Hay sonidos que todos detestamos. Un taladro a las siete de la mañana, el sonido del tráfico volviendo a casa, la alarma cada vez que nos despertamos. Son ruidos estridentes, molestos y que revelan nuestros instintos más primarios. Pero, ¿qué pasa cuando lo que te sacan de quicio son sonidos normales?
El término misofonía proviene del griego misos, que significa aversión, y foné, que significa sonido. No hace falta ser Sherlock Holmes para deducir la definición de la palabra, que no es nada más y nada menos que una intolerancia a sonidos cotidianos. Por ejemplo, escuchar a alguien masticar chicle, toser o incluso respirar.
Estos sonidos no provocan una leve molestia, como cuando tu pareja se duerme roncando y quieres mandarle al sofá, pero por empatía no le despiertas. En realidad, la misofonía puede desembocar en unun ataque de ansiedad hacia la fuente emisora de los sonidos.
La misofonía, también llamada síndrome de Sensibilidad Selectiva al Sonido (SSS), implica una reacción desproporcionada a sonidos por debajo de una conversación normal. Por lo tanto, la barrera que separa los sonidos ambientales y el ruido molesto serían entre los 40 y 50 decibelios.
Esto no es algo arbitrario, sino que fue estudiado en 2001 por Pawel y Margaret Jastreboff, neurootólogos (expertos en el funcionamiento del sistema auditivo y su base neurológica).
Tras estudiar a numerosos pacientes con un problema común, la hipersensibilidad a sonidos cotidianos, definieron este problema de salud y comenzaron a buscar su origen. Según ambos expertos, se debe a una reacción desproporcionada del sistema nervioso. Las áreas implicadas en el procesamiento de la información auditiva reciben y envían señales erróneas, etiquetando sonidos leves como si fuesen un ruido insostenible.
Si bien todos tenemos intolerancia a determinados sonidos, la misofonía en su forma más grave suele aparecer entre los 10 y los 15 años. Exactamente como le sucedió a Belén, una joven de 24 años que comenzó a sentir una fuerte molestia ante los sonidos en primero de la ESO. “Mis amigas me vacilaban porque me ponía fatal. Cuando teníamos un examen y alguien estaba con mocos y respiraba más fuerte, yo le pedía al profesor que por favor me cambiase de sitio para no oírle. Era algo insoportable”, recuerda.
“A mí hay dos cosas que me molestan. La respiración es la que más. Cuando alguien respira fuerte, le quiero matar”, confiesa entre bromas. “Con todos mis exnovios hemos tenido broncas por esto, porque yo no podía dormir con alguien que hace tanto ruido, y si ronca ya menos”.
Además del sonido de la respiración, Belén reconoce ser incapaz de comer con otras personas desconocidas. “No puedo comer acompañada porque me pongo de los nervios. Sólo aguanto a mis padres y a alguna amiga que sé que se controla. Pero cuando estoy en un grupo nuevo y dicen de ir a comer, escucharlos masticar me provoca hasta ansiedad”, explica.
Belén se ha planteado en varias ocasiones pedir ayuda, al final confiesa enmascarar esa sensibilidad con música o directamente evitar ciertas situaciones. “Me pongo los cascos o digo que no a algunos planes si sé que lo voy a pasar mal. Igual algún día voy al médico, o al psicólogo, o al otorrino. Ese es el problema, que no sé ni quién trata esto”.
Algunos de los sonidos que más molestos resultan a alguien que padece misofonía son masticar chicle, sober líquidos, el crujir al comer algo crujiente (sobre todo si es un alimento que está en una bolsa que hace ruido), el sonido al tragar, los bostezos, los suspiros, el ruido de los cubiertos al comer, la respiración, el teclado de los ordenadores, escuchar a otra persona dar pasos, el goteo de un grifo, el tic tac de un reloj, escuchar a alguien rascarse o las notificaciones de un teléfono. Sin embargo, hay diferentes grados de gravedad:
Si la gravedad es nula o leve, no es necesario ponerse en manos profesionales. En cambio, si es moderada, alta o extrema, lo ideal es pedir ayuda.
Actualmente, el tratamiento abarca tres fases: