La saga de Novak Djokovic antes de la última edición del Abierto de Australia mantuvo en vilo a medio mundo porque los elementos de la historia fueron irresistibles. Que en tiempos de pandemia una figura de su calibre no estuviera vacunada contra el Covid-19, que su entrada en el país fuera denegada, que acabara retenido en el hotel donde -todavía- se encuentran personas que buscan asilo, que un juez determinara que podía jugar el torneo, que otro bajara el pulgar, que el Ministro de Inmigración decidiera de manera unilateral… Todos estos factores añadidos a la dimensión deportiva hicieron que el hilo argumental del culebrón tocara más palos que ‘patas’ tiene un canguro.
El abanico de secciones que ocupó Djokovic fue generoso: deportes, sociedad, inmigración, salud, leyes… Se trató de un asunto demasiado jugoso como para no exprimirlo en los medios de comunicación o como para no tener una opinión formada a pie de calle, bajo una atmósfera, además, tan polarizada. Y así, los diferentes grados de apoyo o rechazo a unos y otros dejaron una amplia gama cromática de perspectivas extrapolables a los problemas mismos a los que se enfrentaba la sociedad; también la esfera legisladora. Encapsulado el asunto entre lo que es el bien y el mal, resultó imposible que éste no fuera politizado desde el minuto uno.
Si algo tenía el anterior Gobierno australiano de la coalición liberal/nacional era que su líder, Scott Morrison, pretendía a menudo dar la sensación de tener al toro agarrado de los cuernos en distintos asuntos. No por el deseo de dar una imagen a su gente y al exterior de capitán resolutivo, sino para presentarse como un tipo duro capaz de todo por sus principios. Luchó lo mejor que pudo por no tropezar dos veces en la misma piedra, especialmente cuando sus niveles de aceptación cayeron en picado durante los incendios masivos de 2019 en Australia, cuando decidió irse de viaje familiar a Hawaii por Navidad haciendo más ruido del que tenía previsto. Su gestión de la pandemia a la hora de cerrar las fronteras australianas al exterior le hizo remontar el vuelo en una sociedad conservadora -más allá de sus inclinaciones ideológicas- en asuntos trascendentales. Para Morrison, el caso de Djokovic se convirtió en una oportunidad perfecta para aprovechar el rebufo y elevar más aún su popularidad. Especialmente en año electoral.
En enero de este año, el visado de Djokovic fue revocado con el argumento de que un reciente diagnóstico de Covid no justificaba la exención del requisito de estar vacunado para entrar en el país. “La ley es la ley” es uno de los preceptos preferidos de los australianos; además, el añadido, “es igual para todos”, se ajustaba a la medida de la circunstancias. El Gobierno de Morrison no tenía otra opción que aplicar la ley, pero no fue ése el problema, sino el cómo lo hizo. Eso fue lo que acabó manchando este periodo de su legislatura.
Djokovic obtuvo un indulto temporal por un juez federal, sin embargo, el entonces ministro de Inmigración, Alex Hawke, decidió cancelar el visado. Su decisión se basó en que la presencia de Djokovic en Australia podía suponer un riesgo de “disturbios civiles”, al ser “percibido por algunos como talismán” de la comunidad antivacunas. Tal argumento ponía de relieve un matiz distinto al de “las reglas son las reglas”, urdido en varias ocasiones por Morrison, y se debió más a un asunto de seguridad, de coherencia, de pose, de oportunismo para validar su política anticovid por encima de una decisión judicial desfavorable. La deportación del tenista se produjo después de que sus abogados no lograran salvar su causa ante otro panel de jueces que sí dieron la razón al Ministerio de Inmigración. Finalmente, Djokovic no sólo perdió la oportunidad de optar a su 21º Grand Slam -y romper el triple empate con Roger Federer y Rafa Nadal que acabó batiendo el español- sino que se marchó de Australia con una prohibición de retorno al país de tres años.
Aunque reforzó su imagen con sus votantes, el Gobierno australiano no podía salir indemne ante la opinión de gran parte del electorado, que vio en la ejecución de la norma y el evitable circo que se formó un signo de delirio político, de ridículo por estar Australia en el centro de todas las miradas internacionales. Para contentar a sus seguidores, el anterior Gobierno fue capaz de enfangarse hasta las caderas, de soportar consecuencias diplomáticas, la vergüenza internacional y el enfado de aquellos que apoyaban a Djokovic. Se acumularon las opiniones que no entendían por qué, si la postura de no querer vacunarse era tan clara en el tenista, acabó recibiendo una visa, o por qué no se le subió en un avión de vuelta en cuanto pisó suelo australiano en lugar de retenerlo durante horas en el aeropuerto y trasladarlo a un hotel con personas sin los documentos regulados. Además, si un juez ya le dio la razón al tenista en primera instancia, y le permitió permanecer en el país de forma legal durante el torneo por un error de proceso en el Aeropuerto de Melbourne, por qué el Gobierno actuó en contra de esa resolución judicial de manera unilateral y usando sus poderes ejecutivos. Estos interrogantes, la falta de respuestas convincentes, la desconexión puesta en evidencia entre los Gobiernos federal y estatales y la constatación de que las férreas normas para evitar la propagación del Covid no estaban surtiendo efecto, colocaron a Morrison y a su ejecutiva en una posición difícil.
El cambio de Gobierno se certificó en mayo, cuando el Partido Laborista liderado por Anthony Albanese, ganó las elecciones. El tono de la política nacional e internacional que ofrece el nuevo Ejecutivo ha cambiado con respecto al anterior y los comentarios y posicionamientos son moderados en comparación con Morrison. Pretenden hacer menos ruido y, sobre todo, no validar una de las razones que condenaron a su predecesor, quien fue incapaz de entender aquello de por la boca muere el pez. En la oposición Anthony también abogó por el cumplimiento de las normas por parte de todos por igual, incluido Djokovic, aunque también declaró que la “debacle” entre la Commonwealth y el jugador hizo más daño que favores a la reputación de Australia. Llegó a hablar de “la gran vergüenza de Australia”. Durante meses, se extendió la idea de que la prohibición de entrar en el país durante tres años sería revocada, y así ha sido.
El nuevo ministro de Inmigración, Andrew Giles, ha cancelado la suspensión de tres años a Djokovic y podrá regresar a Australia para disputar el torneo en 2023. Lo ha hecho de manera unilateral, aprovechando como hizo su antecesor los poderes ejecutivos que tiene y en un contexto distinto debido a que las restricciones de entrada al país ya no existen. Con esta decisión, los laboristas rompen con la postura que tuvieron los conservadores sin dar argumentos de más y evitando hacer mucho ruido. Si el año pasado salió perjudicado, en esta ocasión, Djokovic ha salido beneficiado tras estar en el centro de la tormenta entre dos posturas que han manejado su situación de diferente manera. Su caso siempre fue (y será) una cuestión política que con el paso del tiempo acabará en anécdota, aunque su figura ha servido para enarbolar las banderas de dos maneras de percibir la realidad.