Los domingos y días de feria en los pueblos del interior de Galicia, los pulpeiros emiten señales de humo, pertrechados en sus calderos de cobre, sus tijeras y sus aguas (hay quien dice que lo cambian todo). Una llamada, como el sonido de una campana que convoca a una comunión gastronómica. El centro de una vida. Un fragmento de interior. La memoria perpetua de una hermosa estampa de pueblo.
Manuel Domínguez es nieto de “O Guapo”, un conocido pulpeiro de O Carballiño (Ourense). Estudió Empresariales pero en su retina dormía el despertar del viaje permanente por ferias y pueblos al calor de la preparación del pulpo. “Los niños aprenden a escribir y a cantar, a leer, a escuchar, a cortar, a coser y a trabajar con esmero”, escribió Yeats. Muy a pesar de su padre, un empleado de banca, continuó sus estudios en la Escuela de Hostelería de Vilamarín, continuó su formación en el Parador de Verín y se fogueó en un ciento de bodas y ceremonias hasta que decidió venirse a Madrid.
En la capital se enroló en la cocina del Goizeko Kabi y en la del Comité; estudió técnicas de cocina al vacío y montó su propio proyecto: Lúa, en la calle Zurbano, 85 (donde hoy está un restaurante italiano, A Vánvera). Allí le fuimos descubriendo y trabando amistad de manera encadenada: unos amigos llevábamos a otros.
Para rememorar aquella época cito a Pedro Fernández Frial, uno de los mejores amigos de Manuel, exdirectivo de Repsol y ahora enrolado en la gestión de su Guía: “Cuando hablo de Manuel me vienen rápidamente a la cabeza tres conceptos que para mí le definen con precisión: honestidad, sensatez y cercanía -relata Pedro-. Le conocí cuando abrió el local al que te has referido en Zurbano. Me gustaron mucho el proyecto y su ejecución. Quizás fue uno de pioneros en Madrid en cuanto a menú de degustación, que iba cambiando periódicamente,
Con el paso de los años, y ya en el nuevo local, ha seguido demostrando que tiene muy claro que el futuro de la gastronomía pasa por esos tres pilares y por el respeto absoluto a las personas y a las normas, como por ejemplo adaptar rápidamente sus instalaciones, con obras incluidas, a las especiales circunstancias que se derivan de la pandemia que nos está tocando vivir.
Brindo pues por Manuel, empresario cabal, honesto, sensato, cercano y amigo de sus amigos. ¡Un magnífico restaurador y mejor persona!”.
Le pregunto al chef cuáles fueron las razones que le llevaron a dejar el local de Zurbano para trasladarse al número 5 de Eduardo Dato: “Necesitaba dar un salto -me cuenta-, ampliar mi horizonte, pasar de una cocina ínfima de nueve metros cuadrados a una más espaciosa, a un local con más capacidad que me permitiera desarrollar dos conceptos: el de menú de degustación (que ya tenía) y reinventarme en una fórmula de nueva taberna en la que poder hacer cosas más cercanas y más sencillas que también me apasionan”. En su nuevo local, en este espacio de elegante taberna uno puede encontrarse con su pulpo (el de mejor factura de todo Madrid), unas bravas de langostinos, una ensaladilla de marisco extraordinaria, o un bogavante con huevos fritos.
Manuel tiene en su haber dos Soles Repsol y una estrella Michelin, que le otorgaron en el año 2015 en Santiago de Compostela. Le pido que hablemos de esto, del significado de los premios: “Son una alegría. Lo de la Michelin me hizo especial ilusión que me la concedieran justo el año en el que se entregaban en nuestra tierra. Los reconocimientos te dan posicionamiento, te dan nombre, fortalecen tu marca. Son un magnífico reclamo”. Y continúa: “Pero los premios son también una responsabilidad: la de no traicionar al reconocimiento sin tener que abandonar tu camino, el de sostener el concepto “gastroeconómico”, el de saber que esto también es una industria que sostiene familias y un entorno de proveedores”.
Mientras andamos entre soles y estrellas, me encuentro con mi buen amigo Rodrigo Varona, socio fundador de la asesoría gastronómica Brandelicious y periodista. Le animo a participar en la conversación sobre Manuel: “Hace cinco años, durante la entrega de las estrellas Michelin en Santiago de Compostela, Manuel Domínguez me comentó que salía a fumarse un cigarro justo cuando estaban a punto de anunciarse las nuevas estrellas. Yo sabía que una de ellas era para él, así que tuve que inventarme algo para retenerle y cuando su nombre fue anunciado, no le quedó otro remedio que salir –bastante azorado– a recogerla.
