La Zamora de los Somoza
Descubrimos Zamora de la mano del 'renacentista' Paco Somoza, arquitecto, restaurador, hostelero, acuarelista, bodeguero...
La sabiduría de Rubén Becker ha convertido el concurrido La Sal en una visita de obligado cumplimiento
En tiempos de caza, el Lera de Castroverde de Campos es un destino gastronómico ineludible
Zamora tiene las mismas vocales que Paco Somoza. Todos los caminos que conducen a ella vienen de él. Ver esta ciudad con Paco es verla de otra manera; su guía es un privilegio, por su pasión, su sabiduría enciclopédica y porque lleva esta ciudad en la cabeza y el corazón. Arquitecto, restaurador, hostelero, acuarelista, bodeguero.... Un tipazo renacentista. No concibo su recorrido sin él, sin su mujer, Ana, sin su familia.
Viví en Zamora siendo adolescente, cuando esta era una ciudad de grises y fríos, detenida en el tiempo. He vuelto muchos años después para encontrarme con una ciudad nueva. La verdad es que para mí, volver es acudir al encuentro de las pequeñas cosas, de ese tiempo que marca el viaje que cuenta el alma.
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Recientemente llegué acompañado de familiares y amigos y, como siempre, empecé a recorrerla con Paco y Ana, con su presencia de brazos abiertos. El comienzo siempre es el mismo: desde la bella y austera iglesia de Santa María de la Horta del siglo XII. Tiene este templo una belleza recogida y en su silencio hay algo incontable, la elocuencia callada de la piedra.
Subimos la calle Balborraz, cuya restauración valió el Premio Europa de Arquitectura a la obra que dirigió Paco con la colaboración de otro grupo de arquitectos. Si uno supiera esperar, escucharía aquí de nuevo el chirrido medieval de los carros cargados de mercancía en pos de su mercado en la Plaza Mayor, su gran escaparate.
A un lado, la imponente San Juan de Puerta Nueva, crisol de la Semana Santa, el templo que acoge a la virgen más venerada de esta ciudad, La Soledad, y de donde sale El Cinco de Copas, uno de sus momentos cumbre.
Nuestro deambular por Zamora va de iglesia en iglesia, hay más de veinte, para admirar su preciosidad románica, su románico tardío también apellidado zamorano, hasta llegar a la más majestuosa: su catedral.
Dejamos la visita interior para el día siguiente, se nos ha echado encima la hora de cenar y nos espera el sonriente Rubén Becker en La Sal. Este también debiera recibir la calificación de templo gastronómico. Rubén trata de maravilla el producto, lo mima, lo acaricia...
Su nombre ya trasciende de los límites de la ciudad, circula con profusión de boca en boca de multitud de correcaminos gastronómicos. Una barra generosa y un puñado de mesas componen el concurrido local. Rubén tira de manual y se despacha unos escabeches, un atún con salsa de pimiento, unas legumbres de la zona extraordinarias y terminamos con carnes.
Un decir, porque a los postres su variedad de quesos es de coronación. Todo esto, más la sabiduría de Rubén, convierten a La Sal en una visita de obligado cumplimiento. El vino lo impone la presencia de Paco: Díscolo 2015, que conserva la esencia de la zona con elaboración moderna: potente, amplio, persistente y que a su paso deja el rastro de un bosque.
La noche baja fría y a cada paso, cada piedra tiene un significado y una explicación. Zamora la inexpugnable nos trae también el eco literario de uno de sus poetas, Jose Hilario Tundidor: “En el ámbito luminoso de su noche sonora reposa el sueño humano”. Mientras, nos resguardamos en el hotel a la espera de otra jornada intensa para mañana.
Cariátides en la Zamora modernista
El segundo día nos lleva a la parte modernista de la ciudad, esa huella de comienzos del siglo XX trazada en varios edificios a cada cual con una historia interesante. Este mosaico arquitectónico lo componen fachadas señoriales, cerámicas azuladas, balconadas de forja, miradores circulares, cúpulas de colores, farolas preciosistas y el súmmum: unas peculiares cariátides que son lo más fotografiado de la ciudad.
Regresamos a la catedral, justo en la punta opuesta. Lo primero que salta a la vista es la torre del Salvador, de casi 50 metros de altura, y la cúpula bizantina. Sin igual. En el interior, lo más reseñable son su colección de tapices flamencos, una de las mejores del mundo; el Cristo de las Injurias (Anónimo, S.XVI), una de las crucifixiones más reseñables del Renacimiento español, y su retablo mayor diseñado por Ventura Rodríguez. Al despedirnos, un vistazo apresurado a la portada del Obispo, la única románica conservada, elevada sobre un podio para salvar el desnivel.
