Silvia trabaja de lunes a viernes hasta las cuatro de la tarde. Después, al llegar a casa, saca los apuntes de la oposición y estudia hasta la hora de cenar, después sigue hasta que le entra el sueño. Al día siguiente repite esa rutina que ha automatizado a base de paciencia y esfuerzo. Cuando llega el fin de semana, su planning está vacío. Los sábados y domingos no tiene que trabajar ni tampoco estudiar, pero es incapaz de no hacer nada. La ansiedad hace acto de presencia. “Me siento culpable por no estar haciendo cosas constantemente”, confiesa.
La joven de 25 años se ha acostumbrado a un ritmo de vida frenético en que cada minuto debe ser aprovechado al máximo. “Tengo muy metido en la cabeza que entre semana si no estoy trabajando, tengo que estudiar. Luego los fines de semana aprovecho para hacer la compra y limpiar la casa. Luego también hago algo de deporte y ya si me sobra tiempo pues quedo con mis amigos. Los domingos voy a ver a mis padres”, explica. “Todo mi tiempo libre lo dedico a hacer cosas”. “¿Y cómo te sientes si no haces nada?”, le pregunto. “Muy mal, con mucha ansiedad. Mi cabeza se pone a pensar en todas las cosas que podría estar haciendo y me machaco mucho por descansar, aunque sepa que me hace falta”.
Da igual que vivas en pleno centro de Madrid o en un pueblo tranquilo de Zamora, la productividad forzada formará parte de tu vida. Al fin y al cabo, vivimos en un momento social en el que se nos exige estar ocupados permanentemente, incluso en nuestro tiempo libre.
Llegas a casa después de seis horas trabajando, sacas el móvil y ves veinte mensajes sin leer en el grupo del trabajo. Contestas, te haces la cena y envías un par de mails que tenías pendientes. Después te pones a ver un capítulo de una serie y te vas a la cama. Allí revisas el móvil porque genera una falsa sensación de desconexión mental: como estás pendiente de las fotos de Instagram o de los vídeos de TikTok, no piensas en tus preocupaciones. El problema es que cuando bloqueas el teléfono y cierras los ojos, la ansiedad aparece.
Esa ansiedad está muy ligada a la productividad, y algunas señales para identificarla son:
Nos valoramos por nuestra productividad, y esto es algo que, como psicóloga, veo a menudo en la consulta. Hay personas que llevan meses sufriendo psicológicamente y saben que algo va mal, pero no piden ayuda hasta que ese malestar afecta a su trabajo o a sus estudios. Incluso reconocen que lo que buscan no es estar bien internamente, sino poder recuperar fuerzas para volver a ser productivas.
Debemos desvincular nuestro autoconcepto de nuestra productividad. En otras palabras, querernos también cuando descansamos y no hacemos nada “útil”. Y para ello es importante aprender a poner límites. Cuando sales del trabajo, se acabó. No tienes que mirar el correo electrónico ni contestar WhatsApps. Tu tiempo pasa a ser tuyo y de nadie más. Pero, ¿en qué invertir ese tiempo? Una parte de ti te dirá que hagas cosas útiles: limpiar, ir a hacer la compra, apuntarte a un curso formativo, hacer deporte… Sí, todo eso es enriquecedor, pero también tienes que reservar un rato para no hacer nada cada día.
Para lograrlo debes establecer rutinas de autocuidado que incluyan tiempo de descanso y de aburrimiento. Por ejemplo, todos los días sentarte en un banco diez minutos con el móvil apagado. Sin notificaciones, sin WhatsApp, sin música de fondo. Solo tú con tus pensamientos y lo que te rodea.
Hazlo también cuando ordenas, cuando cocinas, cuando te duchas o cuando te tumbas en la cama justo antes de dormir. No necesitas ruido de fondo para acallar tus emociones o pensamientos, y aunque al principio puede ser abrumador, a la larga resultará liberador.