El rocambolesco robo de la piedra sobre la que será coronado Carlos III
Es la piedra sagrada de los escoceses, confiscada por Eduardo I en 1296, y desde entonces todos los reyes ingleses y británicos han sido coronados sobre ella
La Nochebuena de 1950, cuatro estudiantes nacionalistas escoceses entraron de la abadía de Westminster y se la llevaron a Escocia
Durante la huida, la piedra se partió en dos y por primera vez en trescientos años se cerró la frontera entre Escocia e Inglaterra
La Nochebuena de 1950, llamó la atención de un agente de policía aquel viejo Ford Anglia estacionado junto a la estación de trenes de St Pancras, en Londres, con cuatro jóvenes dentro. El 'bobby' les pidió los papeles del coche. Era una inspección rutinaria porque por esa fecha solían robar muchos vehículos. Los jóvenes estaban nerviosos, pero el policía no percibió ese nerviosismo. Les dejó marchar. Para nada se podía imaginar que aquellos cuatro jóvenes con acento cerrado escocés estaban a punto de perpetrar el robo de la Piedra del Destino, que se encontraba en el interior de la abadía de Westminster. Quién se iba a imaginar que alguien se quisiera llevar esa pesada piedra arenisca de ciento cincuenta kilos.
Era la piedra sobre la que fueron coronados todos los reyes dalriados desde el siglo V y escoceses desde el siglo IX antes de que la confiscaran los ingleses en el XIII. Sobre ella fue coronado en 498 Fergus el Grande, el primer rey dalriado, que mandó traerla desde Irlanda. Dalriada era el territorio de los escotos y se extendía por todo el oeste del Escocia y el noreste de la isla de Irlanda, en lo que hoy es el Ulster. En 843, Kenneth McAlpin, el rey de los pictos, la trasladó al monasterio de Scone, en el este de Escocia, para coronarse sobre ella como el primer rey de todos los escoceses, uniendo a pictos y a escotos en los que hoy es Escocia.
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Era la piedra sagrada, mística de los escoceses. Hasta invasión inglesa de Eduardo I, quien la confiscó en 1296 y se la llevó a Londres, donde fue colocada en la abadía de Westminster, bajo el trono de Eduardo el Confesor, sobre el que se coronaban los reyes ingleses desde el siglo XI. Desde entonces, desde Eduardo II en 1306, han sido coronados todos ingleses y británicos. Y Carlos III será coronado sobre ella el 6 de mayo.
En 1950 estaba expuesta en la abadía y muchos escoceses la veían como un símbolo del dominio de Inglaterra sobre Escocia. Los cuatro estudiantes nacionalistas escoceses dentro de aquel viejo Ford Anglia que se la querían llevar de vuelta a Glasgow eran Ian Hamilton, de veinticinco años, estudiante de derecho, Gavin Vernon, de veinticuatro años, estudiante de ingeniería, bajito pero muy fuerte, Kay Matheson, una joven y callada maestra de gaélico de veintidós años, y Alan Stuart, el más joven de todos, con veinte años, rubio, con cara de niño.
Llevaban cuatro días durmiendo en dos vehículos en calles de Londres, pero la última noche había buscado una habitación para Kay porque ésta tenía fiebre y necesitaba descansar. El hotel estaba en St Pancras. Cuando les detuvo la policía acababan de recogerla. El cerebro del robo era Ian Hamilton, el hijo de un sastre, que creció en la industrial y oscura Glasgow en el seno de una familia nacionalista escuchando las hazañas de William Wallace y otros héroes escoceses en las guerras de independencia contra los ingleses, creció escuchando las historias de las guerrillas de Lord James, el lugarteniente del rey Robert Bruce.
Una de las historias que le marcaron fue la del robo de la piedra sagrada del monasterio de Scone en manos de los ingleses. Hamilton conocía a Donald MacCormick, que era el rector de la Universidad de Glasgow y presidente de la Asociación Escocesa de los Covenants, que era una organización que pedía la devolución del autogobierno en Escocia, perdido en 1707, cuando se unieron los parlamentos escocés e inglés y Escocia dejó de ser independiente. Había formulado un pacto (covenant, en inglés) en 1948, firmado por dos millones de escoceses, para crear un parlamento escocés.
La guerrilla de Hamilton
En otoño de 1949 Ian viajó a Londres por primera vez y entró como un visitante más en la abadía de Westminster para contemplar la piedra de Scone. Visionó el robo, imaginó una guerrilla moderna como la de Lord James que se hiciera con la piedra y la devolviera a los escoceses. Al regresar a Glasgow contactó con el presidente del sindicato de la Universidad de Glasgow, un joven carismático con madera de líder que estaba estudiando su segunda carrera y que se llamaba Bill Craig. Le expuso su rocambolesco plan y aceptó liderarlo y financiarlo, aunque sin ninguna fe de que fuera a funcionar. Craig le contó que, en los años treinta, otro grupo de escoceses ya había planeado el robo de la piedra, pero fue abortado después de que alguien lo filtrara a la prensa.
Reclutó a Kay y a Gavin, reclutó a su particular “guerrilla”, a los que se unió en el último momento Alan Stuart, amigo de Vernon, que se enteró porque Vernon se había ido de la lengua y no quiso perderse la aventura. Consiguieron dos coches, un viejo Ford Anglia y otro Ford para el viaje. Decidieron que actuarían la noche del 24 al 25 de diciembre porque pensaron que la policía estaría más pendiente de los borrachuzos de la fiesta de aquella noche que de vigilar la abadía de Westminster. Llegaron el 21 de diciembre a Londres. Pasaron tres días observando todos los movimientos alrededor de la abadía.
El plan era sencillo. Entrarían por la parte de atrás, la parte que daba al parlamento, por el Poets Corner, que daba a la capilla de Eduardo el Confesor, donde estaba la piedra. Había una primera puerta, un patio interior y la puerta de la capilla, que estaba candada. La forzarían con una palanca. Entrarían los tres chicos y Kay esperaría afuera en el coche, lista para la huida. En Escocia habían practicado levantando y moviendo una réplica de la piedra construida por el escultor y vicepresidente de los covenants en los años treinta con el mismo tamaño y peso que la original. O sea, de sesenta y seis centímetros de largo, cuarenta y dos de alto y veintisiete de grueso, y ciento cincuenta kilos de peso. Tenían que cargarla entre dos como mínimo. La esconderían en Dartmoor, en el suroeste de Inglaterra y regresarían a Escocia hasta que se calmaran los ánimos y más adelante volverían a por ella.
Los cuatro jóvenes idealistas estaban en el interior de aquel Ford Anglia cerca de la abadía esperando que se ciñera la noche. Oían a grupos de borrachos pasar de largo vociferando y riendo. A las tres de la mañana, Ian dio la señal y empezó la misión. El vigilante había terminado la primera ronda. Rompieron el cerrojo de la primera puerta y se adentraron al patio que daba a la entrada de la capilla. Ian tuvo que volver al coche corriendo porque se había olvidado la palanca. Corrió al coche y regresó, perdiendo diez preciosos minutos. Ahora sí que estaban listos. Forzaron la puerta y penetraron en el inmenso templo completamente a oscuras, resonando por sus altas paredes su respiración acelerada. Avanzaron pisando el haz de luz de la linterna que se abría trémulamente delante de ellos. Llegaron hasta la piedra. Al intentar sacarla de debajo del trono de Eduardo el Confesor se les cayó y se rompió en dos pedazos.
Kay, la callada
Ian cargó el pedazo más pequeño hasta la puerta. Pesaba cincuenta kilos, casi dos tercios de su peso. En la calle, sacando la cabeza, hizo una señal a Kay, que acercó el Anglia. Ian abrió la puerta de atrás y dejó caer la piedra sobre el asiento trasero. Se sentó en el asiento del copiloto esperando a sus compañeros, justo cuando el agente de policía que vigilaba la puerta se les acercó. Les preguntó qué hacían allí. Les dijo que era propiedad privada, que se tenían que marchar y que no les detenía porque, si no, tendría que ir a declarar en Boxing Day, el 26 de diciembre., su día festivo.