Antes de partir para el almuerzo en Castroverde de Campos, nos detenemos en el Mirador de Troncoso para ver pasar al Duero, el “río duradero” como lo llamaba Claudio Rodríguez. De ahí a mi iglesia preferida de la ciudad, Santa María Magdalena, la más bonita, la más elegante. En su interior, sin retablo alguno, un monumento funerario que guarda la memoria de Urraca de Portugal.
Camino del Restaurante Lera, en Castroverde de Campos, atravesamos una tierra bella de marrones y grises, de silencios desprendidos de sus cultivos de legumbres, de centeno y de trigo. ¿Adónde irá ese ciudadano solitario que camina por esos pueblos de ecos vacíos?
Lera es un destino gastronómico de primer nivel, en tiempos de caza no ir debiera considerarse una mancha indeleble en el currículum de cualquier gastrónomo que se precie. Su menú es prodigioso. En él se alternan carnes de conejos, liebres, perdices, patos azulones, codornices, faisanes, jabalíes, corzos y las piezas reinas: los pichones.
Preparadas de diferentes maneras: estofadas, guisadas, asadas e incluso mezcladas con legumbres de la tierra o acompañadas con membrillos y otras frutas. Tampoco hay renuncias al pescado y en la mesa aparece una lubina extraordinaria de punto y preparación.
Luis Alberto Lera está en un momento de plenitud creativa
, diría yo. Su interpretación de algunas recetas clásicas que provienen de sus padres Minica (que allí sigue celestial en la cocina) y Cecilio (quién luego nos acompañaría para enseñarnos palomares y bodega) es magistral, pero también ha sabido adaptar el producto local a las técnicas actuales, sin complejos, sin ataduras, con sencillez y maestría.
Disfrutamos de la sobremesa y bebemos vinos de amigos: de Richard Sanz, Paco Somoza y de ese dios de los mil suelos, Mariano García. La tarde se nos echa encima por esa rendija de luz que es el invierno mientras planificamos el último recorrido para mañana por Zamora y su orilla del Duero.
Paseo río abajo hasta las aceñas de Olivares
La mañana aparece como un “himno helado”, como la escribe el poeta Ángel Fernández Benéitez; bien dice él que “no hay tiempo más agudo que el invierno”. Bordeamos el río atendiendo a las explicaciones de Paco, nos paramos ante el Puente de Piedra y sus 16 arcos apuntados, imponente al paso del río, firme en su acceso peregrino de la Vía de la Plata. Caminamos río abajo hasta llegar a una de las restauraciones más meticulosas hechas por el estudio de Paco: las aceñas de Olivares, tres molinos del siglo X ahora convertidos en centros de interpretación de industrias alrededor de estas aguas.
El final de la visita se sustancia en el castillo medieval, una de las obras más importantes, emblemáticas y simbólicas de la ciudad, cuya rehabilitación del 2009 se debe también a Paco Somoza. Las obras permiten el acceso completo a toda la estructura y desde sus almenas las vistas nos dejan ver la inmensa llanura zamorana.
La mirada se detiene en la iglesia de Santiago de los Caballeros, donde fue ordenado El Cid y a lo lejos la vieja prisión de Zamora en donde Telecinco Cinema rodó Celda 211 La visita al Portillo de la Lealtad (antes De la Traición) completa el recorrido.
Camino del último almuerzo nos paramos un instante en la Casa de los Gigantes, que alberga el museo de Baltasar Lobo, un escultor deslumbrante, humanista, cuya obra es una permanente exaltación de la vida.
Hierve bajo el fuego de Rubén Bécquer un espléndido arroz zamorano, del que damos cuenta a modo de despedida. Es genial Rubén, capaz de hacer de algo tan popular un plato diferente, sabroso, proverbial. No podíamos haber encontrado mejor epílogo: buena comida, mejor compañía y el andar de las palabras por los platos.
Respiramos los últimos aires mientras se prodigan los apretones, los besos y los abrazos, dejamos atrás estos días con luces propias y contamos las horas para volver aquí, a este mágico nido de calor, amistad y sentimientos.
*Paco Somoza es autor de las acuarelas que ilustran este reportaje