A Coruña tiene la llave de las nostalgias, el eco de las voces bajas, hospeda los saberes secretos, los primeros pasos en el lugar primigenio: A Rúa da Marola, nombrada así en honor del islote que hay a la salida de la ría que daba la más honorífica de las titulaciones marineras: “Quen pasou a Marola, pasou a mar toda”. Noroeste cuarta Oeste.
Manuel Rivas y A Coruña son un cuerpo inseparable. Esta ciudad es, como él dice en el comienzo de la conversación, “el punto cero, que en la cartografía fue una ubicación decisiva. Así se localizaban en medio de los océanos a las embarcaciones. Un lugar inventado que resulta ser el más real: donde el meridiano de Greenwich se cruza con la línea del ecuador, en el Golfo de Guinea. Con su metáfora, siempre pienso que A Coruña es mi punto cero. Tiene esa condición”. Afirma de inicio, y prosigue: “Aquí nací, en esta ciudad que tiene su estilo geológico: fue istmo y cuando subía la marea era isla. Tiene esa forma de barca de piedra que entra en el Atlántico Norte. Como decía San Barandán, las almas tenían también forma de barca. La cuna es una barca y también la muerte”.
En el comienzo de su colección de relatos editados con el título de “Las voces bajas” (Alfaguara 2012), Manuel habla con profusión de este lugar de su infancia. Le pido que me rememore aquellos años, y con un rictus de ternura me describe: “Era el lugar de mis juegos, una hermosa marca en la piel de mi corazón. Un vértice triangular demarcaba el territorio: a la derecha, el cementerio de San Amaro, que, como decía mi padre, era “el más saludable del mundo”: bien orientado, luminoso y aireado por el mar. A la izquierda, la Prisión Provincial, desde donde se podía ver el patio de prisioneros y la banda sonora de los murmullos y las canciones de sus visitantes. Enfrente, el Faro de Hércules, de Breogán. La idea que tengo del Faro es la de una luz que era nuestra, nos pertenecía, y su barrido nocturno iba recogiendo sueños, que comunicaba al océano infinito con nuestras angostas habitaciones. Ese era mi barrio, Monte Alto, un lugar que podría estar en cualquier gran ciudad de América. El local universal”.
“Si pudiera elegir mi paisaje de cosas memorables... elegiría, robaría esta calle que es anterior a mí y a todos”. (Mario Benedetti).
Sin salir de esta ciudad de cielos cambiantes, de vientos cruzados, en la que Picasso aprendió a pintar palomas en movimiento, llamo a la conversación a uno de los mejores amigos de Manuel: Xosé Manuel Pereiro, periodista, músico y escritor. Le cuento de esta tarea tan mundana, la de hablar con un amigo alrededor de una botella de vino y de la participación de afectos comunes.
Xosé Manuel me responde en tono coloquial. "Ahí va lo mío con Manolo": “Como mandaban los caducos manuales de urbanidad -comienza-, Manolo y yo fuimos presentados. O más bien, públicamente señalados en una de las primeras asambleas del primer curso de la IV Promoción de Ciencias de la Información de la Complutense como poseedores de un inequívoco acento gallego –en realidad muy distinto: coruñés capitalino el suyo, del sur de Lugo el mío–. Aquella cierta sensación de apartheid tonal nos unió, y a partir de ahí organizamos eventos culturales, vendimos libros, participamos en varias conspiraciones, nos enteramos de la muerte de Franco en la línea del 12 de la EMT e hicimos una revista, de poesía, a fotocopia, que ahora sale en los manuales de literatura (aunque no por mi diseño, que era lo que yo aportaba). Regresamos más o menos a la vez a Galicia, a pasar desapercibidos por la entonación y a intentar hacer periodismo y vivir de eso. Desde entonces, hemos luchado espalda contra espalda en muchos proyectos y debatido en muchas barras. Ahora, 45 años después, estamos juntos en otra publicación –Luzes entre otros diversos planes. Como decían aquellos manuales, el mal nunca duerme”.