Kay, la callada, la invisible, fue la que habló, la que medió con una serenidad desconocida hasta ese momento. Le explicó que eran escoceses y que no tenían donde estar. Eran las cinco de la mañana. Quedaba una hora para que el vigilante terminara su turno. Se encendió un pitillo y se quedó hablando con ellos. Ian escuchó un ruido en la puerta de la iglesia y vio a Gavin y a Alan que detenían su salida al ver al policía en su coche. Estaban perdidos.
Pero sorprendentemente el policía ni los vio ni los oyó. Tampoco se dio cuenta de la piedra olvidada en el asiento trasero. Les indicó un aparcamiento público cercano donde pasar la noche y se marcharon. Tenían que volver, Gavin y Alan seguían allí, atrapados. Pero no podían volver con el mismo coche. Se dirigieron al lugar donde habían aparcado el otro Ford. Al llegar, Ian dijo a Kay que se marchara con la parte de la piedra y que se verían a las cuatro de la tarde en la estación de Reading, veinticinco kilómetros al sur, y le indicó la dirección. Ian cargó la pesada piedra en el maletero y Kay se alejó sin darse cuenta de que Ian con los nervios había olvidado el maletero abierto.
Ian se puso el abrigo de Alan que encontró en el Anglia para que no le reconociera el vigilante, pero cuando quiso abrir la puerta del otro coche aparcado, se dio cuenta de que no tenía las llaves. Las estuvo buscando, desesperado, durante unos minutos. Las había perdido. Seguramente se le caerían al cargar la piedra. Fue caminando con el paso acelerado a avisar a sus compañeros, pero al llegar éstos ya no estaban. Entró en el patio y vio que el otro pedazo de la piedra estaba allí, en el suelo. Pero no sus compañeros. No se la podía llevar él solo, cargándola por la calle.
Junto a la puerta de la capilla, en el suelo, vio las llaves del coche. Las cogió y se marchó. No podía correr para no despertar sospechas. Regresó al parking. Estaba amaneciendo. Solo quedaba él. Eran las seis de la mañana. El vigilante estaba a punto de iniciar la última ronda. No podía pensar. No podía volver. Tenía que volver. Era demasiado peligroso. Se negó a renunciar a su sueño. Tenían que devolver la piedra a Escocia, donde pertenecía. Lo haría él solo. Encendió el coche, esperó unos segundos a que se calentara el motor y lo condujo ante la puerta del Poets Corner.
Había dos policías delante del parlamento, pero no le importó que le estuvieran observando. Salió del coche, desesperado se metió en el patio, sin mirar, rezando porque nadie le hubiera visto. Levantó la piedra y la cargó, arrastrando esos cien kilos hasta el coche. Arrancó, pisó el acelerador y se alejó. Nadie le había visto. Pero había dejado un sinfín de pistas por el camino, entre ellas, el reloj de pulsera, que se le había caído en el interior de la capilla.
El campamento gitano
En su agitada y desordenada huida, por una acera solitaria de Westminster, reconoció las figuras de Alan y Gavin, que huían asustados. Les avisó. Subieron al auto. Se dirigieron a Reading pero Kay no estaba. Era el día de Navidad. No había diarios ese día. Entró en una cabina y llamó a Bill Craig, que estaba celebrando el día de Navidad con su familia. Le dijo, en clave, que la misión había sido un éxito. Bill Craig nunca pensó que fueran a conseguir robar la piedra. Ian le pidió más dinero para organizar la huida.
En los siguientes días se desató la locura. Todos los telediarios y periódicos abrieron con el robo de la Piedra del Destino. Se inició una búsqueda sin tregua para atrapar a los perpetradores y devolver aquella piedra, que era un símbolo para los ingleses. Por primera vez en trescientos años se cerró la frontera entre Inglaterra y Escocia. Todos los vehículos que la cruzaban eran registrados. Había controles en todas las carreteras, en todas partes. Alan e Ian escondieron la piedra en medio del campo cerca de Dorchester, en el condado de Kent. Nadie la podría encontrar allí. Consiguieron regresar a Escocia. La policía les paró varias veces, pero les dejaron seguir.
