Existe una tendencia a cuestionar cada parcela de la vida de las mujeres. Nuestra sexualidad, la forma en que vestimos, si nos maquillamos demasiado o poco… Todo está sujeto a debate. Pero si hay algo que de verdad se utiliza como arma arrojadiza es la maternidad y todo lo que la rodea.
La maternidad no abarca sólo la crianza de un hijo. También incluye una realidad de la que nadie hable porque resulta demasiado incómoda: los abortos espontáneos, como el que acaba de sufrir la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, a las ocho semanas de gestación.
Según los expertos en ginecología y medicina reproductiva, aproximadamente un 20% de los embarazos se interrumpen involuntariamente durante el primer trimestre, siendo el verbo ‘interrupción’ un eufemismo para no utilizar la palabra aborto. Pero, ¿por qué? Si es algo que sucede a tantas mujeres, ¿cómo es posible que sigamos invisibilizando, deformando y disfrazando la realidad?
El Instituto Nacional de Salud y Excelencia en la Atención (NICE) de Reino Unido señala que el sufrimiento tras un aborto espontáneo es similar al que se produce tras la muerte de un ser querido, tanto en intensidad como en duración. El dolor físico que pueden producir las intervenciones médicas queda relegado a un segundo lugar, cobrando importancia el impacto psicológico. Ansiedad, depresión y trastorno de estrés postraumático son solo algunas de las secuelas que puede sufrir una mujer tras un aborto espontáneo.
En la vasta mayoría de los casos, los abortos espontáneos se producen por alteraciones cromosómicas incompatibles con la vida. Son fallos aleatorios y no heredables, pero aun así la mujer siente culpabilidad y se responsabiliza de lo sucedido. A esta culpa se suma el estigma en torno al aborto. Contar lo sucedido es exponerse a comentarios que a veces con la mejor intención sólo provocan dolor.
Así lo explica Elisabeth, una joven de 28 años que en agosto de 2020 sufrió un aborto espontáneo. “Sientes un dolor que no se puede describir, como si hubieses fracasado en proteger algo que sólo te tenía a ti, una parte de ti que no va a volver nunca más”, confiesa. “Pasas a sentirte vacía e incompleta, y sin ser madre, te sientes mala madre”.
A la hora de escoger entre un aborto médico, que consiste en tomar un fármaco que facilita la expulsión natural de los restos, y un aborto quirúrgico o legrado, escogió esta última opción. “No quería pasar por esto en casa sola con mi pareja porque sabía que iba a descargar todo ese dolor con él y no se lo merece. El problema es que necesitas odiar a alguien. Yo me odié a mi misma la primera, pero preferí odiar también a un médico por quitarme a mi hijo que pagarlo con mi novio”, reflexiona.
Tras la intervención, Elisabeth reconoce que llegó lo más difícil. “La primera vez que me encontré con alguien por la calle que no sabía lo del aborto y me preguntó que qué tal iba el embarazo me puse a llorar y me dio un ataque de ansiedad ahí mismo”, recuerda. “En ese momento la gente se queda paralizada y para quitar importancia te dicen cosas como que no te preocupes o que sigas intentándolo. Minimizan tu dolor porque creen que ayudan, pero en realidad te hacen más daño”.
Si bien no todas las mujeres sufren secuelas psicológicas tras un aborto espontáneo, los expertos defienden la importancia de realizar un seguimiento durante varios meses. Tener un lugar seguro en el que hablar sobre lo sucedido sin juicios, consejos ni opiniones puede ser vital para mejorar el proceso de duelo.
Para Ana, de 32 años, este lugar seguro se lo proporcionó su entorno compartiendo algo que antes era un tabú. “Cuando tienes un aborto decenas de mujeres te cuentan que han vivido lo mismo. Lo hacen como si compartiesen un secreto contigo, pero un secreto que nadie más sabe, con la intención de ayudarte, de hacerte ver que no estás sola”, relata. “Tienes una sensación de pertenencia inmensa. A mí me ayudó muchísimo saber que otras mujeres, amigas y familiares, habían vivido un aborto y sobre todo que lo habían superado. Pero tenía claro que yo no quería sufrir esto en silencio como si fuese una penitencia”.
Tras cuatro meses y medio de embarazo, Ana notó un sangrado y un dolor muy agudo. En urgencias se dieron cuenta de que algo iba mal y al día siguiente volvió a casa sin el hijo que estaba esperando. “Teníamos preparado todo y como ya había pasado el primer trimestre, todos lo sabían. Nos habían regalado ropa, juguetes, una cuna y un cambiador… Y al llegar y ver esa habitación llena de ilusión te entran ganas de morir”, explica. “No exagero. Te planteas morirte porque es todo dolor”.
Varios años más tarde, Ana y su pareja decidieron volver a intentar tener un hijo. “Cuando me quedé embarazada otra vez pasé una depresión durante el embarazo. Iba de la cama al sofá porque me daba pánico hacer algún esfuerzo y perder al niño. El miedo, la culpabilidad por sentir que estaba remplazando a mi bebé fallecido, y el dejar de hacer cosas me acabaron metiendo en un pozo de tristeza”.
Tras nacer su hijo, esa angustia desapareció. “Me arrepiento de no haber pedido ayuda porque el embarazo es algo que no se debe vivir como yo lo hice. Por eso le pido a todas las madres que han tenido un aborto y se han vuelto a quedar embarazadas que no lo sufran solas y que vayan a un profesional”, reivindica.