Tengo para mí que hay una trilogía sentimental irrenunciable: la familia, los amigos y la tierra. Por aquí continúa nuestra charla y le pregunto a Manuel si él también piensa en esa trinidad como algo fundamental: “Somos estirpe, en el sentido de nuestro vínculo con la gente y la naturaleza. La vida es cronología, es el calendario que va marcando el tiempo. Un tiempo va siempre asociado a un lugar. Y vivimos esa vivencia. Somos nietos de pastores celtas y por tanto nómadas. En mi caso, Isa (su mujer) era profesora e iba recorriendo diferentes destinos en Galicia y yo le acompañaba con la máquina de escribir a la cabeza, acompañados por nuestros hijos que eran bien pequeños: Martiño y Sol. Hicimos un mapa, un recorrido a través de Galicia y también fuera de ella, que nos marcó mucho, nos proporcionó experiencias y emociones; nos pasaron muchas cosas, trazamos un mapa de afectos que te hacía querer, valorar a la tierra en la que estabas. Alguna vez, lejos de Galicia, la gente se sorprendía cuando veían que nuestros hijos se sabían los nombres de todos sus primos, sus tíos... y decían: “Estos son celtas”, porque ese espíritu entrañable es algo muy céltico, muy de tribu. Ese afecto no es excluyente, es inclusivo”.
“Al pueblo gallego se nos califica como un pueblo triste, “saudoso”; al contrario, mi sensación familiar, tribal, es de pueblo festivo, de un pueblo al que le gusta compartir... Muchas veces cuando se queda algo en el plato se dice: “La vergüenza del gallego”, y yo digo: “No, hombre, es por si viene alguien y tiene hambre, o le presta”.
“En las cosas necesarias -sostiene Manuel- pienso que los gallegos somos bien generosos, especiales. Cuántas veces hemos escuchado eso: “De aquí no se va nadie sin comer”, aunque sea a deshoras. Los cuentos son también cosas esenciales. Sin duda lo importante en la vida es mantenerse, sobrevivir, tener agua, comida, aire, un hogar... y después tener cuentos para no morir de frío. A nadie se le niegan, somos muy fértiles los gallegos en ese sentido”. Y remata afirmando: “Por ello yo quiero mucho a mi país, porque nadie se marcha sin comer, sin beber y sin cuentos”.
“Un cuento es una casa de palabras, un refugio frente a las angustias que provocan incertidumbres de la vida”, escribió el novelista Gustavo Martín Garzo.
Desde sus tiempos de adolescente, Manuel empezó a deambular por la redacción de un periódico local, El Ideal Gallego, allí y en medio del ruido de los teclados, los sonidos de linotipia y el olor a tinta y a impresiones madrugadoras aprendió el oficio de escribir, a ponerle caligrafía a los sentimientos. De la mano de dos periodistas de referencia, inolvidables, José Antonio Gaciño y Luis Pita, aprendió también que el periodismo es un cuento.
Le pregunto cuándo y cómo decidió dedicarse a la literatura: “El periodismo es una puerta, una gatera para la literatura, además cada vez estoy más convencido de que es también una rama de la literatura, no utiliza uniformes diferentes. Siempre me gustó hacer un titular como si fuera un verso, y sentirlo; escribir las crónicas como si fuesen relatos. Una escritora de ciencia ficción a la que he leído recientemente dice que la imaginación es la mejor manera de hacer un informe. Creo que la imaginación ayuda a ver lo que no está bien visto y por eso siempre se llevaron bien el Rivas periodista con el Rivas literato. Hubo momentos de esa experiencia en los que me dije: voy a viajar por la imaginación”. E insiste: “Me dediqué a la literatura porque quería profundizar más en la realidad y vivirlo como un navegante solitario, aunque luego tu embarcación se va llenando de gente, de personajes. La literatura es el oficio con más compañía del mundo”.
