La historia de la castañera que se inmortalizó en piedra entre la alta sociedad genovesa
El cementerio monumental de la ciudad italiana vuelve a recibir turistas
La burguesía genovesa del siglo XIX quiso reflejar su esplendor en vanguardistas lápidas
Una mujer pobre, la castañera Caterina Campodonico, se coló entre los elegidos
En el puerto de Génova hoy hay una coreografía de jubilados bailando, familias comiendo frituras de pescado en puestos a la moda, mayores que juegan a ser adolescentes en un barco pirata y niños que aprenden más de lo que pudieron sus padres en el imponente acuario de la ciudad. Los antiguos almacenes de algodón, estilo inglés, se han transformado en una especie de centro comercial con tiendas y restaurantes. Y al fondo, la ‘Lanterna’, el viejo faro, se resiste a perder el título de símbolo local en virtud de la moderna infraestructura portuaria de Renzo Piano, el gran arquitecto genovés. El centro neurálgico de Génova es ahora una especie de recuerdo renovado. Funcional para un agradable paseo de sus habitantes, aseado para una bonita postal del turista poscovid. Al fin y al cabo, todas las ciudades tienen algo de parque temático. Hace siglo y medio, no tenía nada que ver. Las dársenas eran un lugar en plena ebullición. Los mercantes habían ascendido a la categoría de burguesía acomodada y en tierra firme reinaba una mujer, no de las que usted piensa.
De esas también las había por sus callejuelas, claro. Pero la que nos ocupa se dedicaba a vender castañas. Se llamaba Caterina Campodonico, aunque respondía más fácilmente por “la paisana”. Tras días de navegación, los marineros llegaban hambrientos y antes que sentarse en una hostería a comer unos ‘trofie al pesto’, buenos eran unos frutos secos. El pan, reblandecido por la humedad, fue sustituido por la ‘focaccia’ genovesa. Caterina vendía lo que tuviese. Había nacido a principios del XIX en Génova, aunque para ganarse el jornal había que viajar de feria en feria. A mediados de siglo, el puerto se consolidó como gran centro industrial, por lo que la señora dejó la vida ambulante para instalarse de forma permanente en la ciudad a la que siempre perteneció. Su fórmula de negocio era sólo al por menor, pero desde su modesto oficio conoció a toda la gente importante que pasaba por allí. Incluido a un joven Giuseppe Verdi, a quien cuenta la leyenda que le regalaba castañas cuando era un pobre estudiante sin recursos. De origen humilde y semianalfabeta, “la paisana” acudiría después a algunas de las óperas del compositor en primera fila. Por supuesto, también sin pagar.
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De joven, Caterina había contraído matrimonio con un tal Giovanni Carpi, de profesión bebedor. Se gastó todo lo que ganaba la mujer, hasta que ella lo echó de casa. La juzgaron y la condenaron a pagarle al hombre una pensión para alimentarse, que es lo que ya hacía de casada. Total, que la señora fue envejeciendo sin descendencia. Y antes que dejar el fruto de su trabajo a sus familiares, decidió darse un último capricho: llevarse su herencia a la tumba. Literal. Caterina se mandó construir una estatua funeraria en el cementerio de Staglieno, adonde se estaban mudando todos esos hombres de dinero a quienes había conocido en el puerto. Le encargó el trabajo nada menos que a Lorenzo Orengo, uno de los escultores más prestigiosos del momento, que le presentó una factura desorbitada. La castañera no podía pagarla, pero gracias a las donaciones privadas de ese mundo ajeno al que ya había accedido, logró admirarla antes de muerta. En un macabro rito, el monumento fue expuesto en el cementerio en 1881. La mujer se mostraba con la mirada adusta, una preciosa mantilla, falda bordada, un collar de castañas y una rosquilla en la mano. Se fue un año después. En su epitafio todavía se puede leer, en dialecto genovés: “Desafiando la intemperie, honestamente me he procurado los medios para transcurrir mi vejez y también aquellos para inmortalizarme mediante este monumento, que yo, Caterina Campodonico (llamada la “paisana”), me hice construir mientras aún estaba viva. Oh, tú que pasas por mi tumba, reza si quieres mi paz”.
