Qué mal nos sabe decir a los abuelos durante una comida que ya no podemos ni con un huevo frito más. “¡Pero abuela, que no es mi culpa, es la leptina!” Mi justificación para no dejar reluciente el plato es la hormona vinculada a la sensación de saciedad, que también se revela como una aliada para combatir la obesidad mediante un proceso fisiológico que implica un curioso cambio de color.
Para entender cómo funciona, empecemos por el principio. La grasa procedente de los alimentos se acumula en células especializadas, los adipocitos, que forman el tejido adiposo. Pero cuando ese almacenamiento es excesivo se produce lo que comúnmente llamamos obesidad.
Entonces no solo observamos un aumento de volumen y peso en el individuo, sino que además su tejido adiposo deja de funcionar correctamente. El metabolismo de los adipocitos comienza a dañarse y se desencadenan diversos procesos fisiológicos perjudiciales; entre ellos, procesos inflamatorios.
La función de ese tejido no es solo la de almacenar: también actúa como principal fuente de energía en situaciones de demanda. Por añadidura, hablamos de un tejido vivo, capaz de secretar señales que actúan en órganos como el páncreas o el sistema nervioso.
Entre estas señales se encuentra la citada leptina, una hormona que, tras la ingesta de alimentos, viaja desde el tejido adiposo por el torrente sanguíneo hasta nuestro cerebro y activa la señal para no comernos ese huevo de más.
Solo con esto podemos hacernos una idea de qué mecanismos se encuentran alterados en el desarrollo de la obesidad. Pero ¿y si la leptina cambiase además el color nuestra grasa para hacerla menos perjudicial?
Cuando decimos que el tejido adiposo está vivo, es que de verdad está vivo y coleando. Y el color aquí importa. Porque el tejido adiposo se clasifica, según la apariencia y actividad de sus células, en blanco y marrón. Este último es muy común en los recién nacidos, pero se pierde con el crecimiento.
El tejido marrón es el más eficaz en quemar grasa y liberar la energía almacenada en forma de calor. Para ello utiliza mitocondrias y se rodea de muchos vasos sanguíneos capaces de regular la temperatura en todo el cuerpo.
La comunidad científica ha demostrado la existencia en adultos de un tipo intermedio de adipocitos entre estas dos subdivisiones: los adipocitos beis, parientes muy cercanos del tejido adiposo marrón. Lo interesante es que los adipocitos pueden cambiar de un tipo a otro según el estímulo que reciban, un proceso que ha sido denominado browning o “pardeamiento”.
El gran interés entre investigadores por esta transformación reside en que los adipocitos beis poseen mayor capacidad para quemar las grasas almacenadas y liberar energía en forma de calor que los blancos. Entre otros motivos, porque expresan un mayor número de mitocondrias en su interior. Y estas, como hemos visto anteriormente, son cruciales para la función del tejido adiposo marrón.
El pardeamiento se basa en una serie de cambios llevados a cabo por ciertas proteínas en el interior de los adipocitos, las cuales dirigen las rutas que deben tomar azúcares como la glucosa, como de si de una autovía se tratase. Muchas de ellas se encargan de activar o bloquear la presencia de otras mediante cambios en la información que transmiten a nuestro ADN.
Estos supercontroladores reciben en biología molecular el nombre de “factores de transcripción” y son esenciales para multitud de procesos fisiológicos y órganos tan vitales como el corazón.
¿Y cómo sabe entonces mi michelín que tiene que cambiar de color?
La grasa se autocontrola. Uno de los estímulos que reciben los adipocitos es el de la señal de leptina que ellos mismos producen para alertar a nuestro cerebro de que paremos de comer. La hormona activa conexiones nerviosas que regresan a la grasa para indicarle que ahora le toca almacenar y quemar lo ingerido.
Si este feedback se recibe correctamente, como un bumerán, la leptina pone en marcha el proceso de pardeamiento en los adipocitos, que cambian de blanco a beis mediante la activación de factores de transcripción como el denominado PPARβ/δ.
Cuando esta proteína se activa, se une al ADN y dirige la información para que los procesos de oxidación, almacenaje de lípidos o los procesos inflamatorios en el interior de las células estén controlados. Entonces comienzan a aparecer los adipocitos beis. Encargados de oxidar lípidos con mayor eficacia, permiten que la grasa almacenada se localice en zonas preparadas para ello. Es importante que órganos tan vitales como el hígado o el corazón no acumulen lípidos en su interior o a su alrededor, ya que la función principal de sus células no es la de almacenar grasa.
Potenciar el proceso está en nuestras manos: una buena alimentación o el ejercicio físico ayudan a que la sensibilidad de estas conexiones sea mayor y que nuestro tejido adiposo mantenga esa capacidad de transformación.
Cuando no podamos comer más, también habrá que explicarles a nuestros abuelos que el color de los michelines importa, y que la leptina se está ocupando de ello.