Ha pasado casi un año desde que el 31 de enero de 2020 se diagnosticó el primer caso de covid-19 en España. En estos doce meses no solo hemos aprendido el mecanismo de actuación de la enfermedad, sino que hay más de trescientas vacunas en desarrollo. De ellas, once han logrado demostrar su eficacia y actualmente se están administrando en todo el mundo. Aun así, muchas personas sienten que nada mejora, viviendo la tercera ola con desesperación e indignación.
Coincidiendo con las Navidades, diferentes zonas de España se adentraron en la tercera ola del coronavirus, y un mes después el país entero está viviendo los peores datos desde mayo del año pasado. El 17% de las PCR y test de anticuerpos dan resultados positivos, tal y como informa el Ministerio de Sanidad. Además, el índice de contagios supera los 20.000 nuevos casos diarios, y los hospitales vuelven a encontrarse saturados.
Los datos no son esperanzadores, pero las medidas de seguridad tampoco arrojan calma ni tranquilidad en este caos sanitario. Muestra de ello es que las comunidades autónomas estén imponiendo restricciones más estrictas, mientras el Gobierno central las rechaza una tras otra al considerar que rozan la ilegalidad.
Castilla y León fue la pionera en esta lucha de poder, proponiendo adelantar el toque de queda a las 20:00. Se han posicionado a favor de esta medida otras comunidades como Madrid, Andalucía, Baleares, Canarias, Galicia, Cantabria y País Vasco. Y mientras las figuras políticas y los expertos en sanidad de cada autonomía se reúnen, los ciudadanos se sienten en tierra de nadie.
Sabemos que la situación es crítica, pero no tenemos claro cómo plantarle cara. Mascarilla en mano (o mejor dicho, en rostro) y con las manos secas de tanto gel hidroalcohólico, nos sentimos responsables del estado sanitario actual.
Estamos viviendo un estado de sobrecarga cognitiva provocado por el exceso de información y la falta de soluciones eficaces. En una cara de la moneda tenemos cifras de contagios cada vez más altas, restricciones más estrictas y reprimendas que suelen centrarse en los jóvenes. En la otra cara, las universidades abogan por la presencialidad de los exámenes pese al riesgo que conlleva y las empresas se niegan a imponer un teletrabajo obligatorio como ha hecho nuestro vecino Portugal.
“Me siento impotente”, confiesa Óscar Suárez, estudiante de Historia del Arte en Salamanca. “La última vez que vi a mis padres fue en septiembre. En Navidad he estado en Salamanca con mi compañero de piso”. El joven de 19 años considera que lo hace todo bien, pero que nada mejora mientras se responsabiliza a su generación de los rebrotes por el coronavirus.
“Hay universitarios que hacen quedadas clandestinas en pisos, pero también hay dueños de bares que organizan fiestas donde va gente de 30, 40 y 50 años, incluso políticos”, comparte haciendo referencia a la dimisión del secretario de comunicación de Ciudadanos en Salamanca tras ser descubierto en una discoteca que organizaba una fiesta ilegal tras el toque de queda en plenas fiestas navideñas. “De ellos no se dice nada porque es más fácil criticar a los jóvenes y hacer campañas demagogas”, puntualiza Óscar.
Aída Castillo, de 23 años, no puede evitar sentirse saturada por la situación. “Desgasta poner de tu parte y hacerlo todo bien, pero que nada mejore y cada vez pongan medidas más estrictas”, reflexiona. “Parece que juegan a ver quién la tiene más larga y pone las restricciones más duras, pero luego son cosas que no sirven para nada. ¿De qué funciona que yo no pueda salir a dar un paseo o a hacer la compra a las 8 cuando acabo de trabajar si luego las universidades hacen exámenes presenciales y las tiendas están petadas por las rebajas?”, se pregunta indignada.
Para Raúl Menéndez, trabajador de cara al público en Madrid, la sensación es idéntica. “Están tensando la cuerda con la gente. Lo veo en el trabajo cada día. Cada día estamos más enfadados porque hay medidas que no tienen sentido. Parece que importa más la economía que la salud y las personas de a pie estamos muy enfadadas”, asegura el joven de 26 años.
Esta sobrecarga cognitiva provoca reacciones emocionales muy diversas. Algunas personas se sienten desmotivadas, tristes y sin esperanza, mientras que otras experimentan irritabilidad y un aumento de la polarización política. La gran pregunta es, ¿qué podemos hacer los jóvenes?