Después de algunas noticias positivas, desde luego no pueden calificarse de otra forma las nuevas sobre el acuerdo alcanzado entre el Líbano e Israel sobre la delimitación de aguas marítimas -que aleja, por ahora, la posibilidad de una nueva guerra-, el sistema político libanés vuelve a dar muestras de agotamiento. Por cuarta vez el Parlamento ha sido incapaz de elegir un nuevo presidente para suceder Michel Aoun. El viejo general, de 88 años, dejará de ser jefe del Estado el próximo 31 de octubre. En la peor crisis económica y social de los últimos treinta años, el Líbano se ve abocado a una nueva crisis constitucional.
Las elecciones del pasado mes de mayo dejaron un Parlamento más fracturado que nunca. Según la ley no escrita, el presidente de la República ha de ser un cristiano maronita, mientras el primer ministro ha de ser un musulmán sunita y el jefe del Parlamento ha de ser un musulmán chiita (ante las dudas sobre los porcentajes de cada minoría, el Líbano no ha vuelto a hacer un censo desde 1942).
Un sistema de poder compartido según líneas sectarias que vuelve, en fin, a demostrar su anquilosamiento. No habrá acuerdo sin el plácet al candidato de Hizbulá, el partido milicia chiita pro iraní aliado de Aoun, cuyas fuerzas operan como una suerte de Estado dentro del Estado. El movimiento liderado por Hassan Nasrallah no ha elegido aún.
No es la primera vez que el Parlamento es incapaz de nombrar un presidente. Ha sido el caso en varias ocasiones desde el final de la guerra civil. No en vano, el propio Michel Aoun alcanzó la presidencia de la República en 2016 tras dos años y medio de bloqueo. Entonces el Parlamento lo intentó hasta en 45 votaciones. Hoy jueves volverá a probar suerte en la sucesión de Aoun.
De acuerdo al sistema político libanés, el presidente es elegido en votación secreta por los 128 miembros del Parlamento, divididos a partes iguales entre los distintos grupos cristianos y musulmanes. Los umbrales de representación impiden que haya una fuerza que pueda imponerse claramente sobre las demás. El campo maronita está, además, especialmente dividido. Los candidatos presidenciales necesitan 86 escaños para lograr el éxito de su empresa.
Los dos principales candidatos son Michel Moawad, contrario a Hizbulá –quien ha obtenido en las primeras votaciones más apoyos, aunque insuficientes-; Sleiman Frangieh, cercano, por el contrario al partido-milicia chiita y a Siria; y Gebran Bassil, yerno del presidente Aoun y ex ministro de Exteriores. Entretanto, los partidos tratan de constituir un nuevo gobierno con el primer ministro sunita Najib Mikati, que sustituya al gabinete actual, en funciones, cuyo mandato concluyó en mayo pasado tras la celebración de elecciones parlamentarias. De persistir el vacío de poder en la jefatura del Estado, los poderes presidenciales pasarían al gobierno de Mikati.
Desde su fundación como Estado moderno en 1943, el Líbano ha sido la caja de resonancia de los grandes problemas políticos y sociales del conjunto de Oriente Medio. Mientras Hizbulá está estrechamente unido al régimen de los mulás en Tehrán y al de Bachar el Assad en Damasco, el campo cristiano mira a Occidente, con Francia como centro tradicional. Los sunitas hacen lo propio con Arabia Saudí, archienemigo de Irán en la región. Una debilidad estructural, que se manifiesta, cómo no, en las negociaciones para la elección del nuevo presidente, con la que el Líbano no puede hacer otra cosa que convivir.
Pero este bloqueo llega en un momento especialmente crítico para el pequeño país mediterráneo, que negocia un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. La economía libanesa venía deteriorándose desde hace al menos cinco años, pero la onda expansiva, valga la metáfora, de la explosión registrada en el puerto de Beirut en agosto de 2020 –más de 200 muertos y casi 7.000 heridos- y la pandemia del covid-19 acentuaron los males hasta conducir a la dramática situación actual.
