En el último siglo los viajes en avión no solo han proliferado, sino que se han ido multiplicando hasta suponer un medio de transporte clave para millones de personas en todo el mundo. Subir a la cabina de un avión, sentarse, "disfrutar del vuelo" –tal y como desea el personal auxiliar de cabina– y llegar al destino parece una actividad tan común como viajar en autobús o en tren. Sin embargo, no es así, pues las circunstancias son muy diferentes.
Hay que tener presente que al montar en avión, ascendemos hasta una altura de 8.000 a 10.000 metros para volver a descender unas horas más tarde. Esto es posible gracias a que el interior de la aeronave se encuentra totalmente presurizado. Pero ¿eso implica que nuestro cuerpo no lo note? Ni mucho menos. Nuestro organismo se ve afectado en mayor o menor medida, dependiendo de la duración del vuelo: cuanto mayor sea, más trastornos se pueden producir.
Deshidratación. El nivel de humedad dentro de un avión es muy bajo, por lo que no es extraño que se reseque la nariz e incluso lleguemos a deshidratarnos si pasamos muchas horas en el interior. Además de las mucosas nasales, la deshidratación la notamos también en la piel y en la boca. Esta deshidratación puede desembocar en dolor de cabeza, de manera que conviene hidratarse adecuadamente durante el trayecto.
Síndrome de la clase turista. Este trastorno “se trata de una dificultad en el retorno venoso de los miembros inferiores por la falta de movimiento y la estrechez mantenida durante varias horas, lo que puede incrementar el riesgo de Enfermedad Tromboembólica Venosa (ETEV)”, explican en la Fundación del Corazón. El síndrome de la clase turista se puede dar en los viajes largos en los que el pasajero se mantiene inmóvil en un pequeño espacio. Así pues, cuando se realizan vuelos de largo recorrido, hay que levantarse y caminar cada cierto tiempo.
Sentir más fatiga. Otra de las sensaciones que se pueden tener al aterrizar es que nuestro cuerpo se sienta más cansado. Esto tampoco es extraño, ya que en el interior del avión la presión atmosférica es aproximadamente un 75 % de la que estamos habituados. Esto hace que descienda el nivel de oxígeno en sangre y que el organismo dé muestras de cansancio, llegando incluso a provocar dolores de cabeza.
Radiación. Cuando una persona suele hacer vuelos de larga distancia frecuentemente, se estará sometiendo a radiación cósmica proveniente del espacio, lo que puede traducirse en una exposición similar a hacerse una radiografía del pecho. No obstante, aunque esto afecta al cuerpo humano, no hay que preocuparse. “Aunque los pasajeros de avión están expuestos a altos niveles de radiación cósmica, especialmente a altitudes y latitudes elevadas, la radiación que reciben en un vuelo es prácticamente irrisoria. Las tripulaciones de aeronaves y los pasajeros frecuentes se ven expuestos a mayores niveles de radiación espacial debido a la frecuencia con que vuelan. La tripulación de vuelos que normalmente operan a baja altitud, como la mayoría de los aviones a hélice, difícilmente superarán una dosis anual de 1 milisievert. Sin embargo, la tripulación que atiende rutas polares de larga distancia podría exponerse a una dosis efectiva anual de hasta 6 milisieverts”, explica el OIEA (Organismo Internacional de Energía Atómica).
Estas son solo algunas de las cosas que le pueden pasar a tu cuerpo cuando viajas en avión. Además hay otras más conocidas como el jet lag, definido por el Diccionario de la Real Academia Española como “trastorno o malestar producido por un viaje en avión con cambios horarios considerables”, o el dolor de oídos cuando el avión está descendido debido a que la presión se reduce y los gases se expanden.