Dehesa de los Canónigos, mensaje en una corteza
El caserío de la familia Sanz-Cid conjuga una virtual trilogía: vino, pasión y aldea
Del Albillo al Solideo, Dehesa de los Canónigos compite por estar en lo más alto
La llamada es la de la amistad, como aquella de muchos años atrás que Mariluz Cid, la matriarca, dejó grabada en la corteza de un árbol. Una despedida, un desgarro, una incertidumbre: “Adiós, dehesa de mi vida, no sé si te volveré a ver”. Y volvió.
Porque su marido, Luis Sanz, el patriarca, leyó, recibió, como un venablo en el corazón, ese mensaje y decidió comprar la finca, recuperar para su mujer una felicidad que creía perdida. Corría el año 1988. Y aquí empieza la historia de este territorio que conjuga una virtual trilogía: vino, pasión y aldea. Y un afecto desbordante: Dehesa de los Canónigos.
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De Pesquera a Valbuena de Duero hay un desfile de viñedos bien alineados que parecen aterrizados sobre una geografía desnuda que se estira como la brisa. La carretera es recta y permite un mirar sin obstáculos. A uno de sus lados aparece el caserío de la familia Sanz-Cid, el que alberga la casa y la bodega, un espacio domesticado para un único fin: elaborar un vino que tuviera la identidad de la zona, que compitiera por estar en lo más alto, entre los mejores, y en ello se afanó Luis y para ello catapultó a dos de sus hijos: Belén, enóloga desde hace veinte años, e Iván, director gerente del proyecto.
Pero Dehesa de los Canónigos es más que eso, es también una concentración de afectos, un nudo llano, un lugar de acogida para la amistad. El paisaje es un preludio de la calma, con jardines tan cuidados que parecen maquillados. El pinar que la rodea es una declaración de intenciones: del suelo al cielo. El entorno de casa, bodega y capilla, es una plegaria de belleza. Tengo para mí que las bodegas tienen perfil de templo, por lo que guardan de sagrado, por su culto al vino, que vasodilatador, fomenta la sociabilidad y la palabra, y hasta un día tuvo un dios. Para el trato y la acogida que dispensa siempre esta familia no encuentro adjetivos.
Mis citas con este hermoso lugar son dos al año: en el otoño, ahí por octubre, cumplo con el ritual del padrinazgo de cosecha que inauguró en el 2011 mi querido Pepe Ribagorda y continuaron, estableciendo un ballestrinque del afecto, Enrique Ponce, el empresario americano Gideon Searle, Óscar Campillo, Miguel Ángel Gil, un servidor, el general Manuel Gorjón, Paco Somoza y Jesús Julio Carnero; bajo esa bandera de hospitalidad hemos ido completando años y añadas.
La cita nos reúne en torno a una jornada festiva que comienza en una cena difícil de olvidar y continúa con un viaje en globo matinal que permite una increíble panorámica de la comarca, donde el Duero pronuncia su meandro, como si quisiera retrasar su salida, como si deseara no irse nunca de esta finca. Un río sabio.
Un simulacro de vendimia, una ceremonia íntima y familiar y una comida en la que reina el producto cumbre, el lechazo, cierran la jornada. Los vinos aparecen: el Albillo, el hermano pequeño, la apuesta decidida y valiente de Belén por recuperar esta variedad. Fresco, untuoso, sorprendente, con un delicado amargor final. Los tintos han sido los que han dado prestigio a la bodega: Quinta Generación, otro de los jóvenes de la familia; fresco frutal, moderno y goloso. Dehesa de los Canónigos Crianza, muy bien equilibrado de fruta y madera y largo de sabor. Y Solideo, su buque insignia: elegante, muy estructurado... Vuelan en las copas, se prestan al brindis por la cosecha, por el hermanamiento de esta sociedad amistosa, por la vida. Juntos. Felices.
Mi segunda cita es en verano, pasado el Carmen, cuando julio enciende su hoguera. La cena es familiar, el momento muy recogido, en el jardín, al rumor del agua de las fuentes, bajo la inmensa bóveda celestial. Juegan los niños, ladran los perros, la vida respira mientras vemos llegar a Venus y el encendido ritual de cada estrella como una melodía musical. Una pulsación luminosa. Repasamos lo acontecido y estrechamos la amistad, hablamos de vino, probamos añadas y las apellidamos con sentimientos. Vinculamos las Rías Baixas con esta fértil comarca. La noche va yendo, tejiendo el afecto y la compañía. Nos deseamos lo mejor para las vacaciones. Para siempre.
La mañana aparece con sus pasos de baile y la señal del regreso a Madrid. La despedida siempre se prolonga porque los abrazos van largos y vamos señalando fechas para el siguiente padrinazgo. Al arrancar el coche siempre pienso en grabar sobre una corteza los versos de Montaigne, el escritor y filósofo de otra ilustre tierra de vino: Burdeos. “Si la vida es un paseo, sobre ese paseo al menos sembremos flores”. O uvas, diría yo, porque como reza en el sentir de esta familia: “Antes uvas que cubas”. Que así sea.