Lo que parece ya casi inevitable empezó esta semana a producirse en Beirut. Una multitud desesperada, entre la cual se encontraba un buen número de antiguos soldados del Ejército, trató de asaltar las sedes del Parlamento y el Gobierno del Líbano, en el habitualmente sellado y casi fantasmal downtown capitalino. La situación de la economía libanesa es límite, en la peor crisis de su época moderna, y los ciudadanos -dos tercios de la población se sitúa ya por debajo del umbral de pobreza- están perdiendo aparentemente la paciencia. El jefe de la misión del FMI para el Líbano, Ernesto Rigo, avisaba este jueves en un lenguaje inusualmente crudo que el escenario es “muy peligroso”.
Milagrosamente, pues la mayor parte de los concentrados eran ex militares jubilados, la intervención de las fuerzas de seguridad libanesas –que lanzaron gases lacrimógenos para dispersar a la multitud- no causó víctimas mortales el pasado miércoles en la capital, pero dejó escenas que hablan del estado de máxima exasperación de la población.
Los ex soldados y oficiales del Ejército del Líbano denuncian que los controles de capitales impuestos por las entidades financieras les impiden retirar el dinero de sus pensiones, una situación que padecen cotidianamente otros muchos ciudadanos. Algo más de un mes atrás grupos exasperados de ciudadanos incendiaron las sucursales de varios bancos en la capital.
Las banderas blancas y rojas con el cedro y las insignias militares de los viejos militares retirados presentes en la protesta del miércoles –la bandera y el Ejército son quizás los dos únicos elementos que siguen unificando al país- se enfrentaban con los jóvenes miembros de las fuerzas de seguridad en Beirut. “Estas balas se dirigen a nosotros, militares retirados, que ganamos al mes el equivalente a 50 dólares como ellos”, lamentaba, al borde de las lágrimas, ante las cámara de la cadena Al Jazeera un antiguo soldado participante en las protestas.
El FMI, que pactó en abril del año pasado con las autoridades libanesas un plan de rescate a tres años por valor de 3.000 millones de dólares, contempla con desesperanza que los meses pasan inexorablemente y el Gobierno es incapaz de llevar a cabo las reformas a las que la institución internacional vincula la ayuda financiera. El FMI exige a las autoridades libanesas una reestructuración completa del sistema financiero, con una evaluación externa de los 14 principales bancos del país; la puesta en marcha de una estrategia presupuestaria que contemple la restructuración de la deuda y la entrada en vigor de un sistema monetario y de cambio que unifique los múltiples tipos de cambio que conviven acompañada de un control oficial de los movimientos de capitales, entre otras medidas.
El mayor problema, en la base de los males del Líbano, es la profunda división política con arreglo a líneas sectarias, que impide que, por ejemplo, el Parlamento haya sido capaz de elegir un presidente –se necesitan dos tercios de los diputados de la cámara- desde octubre, fecha en que concluyó el mandato del general Michel Aoun. Y sin que haya presidente no puede haber gobierno, que sigue siendo interino desde mayo del año pasado. Los otros dos males, vinculados a la crónica disfuncionalidad política, son décadas de mala gestión y la corrupción institucionalizada de las élites de este pequeño país del Mediterráneo oriental de seis millones de habitantes.
La actual situación comenzó a gestarse en la segunda década del siglo y el escenario comenzó a tomar tintes dramáticos a partir de 2019, en vísperas de la pandemia. La crisis sanitaria y la explosión del puerto de Beirut en agosto de 2020 -224 muertos y más de 7.000 heridos sin que la justicia haya determinado quiénes son los responsables- le dieron la puntilla a la situación.
El indicador más crudo del descalabro económico libanés es el de su divisa, la libra libanesa, que ha perdido desde 2019 el 98% de su valor. Esta semana la cotización se desplomaba aún más hasta las 143.000 libras por dólar. El tipo de cambio oficial es de 15.000 libras por dólar. Entre enero y diciembre de 2022 la inflación se elevó un 189%.
La pobreza sigue aumentando y haciendo estragos. La devaluación de la moneda reduce cada día el poder adquisitivo de los ciudadanos. El Estado es incapaz de ofrecer desde hace meses más que unas pocas horas de suministro eléctrico a los hogares e instituciones públicas, incluidos hospitales. Escasean medicamentos y productos alimentarios básicos.
El bloqueo político actual no es nada nuevo en el Líbano. Los distintos grupos políticos de un Parlamento atomizado con arreglo a líneas sectarias han sido incapaces desde las últimas elecciones de ponerse de acuerdo en el nombre del nuevo presidente, que tiene que ser cristiano maronita. Así lo exige el Pacto Nacional de 1943 –acuerdo no escrito pero respetado hasta ahora-, sin duda otro tiempo en que los cristianos gozaban de una preeminencia demográfica que ya han perdido, como establece que el primer ministro ha de ser un musulmán sunita y el jefe del Parlamento un musulmán chiita.
No es ningún misterio que la elección del próximo presidente tendrá que contar con el visto bueno de Hizbulá, el poderoso partido-milicia –terrorista para la UE y Estados Unidos- apoyado por Irán y respaldado por las comunidades chiitas, mayoritarias en el sur y este del país. La formación liderada por Hassan Nasrallah fue la más votada en los comicios legislativos de mayo de 2022 y cuenta en el Parlamento con 13 escaños.
El actual primer ministro, Najib Mikati, resumía la situación este jueves: “Tenemos tres opciones: nos ponemos de acuerdo con el FMI en el rescate, nos ponemos entre nosotros o ninguna de las dos anteriores, y eso es lo que estamos haciendo. El pueblo es el que está pagando el precio, y las fuerzas políticas son las responsables”.
Aunque a las protestas del miércoles le han seguido días de relativa calma en Beirut, la perspectiva de una movilización masiva en las calles del Líbano en las próximas semanas no puede en modo alguno descartarse. No en vano, las calles de la capital, también de Trípoli –feudo urbano del sunismo-, fueron escenario a partir de 2019 de populosas concentraciones que exigían el fin de la corrupción y del sistema político sectario que las ampara.
Sobre el papel el nuevo acuerdo alcanzado recientemente entre Arabia Saudí e Irán abre las puertas a una mayor cooperación entre partidos y facciones sunitas y chiitas en el Líbano, y el más instructivo y provechoso de los resultados sería que se pusieran de acuerdo en la elección del nuevo presidente de la República. O no. A juzgar por las palabras esta semana del embajador saudí en Beirut desde la sede de las Fuerzas Libanesas, el principal partido cristiano, socio de Riad, aseguraba que la protección de la identidad libanesa es “un asunto de seguridad nacional panárabe y de paz regional e internacional”. Lo que ha de traducirse como que la posición de Arabia Saudita hacia Hizbulá, la milicia tutelada por Irán, seguirá siendo la de hasta ahora.
Entretanto, la situación es crítica para el Estado y los ciudadanos y, en espera de la ayuda internacional y la implicación sincera y resuelta de la clase política, cada día que pasa queda menos tiempo para que la indignación derive en caos y violencia en el Líbano, corazón del siempre inestable Levante y Oriente Próximo.