pandemias. Ante la expansión de un virus descontrolado del que no teníamos apenas información y cuya mortalidad fue muy suavizada desde el principio, hay gobiernos, como el británico, que respondieron negando su importancia; otros, como el americano, que ya permite la presencia masiva en sus playas; e incluso, hay ciudadanos que deciden saltarse las normas, como ha ocurrido en España, sin ninguna precaución ante el contagio.
Quizá sea buena hora de echar la vista atrás y conocer lo que un virus sin control puede llegar a hacer y más cuando es uno al que denominan español. Observando el comportamiento y viendo las imágenes de la gripe española, se aprecia un claro paralelismo entre aquellos antiguos hospitales y lo que hoy han sido los pabellones medicalizados de IFEMA. Nuestra lucha contra el coronavirus, por tanto, no dista mucho de lo que ocurrió hace más de un siglo y eso demuestra que, a pesar del progreso, la sanidad y la tecnología y siempre que no exista una vacuna (como ha ocurrido en estos dos casos) nunca seremos más poderosos que la propia biología.
Así se demostró en 1918: la Primera Guerra Mundial terminaba mientras una amenaza mucho más letal se expandía por todo el planeta: el virus de la gripe española. La cepa H1N1 causó la muerte de al menos 40 millones de personas, convirtiéndose en un soldado mortal que asesinaba sin ningún tipo de discriminación política, ideológica, de raza, sexo o religión. Una leccion que también hemos aprendido con el COVID-19.
Todavía hoy, la virulencia y la propagación de la denominada ‘gripe española’ sigue siendo un misterio. Tanto es así, que la comunidad científica aún no tiene claro cuál fue el punto de origen exacto, por mucho que se haya incluido nuestra nacionalidad en su nombre propio. En un principio, se dijo que el virus provenía de América (localizándolo por primera vez en Kansas) y que llegó a Europa con el traslado de las tropas indias que cruzaban el Atlántico para participar en la Primera Guerra Mundial (luego, de no haber existido este conflicto bélico, quizá no se hubiera expandido a nivel planetario).
Como España no intervino, podía hablar sin ningún tipo de censura de una infección que se contagiaba a la velocidad de la luz, tanto dentro como fuera de sus fronteras (En Massachusetts, por ejemplo, seis días después de comunicarse el primer caso ya había 6.674 infectados). Por eso, se comenzó a vincular el virus con el territorio español.
Más tarde, apareció una nueva teoría (aún por demostrar): el Museo Vasco de la Historia de la Medicina, La Universidad Complutense de Madrid y la Universidad Estatal de Arizona presentaron un estudio en el que el foco de la ‘gran mutación’ del virus podría haberse generado en Madrid. Decimos ‘gran mutación’ porque ya es extraño que esta cepa, que era de origen aviar, se traspasara a los seres humanos; pero también lo fue su conversión de un virus agresivo pero no mortal a irremediablemente mortífero.
Desde la primavera hasta el otoño de 1918, un altísimo y alarmante índice de españoles (tanto soldados como civiles) se contagiaron de la primera versión, salvando la vida, sí, pero también, pudiéndose convertir en la olla que estaba cocinando la mutación posterior. Según esta segunda hipótesis, el guiso de la gripe que después se propagó por tierra y mar, se hizo, pues, en nuestra casa.
El nombre técnico de esta gripe es ‘Influenza virus A del subtipo N1H1’. Provenía de las aves y, en su origen, no contenía ningún tipo de gen humano. Sin embargo, en un proceso total de hasta 25 mutaciones, traspasó a las personas con un único diagnóstico: la muerte. Un infectado cualquiera podía estar paseando tranquilamente por la mañana y, por la tarde, estar inmovilizado en una cama de hospital. A los tres días, como máximo, habría fallecido. Tal era la rapidez de sus efectos.
Las enfermeras reconocían fácilmente los síntomas: dolores musculares, fiebre muy alta (41º), cefaleas, complicaciones pulmonares y una rojez en la cara que, poco a poco, iría tomando un tono mucho más alarmante: el morado (cianosis). Cuando una de ellas veía a un paciente de color púrpura, le retiraba de su cama para dejar paso a otros enfermos, pues sabía a ciencia cierta que, a las pocas horas, estaría muerto. La pleuresía purulenta, la neumonía y la bronconeumonía anunciaban el momento final y nadie podía hacer nada para evitarlo. Un relato que, si lo trasladamos a pleno 2020, le resultará familiar a más de un sanitario.