Lleva toda una vida trabajando en una funeraria. Pero no recuerda nada igual. Ese cúmulo de cadáveres y lo que es peor de todo, esa tristeza. Porque tan malo como morir, o peor, es hacerlo solo. Y eso es un desgarro para las familias. No es de extrañar que algunas CCAA ya quieran que las videollamadas puedan evitar que el trance lo pase la persona en soledad y las familias sin noticias. Es la otra cara, la más cruel, si cabe del coronavirus.
En una década larga, Antonio, entrevistado por la agencia EFE, ha recogido cientos de muertos en hospitales, pisos o residencias de ancianos. Cuando llega a casa, se quita la ropa de empleado de funeraria y se convierte en otra persona. Así era hasta ahora porque con el coronavirus la tristeza se ha quedado pegada a su traje y no puede desprenderse de ella.
Trabaja en una de las funerarias más importantes de Madrid y reconoce que están desbordados. Fue él quien recogió al primer fallecido por el COVID-19 en la capital y desde entonces no han parado, con jornadas de doce y trece horas. Incluso, de tres días que tenía libres solo disfrutó de uno.
Precisamente, esta "aluvión" de muertos se ha producido en una época en la que normalmente baja el número de defunciones. En un año normal, ya ha pasado el invierno y las cifras de fallecidos, sobre todo de personas mayores, se reducen considerablemente.
Dice Antonio que no pueden dar abasto y que los cadáveres, casi amontonados, se acumulan en un túmulo en espera de poder ser incinerados.
Y es que frente a lo que es habitual, con una media diaria en Madrid de 25 fallecidos y un máximo de 30 en una jornada "fuerte" recogidos por su empresa, se ha pasado con la pandemia del coronavirus a una media de 80. En la jornada anterior a la conversación Antonio y sus compañeros habían recogido 94 cuerpos, casi cuatro veces más que un día cualquiera.
Aún no han llegado los días de picos más altos, según las autoridades sanitarias, pero solo con las cifras de fallecidos en estos últimos quince días se puede hacer una idea de la dimensión de la pandemia. Si la empresa para la que trabaja este empleado termina un mes con aproximadamente 700 expedientes, solo en 6 días de la semana pasada había hecho 420. "La gente está trabajando como nunca y hasta el que más perrea normalmente, se ha involucrado a tope. Hasta han venido compañeros de otras provincias a ayudarnos", resalta a Efe Antonio.
Todos ellos se protegen contra el contagio y, de momento, no conoce ningún caso entre los compañeros. "Será que lo estamos haciendo bien", apostilla. "Lo más peligroso son los domicilios. Usamos buzos, monos plastificados, mascarillas de calidad, gafas y tres pares de guantes por cada intervención", explica.
Ya en la vivienda, hospital o residencia, los empleados de la funeraria meten primero el cuerpo en un sudario con cremallera y después en otro, que es el que habitualmente se usa cuando trasladan el cadáver a una provincia distinta.
Tanto al fallecido como al féretro se les rocía con un compuesto de lejía (40 por ciento) y agua (60 por ciento) y se traslada al tanatorio. En las diferentes operaciones, los empleados se van despojando de guantes para ir tirando los que van estando en contacto. En cada coche llevan una caja con 100 pares.
Por el momento, según Antonio, la empresa les ha dotado de todo el material de protección necesario y no les ha faltado de nada. Lo que contrasta con algunas residencias donde han ido a recoger cuerpos. En una de ellas, una de las cuidadoras les contó que llevaba tres días usando la misma mascarilla.
En más de diez años de trabajo Antonio ha visto muchas cosas, algunas muy desagradables, pero nada como en esta pandemia. Quizá por su experiencia, no tiene tanto miedo al contagio como sus compañeros más jóvenes. Sí siente mucha tristeza, sobre todo por las familias. "Me dan mucha pena", reconoce. Como ejemplo, pone el traslado que hizo de un fallecido a un pequeño pueblo de Ourense. Muy diferente a un funeral de pueblo, donde casi todos los habitantes acuden. En esta ocasión, solo la viuda del difunto, la hija, el yerno y un nieto, además del enterrador y el cura.
"No fue nadie más. Es muy triste, muy frío todo", lamenta. Y se imagina qué puede sentir un hijo cuando le llaman de la residencia para comunicarle el fallecimiento de su madre. No podrá ir al centro, ni al tanatorio, no podrá velarla. "No la volverá a ver".
Porque, como explica Antonio, el féretro "no se abre bajo ningún concepto" y en el crematorio se vuelve a sulfatar. Al crematorio sí puede acudir algún familiar. Antes, miran la chapa que la funeraria pone en cada féretro con los datos personales del fallecido. "Preguntan si es su familiar. Se lo tienen que creer".
"Ven la chapa y se van cabizbajos. Es lo que peor llevo. Ver a los familiares así, sin poder despedirse", continúa Antonio. Él está con ellos pero sin arrimarse porque no sabe si han estado en contacto con el infectado fallecido. Pero a esa distancia prudencial, les arropa.
"Trabajar en esto te hace muy duro y no te lo puedes llevar a casa. Tienes que apartar el trabajo del resto de tu vida, quitarte la ropa y ser otra persona", dice Antonio. Ahora no puede hacerlo. La tristeza se le ha quedado pegada al traje.