A última hora de la noche del 27 de octubre de 1962 en el mar de los Sargazos, los reflejos de un oficial de señales de la Armada de Estados Unidos y un tropiezo con una escotilla pudieron salvar al mundo de un conflicto nuclear. Ocurrió durante la crisis de los misiles de Cuba. Nunca antes ni después la humanidad ha estado tan cerca de una conflagración devastadora que habría borrado del planeta a millones de personas en cuestión de horas.
Justo 60 años después, la invasión de Ucrania ha reavivado el peor espectro de la Guerra Fría. El presidente ruso ha amenazado a la OTAN con usar su arsenal nuclear –el mayor del mundo- si se interpone en la invasión de Ucrania. ¿Un temor exagerado? Tal vez, pero tras el paso de la pandemia hasta el Apocalipsis parece verosímil. La escalada del conflicto de Ucrania es impredecible y Rusia puede terminar enfrentándose directamente con la OTAN; una confrontación entre potencias nucleares.
El 14 de octubre de 1962 un avión espía U-2 norteamericano descubre los preparativos del despliegue de misiles balísticos soviéticos en la isla de Cuba. Las ojivas nucleares ya están en la isla, pero Estados Unidos no lo sabe.
Ha sido un movimiento secreto decidido meses atrás por el líder soviético Nikita Jruschov para lograr dos objetivos: defender el régimen de Fidel Castro de una invasión norteamericana y ponerse a la par en el equilibrio del terror con Estados Unidos.
En Washington no saben entonces que el alcance y la calidad de los misiles intercontinentales soviéticos dejan mucho que desear. La mutua destrucción asegurada –pilar de la disuasión en la Guerra Fría- está lejos de ser mutua. Jruschov quiere alcanzar ese equilibrio plantando misiles de su arsenal nuclear a 90 millas de Estados Unidos.
El presidente Kennedy se pone firme. Exige la retirada inmediata de los misiles y baraja bombardear e invadir la isla y derrocar de una vez por todas a Fidel Castro, como le están pidiendo los ‘halcones’ que le rodean en la Casa Blanca.
Que no lo hiciera fue un acierto. Washington desconocía que la URSS contaba con 43.000 soldados en Cuba. Peor aún, el comandante soviético tenía a su disposición armas nucleares tácticas de corto alcance para aniquilar al ejército invasor, recuerda el historiador de Harvard (por cierto, de origen ucranianio), Serhii Plokhi en el libro más reciente sobre la crisis, Nuclear Folly (2021)-aún sin traducción al español.
Mientras se piensa lo de la invasión, Kennedy hace caso a la propuesta de su ministro de Defensa, Robert McNamara: impone un bloqueo naval alrededor de Cuba al que llaman 'cuarentena' para rebajar un término propio de guerra.
El 24 de octubre a las 10:00 de la mañana hora de la costa este, EE.UU. inicia el bloqueo naval y eleva la alerta a DEFCON 2 –el máximo antes de la guerra abierta- que activa a 1.479 bombarderos con 182 bombas y 2.962 para alcanzar sus objetivos en la URSS.
La operación “Cúpula de cromo” mantiene en todo momento al menos 72 aviones B-52 con carga nuclear volando alrededor de las fronteras soviéticas, como recuerda la célebre película de Stanley Kubrick, Telefono rojo, ¿volamos hacia Moscú? Telefono rojo, ¿volamos hacia Moscú?
Cuando la noticia de la alerta llega a oídos de Jruschov, el líder soviético “se caga en los pantalones”, según describió tiempo después uno de sus colaboradores.
Empieza a plantearse retirar los misiles y traer de vuelta los buques con cargamento militar cuyo destino es Cuba. No lo hará sin concesiones. En el acuerdo final, Kennedy se comprometerá públicamente a no invadir Cuba y, en secreto, a desmantelar los misiles nucleares que apuntan a la URSS desde Turquía.
En las horas decisivas de intercambio de mensajes, el bloqueo mantiene en todo lo alto la tensión en el Atlántico. La noche del 27 de octubre, el oficial de señales Gary Slaughter del destructor USS Cony ve emerger por fin el submarino soviético que han perseguido durante días.
Se trata de un B-59, un submarino conocido por los norteamericanos como Foxtrot de la clase Zulu. Cuenta con 22 torpedos, tres motores diésel, tres eléctricos y una tripulación de 80 personas. No ha subido a superficie por el acoso al que se ha visto sometido, sino porque necesitaba encender sus motores diésel para recargar las baterías.
Al mando del B-59 está el capitán Valentin Savitski y su superior, Vaisli Arjípov, comandante de la flotilla de cuatro submarinos que ha salido el 1 de octubre de la base secreta de Saida, cerca de Murmansk, rumbo al Caribe.
Un año antes Arjípov había sobrevivido a un accidente en el motor nuclear de un submarino K-19 en Groenlandia, un incidente que inspiró la película K-19, The Widowmaker, protagonizada por Harrison Ford.
Al partir de su base no tienen muy claro por qué uno de los 22 torpedos de cada submarino lleva carga nuclear ni en qué caso están autorizados a lanzarlo.
Años después un capitán recordaba que podían usarlas en caso de ataque, rotura del casco o si lo ordenaba Moscú. Otros discrepan: sólo podían dispararlo bajo órdenes directas del ministerio de Defensa de la URSS o del comandante en jefe de la Armada.
“Parecería que cada capitán había entendido a su modo lo que podía hacer con su torpedo nuclear”, apunta el historiador Plokhi en una observación no muy tranquilizadora.
La noche del 27 de octubre, mientras Savitski, Arjípov y el oficial de señales se comunican con el oficial Slaughter del USS Cony, un avión de la Armada de EE.UU. hace una pasada rasante por encima del submarino y lanza varios dispositivos incendiarios para iluminar la noche y fotografiar el submarino.
Al sentirse atacados, el capitán Savitski ordena inmersión inmediata y pide tener listos los tubos 1 y 2 de los torpedos. En el 1 va el de carga nuclear. El B-59 ya apunta hacia el USS Cony. Y entonces se produce un tropiezo feliz.
Al descender del puente de mando, el reflector del señalero se traba con la escotilla, un contratiempo que retrasa lo suficiente al comandante Arjípov como para que pueda leer las señales del mensaje que rápidamente les envía Slaughter desde el destructor:
No es un ataque, dice el americano con sus destellos, no es un ataque... Y pide perdón por la conducta del avión de la Armada.
El mensaje llega a Savitski, acepta las disculpas y cierra las escotillas de los torpedos. Años después, Slaughter recordaría la orden que le dio entonces el capitán del USS Cony: “Mantén a ese bastardo ruso feliz”. Y así lo hace. Agradece su paciencia y el ruso incluso le devuelve el saludo con sus destellos en Morse. “La relación se hizo un poquito más cordial”, según Slaughter.
El historiador Plokhi rebaja el supuesto papel del comandante Arjípov calmando a un enfurecido Savitski dispuesto a iniciar un ataque nuclear, una versión que se convirtió en moneda corriente a partir del año 2000 por el relato de un testigo del incidente que elevó a Arjípov a la condición de "marinero soviético que salvó el mundo".
Sí, puede que simplemente interviniera el azar, esta vez con efecto preventivo. Pero hay algo más importante. Ni Kennedy ni Jruschov querían desencadenar una guerra nuclear. En aquellos tensos 13 días de octubre, ambos se vieron cara a cara con el ángel de la historia. Parece que ahora Vladímir Putin le ha vuelto la espalda.