Le interrumpo para preguntarle si ha cumplido sus sueños. Respira profundamente y desde la plenitud de su fuelle me responde: “Sí que puedo decir que soñé con ser escritor. Aunque hay otras expresiones artísticas que también me atraen, no hay como tener un lápiz, como un puntero de sílex en la antigüedad. A pesar de todas las tecnologías, de ir sobrecargados de cacharros, yo cuando meto la mano en mis bolsillos solo encuentro un lápiz y con él ya puedo trazar una aventura”.
Manuel es un artesano de las palabras, un orfebre, las trabaja, las auspicia en su cabeza con hospitalidad hogareña como las pensaba Walter Benjamin, que decía que el que narra posee enseñanzas para el que escucha. La guardiana de su literatura es su editora, la directora de Alfaguara, Pilar Reyes, que acude a mi llamada: “Manuel Rivas es un escritor con un mundo poético único, lleno de referentes literarios y emocionales que están ligados a la tierra donde vive y a las ideas en las que cree. Defiende la naturaleza porque el mar le ha dado su “línea del horizonte”; defiende el diálogo porque el lenguaje es su arma; defiende la mirada poética sobre el mundo porque lo contempla desde la “boca de la literatura”. Y sobre todo, está convencido de que la palabra poética puede intervenir en la realidad, auscultándola, mirándola a los ojos. Sus libros nos ayudan a ver, de una manera única también: con el corazón y la sensibilidad”.
Manuel ha tenido una fértil relación con el cine; sus novelas El lápiz del carpintero y Todo es silencio Todo es silenciofueron adaptadas por Antón Reixa y José Luis Cuerda. Otros dos de sus relatos, Primer Amor Primer Amory Xinetes na tormenta, los transformaron en cortometrajes José Luis Cuerda y Ricardo Llovo, además de algunas experiencias propias con el documental de creación. Pero su primera participación fue la más celebrada, La lengua de las mariposas La lengua de las mariposas(1999).
Le pido que recordemos juntos ese momento: “Fue algo inesperado, recibí una llamada de Cuerda que me contó que llevaba ya tiempo dándole vueltas a la adaptación de uno de mis cuentos, Un saxo en la niebla, integrado en “Que me quieres amor” y que finalmente había decidido cruzar en la historia dos cuentos más”. Le interrumpo para contarle una anécdota que me había referido el añorado Rafael Azcona, guionista de la película: “Cuando García Márquez pasaba por Madrid nos citaba a unos cuantos amigos en el Hotel Palace para que le pusiéramos al día. Me preguntó en qué andaba y le dije que estaba escribiendo un guión basado en tres cuentos de un escritor gallego, Manuel Rivas. Gabo se sorprendió y me dijo que “Un saxo en la niebla” era uno de los cuentos más bellos que había leído”.
“A mí el cine -continúa conversando Manuel- me parece algo admirable, respeto todas las películas por el esfuerzo que llevan. Durante el rodaje de la película, Cuerda me pidió que me acercara a las cercanías de Santiago el día que rodaban la secuencia del vuelo de las mariposas, en la ribera del Río Tambre. El especialista llevaba unas mil y pico en una caja, pasaba el tiempo y las mariposas no volaban para la impaciencia de Cuerda: “Ahora no -decía el especialista-, se ha levantado niebla del río y habrá que esperar, a eso de las 11,30 está previsto que levante y para entonces”. Llegada la hora no sucedió y el especialista pidió una moratoria por la susceptibilidad de esta especie, llegó la otra hora y las mariposas no levantaron el vuelo y Cuerda ya ligeramente desencajado preguntó qué pasaba y la respuesta fue que la temperatura había subido demasiado y esto también impedía el vuelo. Aquello se caldeaba y se tornaba imposible, decidí regresar a mi casa y durante el trayecto pensé que mientras escribía las “iris” me volaban de maravilla”. “Por eso siento un respeto tremendo por el cine, aunque a veces piensas que como escritor tienes más poder, dicho entre comillas. Pero cuando ves la película y ves que se produce esa hermosa metamorfosis de algo que está con palabras se transforma en rostros, con sus entrañas... Mira, yo tenía otra imagen de don Gregorio, el maestro, pero ahora no puedo imaginarlo sin que sea Fernando Fernán Gómez. Esa alquimia es algo maravilloso. Entrar en una sala de cine es entrar en el paisaje del mundo. Es encender una linterna mágica”.