No es que Manuel no valore lo que significa una estrella Michelin (aunque es verdad que no la ha perseguido como otros); ni tampoco que sea un hombre tímido, como pueden atestiguar aquellos que le han tratado como colegas, clientes, proveedores o amigos. Sencillamente es que Manuel tiene una manera de ver las cosas poco afín al mundo gastronómico en el que vivimos, una especie de rara avis en el panorama actual porque, sin esconderse ni ser un bicho raro, tampoco busca a toda costa el aplauso fácil vía Instagram
Y digo prosperar porque pocos restauradores madrileños pueden presumir de su éxito. ¿No me creen? En los 15 años desde que nació Lúa, ha logrado asentarse en un local antes maldito, conseguir el reconocimiento de las guías (2 soles y una estrella), hacerse con una clientela extraordinariamente fiel, rentabilizar el restaurante cada año y contar con un equipo de trabajo comprometido. ¿Cuántos restaurantes madrileños pueden presumir de todo ello? Pocos, muy pocos. Y lo ha hecho con un perfil bajo, sin estridencias, compaginándolo con otras pasiones (un tipo culto, que seguro que nos dará sorpresas en este aspecto)”.
Contaba Neruda en su Oda a las patatas fritas: "...llenan el plato con la repetición de su abundancia y su sabrosa sencillez de la tierra". No encuentro mejor manera de perimetrar lo sencillo. Eso es Manuel.
Corren tiempos difíciles para la hostelería y por ello le digo que si en los momentos de adversidad hay confrontación entre sus dos almas de empresario y cocinero. Es veloz y contundente en la respuesta: “En estos momentos se impone mi faceta de empresario, que exige un enorme sentido de la responsabilidad y la imperiosa necesidad de reinventarse, de seguir estando vivos, de jugar a la subsistencia. Este es un tiempo que obliga a la toma de decisiones muy complejas, muy poliédricas. Son tiempos muy tensos. Enormemente complicados”.
Para animar nuestra conversación Manuel sale de la cocina con una ración de pulpo y unos trozos de pan de trigo para rebañar en el plato. Decía Cunqueiro que el aroma del pulpo es una caricia sensual y cálida. Como quisiera el escritor mindoniense no estamos en la “Carballeira de Santa Susana en la eterna Compostela, o en una caseta de San Froilán en el tibio y dorado otoño de Lugo”, pero estamos en una mesa gallega, en un remanso de Galicia en Madrid. A este propósito, le digo a Manuel si es consciente de que su restaurante ha ido adquiriendo un cierto porte de sede diplomática de su tierra. Se ríe y me dice: “La verdad es que me siento muy cómodo entre los míos. En el devenir del tiempo he notado que ha habido una concentración de clientes/amigos que venían por aquí como buscando un refugio, un lugar donde sentirse como en la tierra, como si quisieran encontrarse con Galicia en el Lúa. Me gusta tener esa sensación de cuerpo diplomático (se ríe)”. “Y lo digo sabiendo que Madrid es una ciudad maravillosa -prosigue-, una tierra de acogida a la que le estoy enormemente agradecido por todo lo que me ha dado”.
Llamo a un amigo común, el actor y cómico Xosé Antonio Touriñan, y le digo que colabore conmigo en la escritura de este Palabra de Vino. Me responde con un mensaje de voz: “Conocí a Manuel hace casi cinco años a través de un amigo común, Miguel Rial. A partir de ahí he vivido momentos inolvidables en su restaurante, en cenas que se prolongaban con veladas en su casa escuchando música gallega. Hemos profundizado mucho en la amistad hasta el punto de que le considero mi familia en Madrid. Y ya siempre que tengo algo que celebrar lo hago allí. Su restaurante es el nuevo centro gallego en esta ciudad, es fácil encontrarte a un puñado de conocidos del periodismo, de la escena, del audiovisual, de la cultura en general.
Manuel es un tipo especial, siempre está pendiente de ti, te pregunta por cómo te van las cosas. Es una de las personas más generosas que conozco. Tan gran profesional como persona. Lúa es Galicia en Madrid”.
