Esther Hernández se mudó hace tres días desde Hondarribia (Guipúzcoa) a Barcelona, donde la familia ha alquilado un piso, durante varios meses, para poder estar cerca de su hija Irati. La joven de 17 años ha pasado los últimos siete meses de su vida ingresada en una clínica privada de la ciudad condal, donde la tratan de su anorexia restrictiva muy grave: “Tuvimos que venirnos, porque en Osakidetza no hay recursos, no tienen medios”, denuncia esta madre.
A su corta edad, Irati lleva "desde los 12 años sufriendo" y también luchando por sobrevivir, a su lado durante todo este tiempo ha estado Esther sin soltarla de la mano, aunque eso supusiera tenerla a más de 400 kilómetros de distancia. “Todo el esfuerzo es poco”, zanja.
En estos siete meses, su hija “ha mejorado”, físicamente ha recuperado peso y la cabeza “le ha mejorado mucho”, pero el camino de su recuperación aún es largo y toca ir dando pequeños pasos que, en realidad, son grandes gestas como su paso al hospital de día, donde ha comenzado este lunes 17 de febrero. Se ha apuntado a un voluntariado, ha comenzado a acudir a clases de baile y está ilusionada con llegar a estudiar medicina: “Antes no había nada que la llenara y ahora ha vuelto a engancharse a la vida”, resume Esther, que define a su hija, sobre todo, "como una buena chavala".
Durante estos años, se han sentido muchas veces solos, desatendidos e incomprendidos, por eso, esta familia lucha para que “cuando una madre vaya pidiendo ayuda, se le haga caso”. Esther lleva cinco años tratando, por todos los medios, que su pequeña recupere la salud, que un día le robó la anorexia y no se pone fechas, porque “no sé si estaremos tres o seis meses más, lo que haga falta”. Una cosa tiene clara: “No vamos a dejar el tratamiento”. Y eso que la estancia de Irati en la clínica de Barcelona les ha obligado a pedir un préstamo y solicitar la ayuda económica de familiares y amigos para poder hacer frente al coste de 7.000 euros mensuales. “Que no me digan que vengo a Barcelona porque quiero y que en casa podrían tratarla porque no es verdad”, dice.
La enfermedad de Irati comenzó a exteriorizarse durante la pandemia, cuando solo tenía 12 años y empezó a hacer deporte durante todo el día, luego llegó lo de separar la comida. “Le propuse ir donde una dietista para hacer las cosas bien, pero ella ya estaba muy pillada”. Tanto que, en realidad, un informe psicológico apunta a que Irati ya estaba “con el run run” desde los 8 años, cuando una pediatra le recomendó que perdiera peso. “Lleva más tiempo con la enfermedad que sin ella”, lamenta Esther, que ha visto como su hija “lloraba por una sopa con fideos” o “se quedaba sin fuerza para andar mientras estaba con sus amigas y tenía que ir a buscarla”.
Irati ha estado en “dos ocasiones a punto de morir” y ser testigo de algo así ha sido muy “duro” como madre para Esther, que en 2024 supo que en Guipúzcoa no encontraría la sanación para su hija y optó por llevarla a un centro privado especializado en Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA).
“Habíamos estado dando tumbos desde los 12 años, no nos hacían caso y yo lloraba para que alguien nos ayudara”, recuerda con impotencia. Tras años pagando un psicólogo particular, Irati “empeoró mucho” y tuvo que pasar mes y medio ingresada con sonda en Digestivo, después ingresó en la unidad infanto-juvenil del Hospital Donostia y pasó por el comedor terapéutico.
En junio de 2024, “estábamos de nuevo en la casilla de inicio y volvió a ingresar”. 23 días “sin comer nada”, con sonda, sin salir de la habitación, con llagas. La familia de Irati supo entonces que había que buscar otro camino. “En Osakidetza no hay medios, que se pongan las pilas, no puede ser que solo haya 8 camas para todo Salud Mental de Guipúzcoa”, denuncia esta madre que sin saber de dónde saca las fuerzas después de “tanto sufrimiento” advierte que “voy a dar mucha guerra” porque “entre todos vamos a conseguir que nos hagan caso y pongan medios”, tal vez ya no para Irati “que está encaminada”, pero “sí para otras”.
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