Si lo desean, aún pueden cumplir con la última invitación de la castañera. Su tumba no se ha movido del camposanto. Un edicto, herencia de la invasión napoleónica, había obligado a construir estos lugares de reposo fuera de los centros urbanos. Así que, Caterina no pudo disfrutar de la brisa del mar. Tuvo que conformarse con dejar la montaña a su espalda y mirar eternamente al río Bisagno. Ahí comenzaron a trasladarse las almas de las clases altas genovesas poco antes de la llegada de la célebre ‘outsider’. En 1835, el Ayuntamiento de la ciudad aprobó el proyecto del arquitecto Carlo Barabino para levantar un cementerio monumental. Pero -la historia siempre tiene estas cosas-, murió un año después, víctima de una epidemia de cólera. Su alumno Giovanni Battista Resasco retomó el proyecto, que finalmente vio la luz en 1851, con una parcela permanente para su primer ideólogo. “El cementerio es reflejo de una ciudad en expansión y sus tumbas son resultado del realismo burgués. No tienen demasiada importancia la misericordia o la fe cristiana, sino la plasmación de los valores y la riqueza de sus inquilinos”, señala Leo Lecci, profesor de Historia del Arte en la Universidad de Génova.
Un panteón, plagiado del de Roma, preside una galería porticada donde cada lápida saluda al visitante. Algunas con representación del muerto dolente, otras en la posición más digna que uno puede soportar desde el otro barrio. Hay estatuas a caballo, ángeles de la anunciación, vírgenes que llaman a la puerta del más allá, danzas fúnebres, procesiones familiares, diálogos shakesperianos con una calavera, carontes aburridos, guerreros a la espera, esqueletos vencidos por mujeres con los senos descubiertos, sufrimiento, desesperación, alivio, seducción, hedonismo, belleza. Resulta difícil no dejarse llevar. Separar la muerte de la poesía, sacarse de la cabeza el propio enterramiento. No es una perversión tan extravagante. Les pasó a escritores tan poco románticos como Mark Twain. “Las esculturas son níveas. Cada línea es perfecta, cada trazo ausente de mutilación, imperfección o defecto. Por eso, para nosotros, esta larguísima fila de formas encantadoras es cien veces más bella que la estatua maltratada, salvada del naufragio de las artes antiguas, y expuesta en las galerías de París para adoración del mundo”, escribió. Junto a banqueros, armadores, comerciantes y sus respectivas viudas, aquí yace Constance Lloyd, la mujer de Oscar Wilde. “Italia estaba acostumbrada al lenguaje frío y clásico de Canova, en el que había virtudes, no alegorías. La novedad genovesa es ese estilo fotográfico, que se convierte en vanguardia y después se copiará en cementerios de Cuba, Nueva York o Buenos Aires”, ilustra Caterina Olcese, de la Superintendencia de Bellas Artes de la ciudad.
El único problema es que los mármoles ya no son tan blancos ni tan impolutos como recordaba Mark Twain. Ahora la mayoría se han tornado grisáceos, muchos consumidos por el moho. Pero, qué encanto tendría un cementerio de otro siglo en una ciudad portuaria si el alicatado pareciera de Porcelanosa. En estos lugares se respira respeto, quietud, fascinación y una pequeña dosis de congoja. Las galerías mugrientas, corroídas por la humedad y cerradas con prosaicas vallas de obra, dan más miedo que otra cosa. Los moradores del club apenas reciben visitas de sus familias, muchas de ellas arruinadas. Los pocos que rompen el silencio son los turistas, que ya han vuelto, con el sonido de sus fotos y suspiros de admiración.
La mayoría se queda en los monumentos funerarios de la entrada, que dan para largo. Ya aquí se ve una evolución desde un primer estilo neoclásico al ‘art déco’ o al ‘liberty’, propios de las vanguardias. Pero, con el paso de los años y el aumento de clientes, el cementerio fue escalando por el bosque de Staglieno. Los intercambios comerciales configuraron una sociedad más multicultural. Y eso no sólo se nota en las calles, ya que todo termina en el mismo sitio. Un prado, con apariencia de jardín inglés, acoge grandes mausoleos neogóticos y tumbas protestantes, ortodoxas o judías. “Esa doble alma, con una zona clásica simétrica y otra más romántica es lo que lo convierte en diferente”, apunta Caterina Olcese. En este segundo enclave descansa en un templete de aire masón uno de los padres de la patria, Giuseppe Mazzini, flanqueado siempre por dos coronas de flores. Mazzini, genovés y héroe del Risorgimento, se consideró un liberal, pero su único Dios verdadero fue la política. En la parte moderna, que también existe, reposa el cantautor Fabrizio De André, la última bandera de Génova. Cerca de 10.000 personas lo acompañaron desde la basílica de Santa Maria Asunta, a orillas del puerto, hasta el cementerio. “Y entre el vómito de los rechazados, mueves tus últimos pasos para entregar a la muerte una gota de esplendor, humanidad y verdad”, cantaba De André. También para los malditos de esta ciudad canalla, en la colina de Staglieno sólo existe la gloria.