Visibilizar el suicidio y encontrar herramientas para prevenirlo es nuestra tarea pendiente, sobre todo tras un año marcado por la incertidumbre, que ha afectado de forma directa a la población joven.
La precariedad socio-laboral a la que se enfrenta la generación millennial ha hecho mella en su salud mental. En otras palabras, la inaccesibilidad de los alquileres, con precios desorbitados en las grandes ciudades dónde hay más opciones laborales, las dificultades para acceder a una vivienda propia, y la alta tasa de desempleo, sobre todo en la llamada ‘España vaciada’, han provocado un clima de desesperación.
Según la confederación Salud Mental España y el Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2019 fallecieron 3671 personas por suicidio, siendo estos los datos oficiales más recientes.
Lo preocupante de esta cifra es que implica un aumento respecto al año anterior, algo que según los expertos se ha replicado también en 2020 y que está sucediendo durante 2021, especialmente en población adolescente y joven.
Tal y como han alertado Montserrat Dolz, Jefa del Área de Salud Mental en el Hospital Sant Joan de Déu, y Manel del Castillo, gerente del centro, todos los días reciben avisos de jóvenes que ingresan en urgencias tras un intento de suicidio. Tal es la situación que el hospital ha activado la alerta, ya que la media de intentos de suicidio ha pasado de cuatro a veinte semanales.
Si bien en la mayoría de los casos el suicidio no se consuma, estamos ante una situación crítica a nivel nacional, ya que se trata de la primera causa externa de muerte en menores de 24 años. Pero, ¿por qué ocurre esto?
Hablar del origen del suicidio es muy complicado, ya que no sólo nos enfrentamos a un problema de salud mental, sino que también estamos ante una cuestión social.
En el terreno psicológico, no podemos negar que ciertos trastornos predisponen a padecer ideaciones suicidas. Según la Sociedad Española de Psiquiatría (SEP), las personas con depresión tienen un riesgo de suicidio 21 veces mayor que la población general. Además, a nivel europeo, de las 60.000 personas que fallecen por suicidio consumado al año, se estima que más de a mitad padecen un trastorno depresivo.
Pero estos datos nos dejan una gran incógnita: ¿Por qué han aumentado los casos de depresión? Y más importante aún, ¿qué lleva a alguien con depresión a querer quitarse la vida?
Desde hace décadas se ha intentado estudiar la depresión a nivel neurobiológico. Se ha hipotetizado que hay cambios estructurales en el cerebro de una persona deprimida o que incluso sufre un desequilibrio de neurotransmisores, que son las sustancias que permiten el correcto funcionamiento de nuestras neuronas. Sin embargo, ninguna de estas teorías se ha demostrado fehacientemente. Lo que sí se sabe es que nuestro medio influye en nuestra salud mental.
El aislamiento social, las dificultades laborales, la discriminación a la que se enfrentan ciertos grupos de personas o la precariedad económica son el caldo de cultivo perfecto para que aparezca la indefensión, y con ella lo que se conoce como depresión.
Esto se ha hecho todavía más palpable durante 2020, el año del coronavirus. Nos hemos visto solos, confinados entre cuatro paredes de pisos minúsculos, forzados a convivir con nosotros mismos las 24 horas del día. En el mejor de los casos el teletrabajo ha ocupado nuestra mente, con las dificultades que eso conlleva: la línea que separa la vida personal de la laboral se ha vuelto borrosa. En el peor de los casos, hemos perdido nuestro trabajo, tal y como les ha sucedido a 755.613 personas en nuestro país. A esto se suma la preocupación por nuestra salud y la de quienes nos rodean, ya que hasta hace bien poco el Covid-19 parecía una enfermedad sin solución alguna y con secuelas totalmente desconocidas.
Ante la noticia del aumento de suicidios en población joven, muchos se han atrevido a responsabilizar a los jóvenes, utilizando el término “generación de cristal” para minimizar el sufrimiento al que se ven expuestos.
“Menos mal que ha sido pandemia y no la III Guerra Mundial, otra guerra civil o cualquier hambruna. No sé, si en vez de Netflix, agua caliente, libros, consolas, familia, amigos, hubieran tenido que soportar los horrores de dichos acontecimientos, qué habrían hecho. Vaya generación”, escribía un usuario de Twitter. “Habría que pensar qué se está haciendo mal. Al no corregir al hijo, al dejarle hacer lo que le da la gana, al dejar que no estudien y cuando se dan cuenta no sirven para nada porque no están listos para vivir. Los padres son los culpables”, compartía otra persona en la misma red social.
De ambos comentarios se extrapola lo mismo: la incomprensión que sufre la generación millennial, pero también la zeta.
No somos privilegiados por no haber vivido problemas bélicos o situaciones críticas, y utilizar este tipo de argumentos sólo desvía el origen del problema. Sufre lo mismo quién se ahoga a 20 metros bajo el agua que quién lo hace en la superficie o, en otras palabras, no es necesario estar expuestos a hambrunas o pobreza extrema para experimentar sufrimiento psicológico.
El concepto de precariedad ha cambiado mucho en los últimos años. En España un 20,7% de la población se encuentra en riesgo de pobreza, y esas mismas personas pueden tener un teléfono móvil o ir a la universidad, pero tener dificultades para pagar un alquiler y sus correspondientes facturas, poder hacer la compra o simplemente irse a tomar un helado una vez a la semana sin sentir que están derrochando su dinero.
Por otro lado, culpar a nuestros padres por “no habernos sabido educar” tampoco ayuda a solucionar esta situación. Afortunadamente la forma de ejercer la paternidad y la maternidad ha cambiado con los años. Ahora es más habitual encontrar familias en las que se habla abiertamente de los problemas psicológicos, hay un apoyo mutuo y no se invalidan las emociones de los hijos por el mero hecho de ser jóvenes. Esto no ha creado a una generación más frágil, sino más consciente de su salud mental.