El asesino Anders Breivik permanece impasible a la matanza que provocó, desafiante y sin ningún atisbo de arrepentimiento. El ultraderechista noruego que hace 10 años asesinó a sangre fría a 77 personas, acribillando a 69 jóvenes en la isla de Utoya tras dejar ocho muertos en un coche bomba, de hecho, ha vuelto a mostrarse en tono provocador y haciendo el saludo nazi, pidiendo su puesta en libertad. Lo ha reclamado al cumplir el tiempo mínimo de condena tras sembrar el terror en Oslo y la cercana isla, donde acampaban chicos y chicas de las juventudes socialistas noruegas, en julio de 2011.
Alardeando de su ideología, Breivik ha vuelto a alzar la misma mano que no vaciló al tirotear a sus víctimas para realizar el gesto fascista ante el juez. Tras 10 años en prisión, está en su derecho de pedir la liberación, pero el fanático asesino no parece haber cambiado, y ni mucho menos tener remordimientos por su macabro acto. De nuevo, ha exhibido carteles con consignas xenófobas; las mismas con las que justificó los asesinatos de esos jóvenes del Partido Laborista a los que acribilló por tolerar, decía, la islamización de Noruega.
Aprovechando la audiencia como tribuna política de sus ideas supremacistas, Breivik no ha mostrado signos de haber cambiado.
La matanza fue indescriptible: convirtió Utoya en un cementerio con decenas de cuerpos yaciendo por toda la isla, y lo hizo sin prisa, con la misma mirada heladora que exhibe en cada intento por acortar los 21 años de prisión a los que fue condenado. Su actual demanda de libertad parece abocada al fracaso. Hay riesgo de reincidencia: sigue siendo el mismo extremista violento que lloró cuando en el juicio leyeron su manifiesto; el manifiesto de un asesino de masas.