Aunque la memoria de los seres humanos tienda a ser olvidadiza, la catástrofe planetaria de la covid ha venido a recordarnos que las pandemias de origen infeccioso no son una pesadilla de tiempos pretéritos. Un hecho que fue previamente corroborado por la terrible pandemia de sida, u otras de menor intensidad como la epidemia gripal de 2009 y los brotes de ébola, zika y dengue, estas dos últimas transmitidas por insectos.
No obstante, permanece entre nosotros una pandemia latente, poco conocida, pero de enorme prevalencia y creciente mortalidad: la provocada por hongos microscópicos.
Históricamente –aparte de su valor nutricional–, los hongos producían enfermedades superficiales (pitiriasis, tiña, pie de atleta, etc.) que se curaban casi sin tratamiento. Además, eran tratados como patógenos oportunistas secundarios que intervenían después de una patología inicial, principalmente bacteriana o vírica. El número de hongos infecciosos identificados era relativamente pequeño.
Este panorama ha cambiado radicalmente desde finales del siglo XX. Determinados hongos son los agentes primarios causantes de infecciones potencialmente letales, con alta incidencia clínica. A su vez, es muy frecuente que especies fúngicas clasificadas como inocuas sean las responsables de graves brotes hospitalarios, mientras aumentan de modo alarmante las cepas de hongos resistentes a los escasos fármacos antifúngicos disponibles.
En términos epidemiológicos, se estima que más de 1,5 millones de personas fallecen cada año por infecciones de hongos. Es una cifra superior a la provocada por la tuberculosis o la malaria, sin ir más lejos.
Asumiendo la magnitud del problema, la OMS ha establecido una lista de hongos especialmente peligrosos. Esta clasificación nos alerta de que –a pesar de su amenaza– estos agentes patógenos no reciben la atención ni los recursos suficientes, lo que dificulta la estimación de su impacto global e impide un programa de actuación más preciso.
Entre los más significativos, se incluyen especies patógenas de levaduras, hongos filamentosos y/o dimórficos (que se desarrollan de forma diferente según la temperatura de crecimiento) pertenecientes a los géneros Candida, Aspergillus, Cryptococcus, Histoplama, Blastomyces y Coccidioides, entre otros. En particular, Candida albicans está catalogada como la cuarta causa de infecciones sistémicas diseminadas por el torrente sanguíneo.
Sin embargo, mucho más grave ha sido la emergencia de Candida auris. Los Centros para el Control de Infecciones y Enfermedades (CDC) de Estados Unidos la consideran una “amenaza urgente”. Esta levadura muestra una resistencia inusual a los tratamientos, lo que ha aumentado los casos registrados de multirresistencia. Además, presenta baja susceptibilidad a los desinfectantes sanitarios habituales, se puede contagiar desde equipamiento e instrumental hospitalario (fómites) y es fácilmente transmisible entre personas.
Son múltiples y complejas las razones que explican esta inquietante situación. Por una parte, en las últimas décadas ha aumentado considerablemente la población mundial susceptible de padecer infecciones fúngicas, como las personas de edad avanzada, los neonatos o los enfermos de dolencias crónicas debilitantes.
Íntimamente asociada a estas categorías se hallan las personas con daños en su sistema inmune o directamente inmunosuprimidas, caso de los pacientes de sida, los individuos que reciben una cirugía invasiva o trasplantes y aquellos que son sometidos a terapias prolongadas con antibióticos o quimioterapia. Igualmente, los largos periodos de hospitalización aumentan el riesgo de infecciones nosocomiales (adquiridas en el centro hospitalario) producidas por hongos.
Recientemente, el diario británico The Guardian alertaba sobre esta preocupante situación. En el artículo se resaltaban las graves carencias en infraestructuras adecuadas e investigaciones suficientes para hacer frente al posible estallido de una pandemia fúngica.
La ausencia de una terapia antimicótica segura y eficaz representa un problema de máxima preocupación: al ser los hongos organismos eucariotas, como nosotros, la toxicidad que pueden incorporar los compuestos es baja.
Además, disponemos de un arsenal de antifúngicos muy limitado. De hecho, sólo hay tres familias: los polienos (anfotericina B), los azoles (ketoconazol o fluconazol) y las equinocandinas (caspofungina o micafungina). Las dos primeras tienen como diana el ergosterol, un compuesto básico de la membrana plasmática fúngica; mientras que las equinocandinas bloquean la síntesis de su pared celular.
También se aplican algunos compuestos frente a ciertas micosis localizadas (terbinafina, griseofulvina, ciclopirox…). No obstante, su eficacia resulta a menudo débil, ya que no mata a las células (acción fungicida), sino que solo detiene su crecimiento (fungistática).
Y mientras tanto, se multiplican las cepas resistentes a los antifúngicos convencionales. Varias moléculas están en fase avanzada de investigación, pendientes de futura autorización.
Otro obstáculo proviene de la ausencia de vacunas contra enfermedades fúngicas en humanos. Aunque hay algunos ensayos en marcha, es un asunto complicado de abordar. En primer lugar, porque un número significativo de hongos potencialmente dañinos conviven con la microbiota del individuo sano. Además, la evolución clínica de una infección fúngica suele depender del paciente y su capacidad de respuesta inmunitaria.
Por tanto, y sin caer en alarmismos extremos, deberíamos prestar más atención a los hongos. Sin olvidar, claro, otras amenazas microbiológicas más preocupantes, como las causadas por bacterias multirresistentes a los antibióticos o la presencia de virus genéticamente nuevos y desconocidos para la población humana.