La moneda libanesa, la libra, ha perdido más del 90% de su valor en los últimos tres años y el sistema financiero se encuentra en estado crítico. Los depósitos de los ciudadanos se han evaporado. La pérdida de poder adquisitivo de la población ha disparado la pobreza. El espectro de nuevas revueltas populares en un momento en el que al descontento político se suma el económico y social es cada vez más intenso. El movimiento nacido en 2019 reclamó a la clase política, sin éxito, la superación de las divisorias sectarias.
En abril se anunció un principio de acuerdo entre el Fondo Monetario Internacional y las autoridades libanesas que permitirían al país de los cedros recibir una ayuda de 3.000 millones de dólares. Pero, en vista de la incapacidad de las autoridades libanesas a la hora de llevar a cabo las reformas que le exige el FMI, empezando por la reestructuración de la deuda pública externa, la institución llamó en septiembre pasado públicamente la atención sobre “el estancamiento continuo” del proceso. El bloqueo político lo compromete aún más.
Entre las medidas pendientes se cuentan la aprobación de los presupuestos de 2022 –el Parlamento no ha logrado ponerse de acuerdo sobre ello-, la eliminación de los tipos de cambio de moneda múltiples o la estrategia de rehabilitación del sector financiero, según resumía EFE el pasado mes de septiembre.
No es el único problema que sufre el Líbano, un país del tamaño de la provincia de Barcelona que acoge a más de 6,7 millones de personas. El país de los cedros lleva recibiendo decenas de miles de refugiados sirios desde que comenzara la guerra civil en el país vecino. Precisamente esta misma semana comenzó un plan para repatriar a miles de estas personas rumbo a Siria. Estas últimas semanas los campamentos eran además protagonistas por el estallido de un brote de cólera que amenaza con expandirse por todo el país y el conjunto de Oriente Medio.
En el balance de Michel Aoun, general protagonista de la guerra civil libanesa (1975-1990), predominan las sombras sobre las luces. Su mandato, que comenzó en 2016 con la promesa de cohesionar a la población libanesa por encima de líneas sectarias y la lucha contra la corrupción, ha coincidido con el gravísimo deterioro económico y social de los últimos años. Sus detractores le acusan además de nepotismo tras haber aupado las carreras políticas de dos de sus yernos en el Gobierno y el Ejército.
Su mandato presidencial no puede entenderse sin el pacto alcanzado en 2006 con Hizbulá. Un año antes, con la retirada siria del Líbano, Aoun, el mismo general profundamente antisirio protagonista de la guerra civil, había regresado a su país procedente de su exilio francés. Su partido, el Movimiento Patriótico Libre, conseguía 21 de los 128 escaños del Parlamento. Pero sólo el apoyo del sunita Saad Hariri permitió desbloquear la situación y que Aoun alcanzara la presidencia en octubre de 2016 (y el regreso del fallecido Rafic Hariri al Gobierno en octubre de 2020).
Uno de los grandes logros que puede apuntarse Michel Aoun se ha producido en las postrimerías de su mandato: el acuerdo alcanzado con Israel –y firmado hoy jueves- para la delimitación de las fronteras marítimas, que aleja la posibilidad de una nueva guerra entre Hizbulá y sus vecinos y que permite, sobre el papel, que el Líbano pueda explotar en los próximos años el gas existente bajo sus aguas territoriales. El veterano político, de 88 años, se resiste a marcharse: ya ha advertido de que seguirá liderando el Movimiento Patriótico Libre.
La sensación de que el Líbano no tiene a nadie al frente de la nave, que además se dirige hacia el fondo del mar, es muy anterior al último problema de bloqueo institucional. En el Líbano, más que nunca una suma de debilidades, la parálisis es la norma. Con buen juicio, el propio vice primer ministro Saadeh al Shami, advertía de que “la comunidad internacional y las instituciones internacionales todavía están interesadas en ayudar al Líbano, pero hay un sentimiento de que la paciencia de estas instituciones está comenzando a agotarse”.