Llamo al periodista Juan Cruz, que el pasado 30 de diciembre publicó en El País lo más bonito que he leído acerca de “La lengua de las mariposas”. Le pido que intervenga también aquí: “Había dos Rivas pequeños. Uno era el perro que seguía al padre del muchacho. El padre de Manolo iba a la cantina, y siempre iba detrás la mascota. Los parroquianos decían: “Ahí viene Rivas…, y ahí llega o Rivas pequeno”. Años después no están ni el padre ni aquel Rivas pequeño, pero en la cabeza desgreñada, tirando a blanca, de este otro Rivas pequeno sigue estando el chiquillo que imaginó La lengua de las mariposas, alimentos de la imaginación que abrazan los dibujos esenciales de sus libros”.
Y en eso estaban Oeste y su “rey”, Nemo Bandeira, un líder, un tipo hecho a sí mismo que quería controlarlo todo y de repente perdía, paulatinamente, hasta el control de sí mismo. Así nos lo contó Manuel en el despacho del consejero delegado, así recuerda el momento: “Estoy muy orgulloso de haber participado en el proceso. Nunca olvidaré aquella reunión en la que Paolo Vasile le dio un giro tan acertado al título, transformando Oeste en Vivir sin permiso, que como él me dijo estaba ya dentro de la historia, en uno de sus diálogos. Hay gente que ahora me llama desde América para hablarme de la serie y del personaje de Nemo Bandeira que ya ha adquirido un cierto aire de leyenda que se fija en la memoria. Viví todo el proceso con enorme curiosidad”.
Manuel se extiende, alarga su memoria para seguir hablando de la tele, de cómo llegó a su vida: “Soy de lápiz y máquina de escribir pero también fui un niño del barrio de Elviña, en donde había un solo receptor de televisión, en la tienda de Leonor. Íbamos por la noche a ver las series, llevábamos las banquetas porque no había suficientes para todos y se prendía la magia: aparecían “El fugitivo”, “Los intocables de Elliot Ness”, “Bonanza”... A modo de los cuentos de lareira, de cuentos alrededor del fuego. Una ventana que nos hacía viajar y ver, un hallazgo extraordinario. La hoguera del campamento”.
Y profundiza todavía más: “Mi abuelo, Manuel de Corpo Santo, era un gran narrador, contaba cuentos que no terminaban en una noche, se sucedían en muchas entregas que continuaban cada noche, como Scherezade y sus mil y una. Eso tenían y tienen de peculiar las series, un trazado longitudinal”.
Hablando de historias prolongadas llamo a Aitor Gabilondo, el responsable de Vivir sin permiso, Vivir sin permiso,para que contribuya a cerrar esta parte de la conversación: “Guardo como un tesoro -de los que no se pueden robar, de los que quedan dentro- el día que pasé con Manuel en A Coruña hablando de Vivir sin permiso. Más bien escuchando. No recuerdo ni una sola de las palabras que me dijo, pero no he podido olvidar la alucinante sensación de estar siendo cautivado por su personalidad, por sus palabras, por sus ojos, por la enorme capacidad de asombro que aún conserva... fue como si me leyera uno de sus libros sólo para mí. Fue como enamorarse. Quizá sea lo mismo...”.