Prolongo la conversación llamando también al periodista y escritor Nacho Carretero, otro asiduo del restaurante. Atiende solícito a mi petición y me escribe: “Yo con Manuel tengo que tener cuidado, porque se le desborda la generosidad. La lleva al ras, como un vaso a punto de rebosar. Cualquier comentario decanta el vaso. Así que soy cauto.
Recuerdo, por ejemplo, un día comiendo con él que me fijé en unos preciosos vasos de Sargadelos. Fue comentarlo y, a escondidas, me preparó una caja de 12. En otra ocasión, en su casa, me quejé de una contractura en el cuello que me estaba matando. Al instante hizo su aparición Manuel con una especie de máquina masajeadora de la que al principio me reí, pero que después resultó increíblemente efectiva. Me insistió tanto en que me la quedase que todavía tengo pendiente devolvérsela.
Lo mismo sucede cuando organiza comidas en su casa. No hay manera de hacer cuentas. Sonadas son las peleas para repartir los gastos. Ya casi son tan tradicionales como la comida misma. Él 'eche' así. Entregado. Todo corazón. Como te despistes, se le desborda la generosidad”.
Manuel nunca ha roto el vínculo y viaja con frecuencia a su Carballiño natal, se siente muy gallego, presume de ello: “Galicia es un destino gastronómico inmejorable del que quedan muchas cosas por enseñar. El marisco y el mar lo tapan todo, y son extraordinarios, pero tenemos una despensa de interior maravillosa: unas carnes vacunas apreciadísimas, unos porcos celtas a reinvidicar y un producto del campo y de los bosques más que notables. Será necesario posicionarlo, trabajarlo, elaborarlo con mirada del siglo XXI”.
Volvemos sobre el pulpo, al que el escritor mexicano José Emilio Pacheco llamaba “oscuro dios de las profundidades”. Le señalo que hace el mejor pulpo de Madrid y me responde: “Es que si lo hago mal no me dejan entrar en O Carballiño. El pulpo va en mi ADN. Su preparación es un manifiesto de modernidad: es un show cooking, un pulpeiro tiene una parte de sushi man, es también un food track. El pulpo debiera ser declarado patrimonio nacional”. De él dijo otro escritor mexicano, Octavio Paz: “Qué belleza nocturna, su esplendor sí navega”.
Llega el momento de hablar del vino, de su elección, que supone un requiebro porque esperaba un Ribeiro y me sorprende con un albariño, de una bodega clásica del Salnés, Mar de Frades. Un vino de parcela, Finca Valiñas 2015.
Le pido a la enóloga de la bodega, Paula Fandiño, que intervenga, que nos ilumine: “Finca Valiñas es mi interpretación de nuestro viñedo del mismo nombre, plantado antes de la creación de la D.O., por tanto, son viñas muy viejas que se encuentran en la vertiente más atlántica del Valle del Salnés, la ladera en que se encuentra mira al mar, y las cepas están plantadas en socalcos (bancales) debido al fuerte desnivel. Mi función a lo largo de estos años ha sido entender este terruño, muy granítico, duro y muy poco profundo (florecen en él roca madre que los gallegos llamamos Cons), el microclima que en él se genera (humedad que trabajamos para evacuarla) y cómo las cepas han soportado el paso del tiempo.
En Finca Valiñas hago una interpretación del viñedo, queriendo expresar el perfil mineral y más salino, reflejado en el paso del tiempo, ya que una vez elegido el momento de vendimia, momento preciso que define el perfil aromático de las uvas y del vino, continúo con la labor de custodiarlo en bodega durante casi 5 años,
Finalmente, ese reposo y la oscuridad llegan en la botella, donde lo criamos durante meses a fin de que cuando llegue al mercado, el vino se identifique como un vino fino, lleno de matices, balsámico y con el frescor salino capturado en cada botella. un vino que en la cosecha 2015, por su intensidad y perfil floral, alcanzó el período más largo de crianza sobre lías”.
Respiramos Atlántico en cada sorbo, en su color están los reflejos de ese mar que lo abriga. Es fino, muy elegante y transmite una sensación de frescor que habla de vientos del norte, de miradores marinos, de aguas que se realzan en la espuma de sus sueños.
Brindamos para despedirnos. Lo hace Manuel: “Porque vengan tiempos mejores, así en la tierra (Galicia) como en el cielo (el de Madrid). Palabra de vino.