Después de marcharse con el maletero abierto, la piedra cayó al asfalto y Kay tuvo que frenar y volver a cargarla. Ian le había indicado mal la dirección a Reading y se fue hacia el norte en vez de hacia el sur. Decidió seguir y se dirigió a Birmingham, al centro de Inglaterra, donde tenía una amiga. Le contó lo que había pasado. Dejó el Ford Anglia en el garaje de sus padres con la mitad de la piedra dentro y regresó a Glasgow en tren. La búsqueda de la piedra se había intensificado por todo el país. Los covenants se reunieron y enviaron un mensaje anónimo al rey a través de la prensa ofreciéndole la piedra a cambio de que fuera devuelta a Escocia y cedida para las coronaciones. Inglaterra no aceptó.
Se dieron cuenta de que habían dejado la piedra mística de los escoceses en medio de un campo sometida a las inclemencias meteorológicas. Qué pensarían los escoceses. Así que Ian y Bill se fueron a buscarla. Cuando llegaron al lugar había un campamento de gitanos en caravanas y tiendas alrededor de la piedra. Bill Craig tiró de carisma y de dialéctica y trató de convencer al jefe gitano para que les dejara llevarse esa piedra que, le contó, era la llave de la libertad para los escoceses. El jefe gitano incluso ayudó a cargarla al coche. En el trayecto de vuelta fueron detenidos por una patrulla de policía. “¿No seréis vosotros lo que robasteis la piedra?”, bromeó un agente. “Está en el maletero”, le contestó Bill. El policía se rio y les dejó marchar. Después Ian se fue a Birmingham y se trajo de vuelta el Ford Anglia que seguía en aquel garaje con la otra mitad de la piedra.
El reloj perdido
Una vez juntados los dos pedazos, los escondieron en una fábrica en el pueblo de Bonnybridge. La policía les seguía la pista. Ian fue a casa de sus padres. Su madre le dijo que había reconocido en la prensa el reloj que habían encontrado en el suelo de la capilla de Eduardo el Confesor. Sus padres le felicitaron por su hazaña. Se había convertido en un héroe para ellos, como los de las historias que le contaban de pequeño. Un periodista escocés lo citó en un café y le dijo que sabía que era él el ladrón, pero le dijo que mantendría el secreto pese a que la exclusiva le habría sacado de pobre, porque también era un nacionalista escocés.
La opinión pública estaba a favor de los ladrones de la piedra, pero Ian se dio cuenta de que los escoceses querían ver la piedra, que preferían saber que estaba en la abadía de Westminster antes que no saber su paradero y que tarde o temprano la opinión pública se giraría contra ellos. Así que cuando supo que sus compañeros estaban detenidos, decidió entregarse y preparó con los covenants la devolución de la piedra. Después de repararla la entregaron en el monasterio de Arbroath, un lugar simbólico e histórico para Escocia. Allí fue donde en 1320 se firmó la declaración de más de cincuenta nobles escoceses asegurando la independencia de Escocia ante cualquier otro ataque inglés como el de Eduardo I.
Ni Ian ni sus compañeros fueron procesados para evitar una revuelta popular en Escocia ya que los ánimos estaban muy caldeados. Fueron tachados de ladrones comunes. Irónicamente Ian Hamilton se convirtió en abogado de la reina. La piedra fue devuelta a la abadía de Westminster a tiempo para que Isabel II fuera coronada sobre ella en 1953. El primer ministro John Major decidió devolverla a los escoceses en 1996 y ahora se expone en el castillo de Edimburgo con el compromiso de prestarla a Londres para poder coronar al nuevo rey.
La piedra estuvo a punto de ser protagonista de otro episodio rocambolesco cuando el líder independentista escocés Alex Salmond pidió al próximo líder del Partido Nacionalista Escocés hace unos meses que no entregara la piedra para la coronación si Londres no permitía un referéndum de independencia. La candidata que se comprometió a hacerlo, no ganó. La piedra ha sido enviada a Londres para la coronación y ya está debajo del trono de Eduardo el Confesor. Carlos III será coronado sobre esta piedra, en el mismo lugar donde Ian Hamilton perdió su reloj la Nochebuena de 1950.