Sé que a Manuel le gusta mucho el dicho gallego que define muy bien el futuro: “O día de mañá ninguén o viu” (El día de mañana nadie lo ha visto). Y le sugiero una mirada futurista: “Ya que estamos en clave gallega -me dice- “tengo días”, de una esperanza indócil que no negativa. En estos tiempos que vivimos zarandeados por una crisis que va más allá de lo sanitario se despierta también una cierta nostalgia del porvenir, que tiene que ver con la relación con la naturaleza, con nuestros modos de vida. Son tiempos de angustia pero son también tiempos para repensar y repasear por lugares, en el sentido metafórico, para andar y caminar; pensar en lo que es necesario, lo que es importante, para esa sabiduría, esa especie de acuerdo secreto entre generaciones que no se estudia en las academias, ni figura en los manuales. Esas verdades esenciales para el ser humano que se trasmiten como un murmullo. Todos nos necesitamos. Lo comunitario es importante. El apoyo. La responsabilidad mutua. Esa idea kantiana de que las cosas tienen precio pero las personas dignidad. Por eso al escribir procuro huir de los discursos programáticos, políticos y me gusta hablar de cosas como la común decencia, la utopía razonable de establecer que no hay mundos perfectos pero sí que lo moral, insisto, la común decencia, lejos de la corrupción, el afán de dominio sobre otros semejantes, la subyugación, eso debería ser lo anómalo. Y una cuestión fundamental: el modelo de crecimiento que se ha impuesto, esa locomotora imparable, ha descarrilado. Hay que pensar en otro modo de vida más austero en las cosas fundamentales: ser cuidadoso con el agua, la energía, la naturaleza... y esa austeridad puede ir acompañada de nuevas formas de abundancia que ya están aquí: la abundancia creativa en todos los ámbitos: en la cultura y sobre todo en el afecto. Una democracia debería ser efectiva pero también afectiva. Vemos que el horizonte, como decía el poeta Manuel Antonio, está enfermo, pero la cuestión principal es ver la realidad en la que estamos: En el mundo tiene que dominar la pulsión del deseo, la excitación creativa. Pienso que hay mucha pulsión del deseo en el mundo: la gente se mueve, busca, camina, anda miles de kilómetros buscando y por ello entiendo que es esa pulsión quien la mueve”.
Hoy descorcharemos un rioja, un vino un tanto especial. El último libro de Manuel es un ensayo titulado “Zona a defender”, se me antoja un paralelismo con el territorio minero que defiende el personaje encarnado por en el “Jinete Pálido”, Predicador. En San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), el bodeguero Benjamín Romeo elabora un vino con ese nombre desde el 2004. Le llamo y le pido que nos cuente su historia: “Hasta entonces en Bodega Contador elaborábamos vinos de alta calidad como el blanco Qué Bonito Cacareaba y los tintos Qué Bonito CacareabaLa Viña de Andrés, La Cueva del Contador y Contador.
A ese vino, que iba a tener el estilo de Bodega Contador –Benjamín Romeo– pero a un precio mucho más «justo», le llamé Predicador. La inspiración surgió de un western al que te has referido: El Jinete Pálido (Pale Rider), de Clint Eastwood. En el desenlace de la película en una escena él deja su sombrero en la tierra, y esa imagen fue la que serviría como etiqueta del vino Predicador.
Para ese fin se solicitamos a la productora del largometraje –Malpaso Productions– el permiso para la utilización del fotograma. La sorpresa vino a través de la biógrafa de Clint Eastwood que viajó a la bodega para conocerme y saber la historia del vino.
Predicador procede de unos 25 viñedos de entre 15 y 40 años con una producción media de 1,5 kilo por cepa. La variedad de uva principalmente es Tempranillo y cada año tiene una “pincelada” de otras variedades como PredicadorTempranilloGarnacha, Graciano o Mazuelo
Este 2015 tiene una alta expresión, es fresco, voluminoso, equilibrado en su acidez, potente, goloso y de una gran sensación frutal. Redondo.
Alzamos nuestras copas y me paro para brindar, nos miramos, en esta tregua silenciosa cuesta decidirse pero Manuel se arranca para finalizar: “Brindemos por la infancia, que es el futuro; por los mayores, que son la memoria. Y en medio nosotros”. Palabra de vino.