El verano es la época perfecta para huir de las grandes ciudades y buscar el abrigo de una isla, su tiempo dilatado, la franja de tierra y mar que nos acoge cuando la urbe se vuelve intranquila y necesitamos un poco de paz, y que el entorno acompañe.
Se calcula que en todo el continente Europeo hay más de 2400 habitadas, muchas corrientes, otras tantas, rincones de belleza selecta que merece la pena ver durante los meses de rigor estival, cuando hay tiempo y ganas de descubrir algunas de sus mejores postales. Existen para todos los gustos: villas, playas remotas, castillos medievales, tumbas y acantilados para darle al ojo hambriento del viajero una razón para quedarse.
La joya de Normandía es uno de los islotes rocosos más transitados de Francia, con casi 3 millones de visitantes cada año que recorren sus plazas porticadas y sus larguísimos tramos de escaleras y callejones adoquinados. Esta impresionante abadía fortaleza de estilo góticos es también un lugar para peregrinos cuyo esplendor se remonta a la Edad Media. EN 1970 fue declarado Patrimonio Mundial de la UNESCO.
Es posible que el viajero tenga la tentación de alojarse en la populosa Malta y sus calles y playas masificadas por el turismo voraz, lo que a veces no deja apenas espacio para disfrutar de un poco de tranquilidad en un entorno algo menos apretado. En cambio, haría bien en fijarse en una de las hermanas pequeñas del archipiélago. En maltés, la isla de Gozo se llama "Għawdex", hogar de los templos megalíticos de Ġgantija, más antiguos que las pirámides de Egipto y Stonehenge. Datan de alrededor del 3600-3200 a.C y, según la mitología, fueron construidos por gigantes.
Este archipiélago remoto tiene dos islas principales, Skellig Michael (también conocida como Great Skellig) y Little Skellig. Solo se puede visitar la primera, pero el paseo bien merece un poco de cansancio: hay que subir 600 escalones de piedra, que datan del siglo VI, para llegar al monasterio, una de las joyas de estas islas que parecen pintadas y conservadas por un Dios con mucho tiempo libre, y adonde se retiró un grupo de monjes en el siglo VI. 250 metros de altura después, en los restos monásticos, queda la serenidad y la amplitud de un paisaje que corta el aliento.
Aquí se concentra el sueño húmedo de cualquier autor de fantasía épica que quiera inspirarse en un territorio que aún conserva la imponente fuerza de un paisaje sin domar. Hay tres nombres que el viajero debe grabar en la mente antes de visitar esta deslumbrante sucesión de montañas, lagos y acantilados: 'Cuillin Hils', The Quiraing y las 'Fairy Pools', o piscinas naturales de cuento de hadas que dan parte de su fama al paisaje.
El gaélico escocés todavía se habla en el castillo de Duvengan, como un hechizo de tiempos antiguos que se resiste a desaparecer y forma parte indisoluble de la identidad de esta isla tan especial. Obligatorio hacer noche en el pueblo de pescadores de Portree y, por supuesto, viajar en coche, la mejor manera de ver lo que Skye ofrece. Puede hacerse en un día, aunque siempre es mejor dedicarle un par de jornadas para poder saborear lentamente las postales mágicas que van brotando.
Sinónimo de fiordos y, sobre todo, de auroras boreales con las que morir de un síndrome de Stendhal. Su negativo: el sol de medianoche, que en ciertas épocas del año dura 24 horas. El entorno ártico y el frío no impiden que broten otras curiosidades, como el hecho de que estas islas cuenten con las playas de Haukland y Uttakleiv y por momentos parezca que el coche atraviesa aguas caribeñas,ciertamente frecuentadas por ríos de turistas.
Lo mejor, después del golpe de paisaje, es ir a descansar a algún hotel cercano, especialmente uno que no rompa la arquitectura particular de la zona: son todo casas primorosamente decoradas con madera de colores; encontraremos otras tantas con los tejados cubiertos de hierba, también llamados 'techos verdes'. De nuevo, la tradición manda: para que el tejado tenga buen aspecto, cada ciertos meses hay que subir ahí arriba una oveja que coma la hierba y la abone con sus excrementos.