A gran parte de la ciudadanía de Myanmar, antigua Birmania, le es imposible reconciliarse con el poder porque éste alberga todas las connotaciones negativas posibles. Los que sufren las maneras de la junta militar saben que su suplicio está siendo inducido por un Ejército corrompido que, a fuerza de mano dura y de coerción, se convierte en un elemento propagador de miedos, de angustia, de dolor. Algunos soldados del Tatmadaw canalizan la autoridad que les otorga su uniforme y su rifle de asalto de manera abusiva, mientras que otros no aguantan estar alienados a la sinrazón y a la violencia. Entre estos últimos hay algunos que acaban desertando.
Hay escenas cotidianas, como la sucedida este martes, que reflejan el tipo de barbarie que se vive en el país. Un joven, padre de tres hijos, mascaba nuez de betel (un fruto estimulante) sentado en una acera. Varios soldados borrachos se acercaron. Se mofaron de él y cuando le preguntaron cómo se llamaba, su cuerpo ya había bailado varias veces al son de las patadas. Un testigo explicó con pelos y señales cómo una bala en la cabeza acabó con su vida sin que sus súplicas sirvieran de nada.
“Sinceramente, era inocente. No fue más que un abuso de poder”, afirmó el testigo a Myanmar Now, el medio de comunicación birmano más crítico con el Gobierno militar. La web de noticias sobrevive gracias a que está siendo editada desde Melbourne por su fundador, Swe Win. El resto de portales no corren la misma suerte.
Este jueves se han cumplido 200 días desde el golpe de Estado en Myanmar y, según datos de la Asociación de Asistencia a los Presos Políticos (AAPPB son sus siglas en inglés), han sido asesinados más de 1.000 civiles y se han producido alrededor de 5.700 arrestos. Soportar comportamientos de esta calaña no está siendo del agrado de muchos militares y los primeros en desertar fueron 12 jóvenes que pocos días después del golpe le dieron un rumbo distinto a sus vidas. Se calcula que desde entonces en torno a 800 soldados han colgado las armas y han huido de un sistema cuya tiranía no sólo afecta a los civiles. De hecho, muchos de ellos se han pasado al bando contrario, al Movimiento por la Desobediencia Civil (CDM), que sigue protestando por la reinstauración de la democracia.
Los 12 desertores estaban destinados en Dawei, una ciudad a unos 600 kilómetros al sureste de Yangon. Se entregaron a la Unión Nacional Karen (KNU), un grupo armado que representa a la minoría karen y que aunque hace décadas buscaban la autodeterminación, ahora abogan por un sistema federal Myanmar que le de autonomía a sus pueblos. En la actualidad existe un cese del fuego en vigor con el Tatmadaw, sin embargo, el KNU se ha mostrado en contra del golpe de Estado y ha acogido de buen agrado a los primeros desertores.
“Les dimos la bienvenida, ya que es el primer caso de soldados que se unen al movimiento de desobediencia civil contra el régimen”, afirmó un portavoz del KNU.
No está claro si este acto sirvió de inspiración o fue una mera coincidencia con el sentir de un grupo de 40 policías que desertaron el 10 de febrero en Loikaw, una zona montañosa ubicada al sur de Myanmar, cerca de la frontera con Tailandia. Se trata quizás de una de las imágenes más icónicas: policías que alzaron los tres dedos en solidaridad con el CDM y en contra de la dictadura y del desproporcionado uso de la fuerza.
Tin Min Tun se convirtió en el primer desertor de alto rango, y también dejó la Policía en los compases iniciales del golpe, en marzo, después de una matanza a civiles antigolpistas en Yangon.
“Eran civiles desarmados que exigían pacíficamente la restauración de la democracia. Eran en su mayoría jóvenes que defendían sus derechos”, afirmó en un vídeo publicado por Mizima TV. “¿No sentís vergüenza por haber matado a estas personas? Estáis actuando peor que en el campo de batalla”, señaló el día después de que la Policía asesinara a 37 personas.
Con el paso de los meses, el goteo de deserciones ha sido constante y cada vez más militares y policías se ha negado a acatar las órdenes de la junta militar. Alguno cálculos estiman que alrededor de 100 de ellos son comandantes, capitanes y tenientes de la Marina y del Ejército del Aire. Lin Htet Aung tiene 29 años de edad y es un militar que abandonó el Tatmadaw en abril, ahora se encarga de asistir a aquellos que van dejando atrás el Ejército.
“Muchos han abandonado y se han visto obligados a dejar atrás a sus familia, que todavía viven en casas militares. Son alrededor de 40 o 50, no saben qué hacer y no tienen ninguna ayuda. No tienen manera de contactar con sus seres queridos”, agrega. Para este joven desertor, cuánto mayor es el rango, más difícil se hace la deserción ya que “cuánto más alto sea, más miedo tienen de perder sus puestos. Si lo hicieran, esta lucha terminaría rápidamente”.
Los desertores son perseguidos por la junta militar y una vez detenidos suelen ser condenados a muerte. Debido a que en Myanmar no existe tal pena, les mantienen entre rejas de por vida, aunque a veces los militares prefieren tomarse la justicia por su mano. En mayo, una explosión acabó con la vida de tres desertores e hirió de gravedad a un cuarto. Estaban escondidos en una casa y se sospecha que el ataque fue obra de las Fuerzas Armadas. En junio, otro desertor fue detenido junto a un exparlamentario en su escondite. Ambos estaban contagiados de Covid-19 y no pudieron ir al hospital para evitar llamar la atención.
Enclaustrados y con unas vidas completamente controladas por la junta militar. Así viven los soldados, inmersos en una jerarquía estricta y dominante, según han relatado tres desertores a DW. Viven en bases del Ejército, donde sólo se les permite salir con permiso de sus superiores. Decisiones a priori triviales para cualquier persona son imposibles para los que tienen los rangos más bajos, a los que tratan como esclavos e incluso sus mujeres son obligadas a limpiar las casas de los oficiales sin cobrar. Un testigo afirmó que la pareja de uno de los soldados tuvo que acceder a dar un masaje a un superior por evitar repercusiones contra su marido. La vestimenta, la actividad en las redes sociales (están obligados a dar sus claves de acceso), la decoración de sus casas o lo que se puede o no decir está dictado por la junta.
“Todo está vigilado”, afirmó un desertor, “quieren convertir a la gente en robots, que no piensen por sí mismos”.
La propaganda antimusulmana es constante hacia los soldados de todos los rangos y se les inculca la versión más nacionalista del budismo -religión mayoritaria- donde ningún otro credo tiene cabida. Las minorías musulmanas son tildadas de terroristas.
Incluso el Tatmadaw controla las finanzas de los militares, obligándolos a registrarse en fondos de pensiones o compañías aseguradoras afiliadas al Ejército. Abandonar las Fuerzas Armadas es, según explican, una misión casi imposible. La ley no permite hacerlo antes de los 10 años de servicio, e incluso entonces, el proceso burocrático puede llevar otros tres o cuatro años. Aquellos que optan por desvincularse por la vía rápida saben que además de las represalias que tomarán contra ellos, también existirán ataques contra sus familias.