Hace un año que llegué a este edificio pero nunca había querido tanto a mi vecina como la quiero ahora. Me debe de ver flaca (como todas las abuelas), porque, antes del confinamiento por un virus que ha puesto en jaque a toda España y, en especial, a Madrid, siempre me daba postres caseros increíblemente ricos: torrijas, arroz con leche, tarta de Santiago y su mejor delicatessen. Pero ahora, que sabe que estoy teletrabajando en casa sola y que yo no me manejo bien en la cocina (ni el periodismo, con la tensión que estamos viviendo, me deja mucho tiempo libre) su comida me está salvando, literalmente, la vida.
Y no solo a mí: ella conoce muy bien al resto de los vecinos de la comunidad (lleva aquí más de 60 años: aquí fue feliz y aquí se quedó viuda) y cocina para la mujer mayor que vive en el segundo, para el músico que está componiendo en el primero derecha, para la del tercero, que de vez en cuando le hace visitas a un metro, desde la puerta, y todos nos chupamos los dedos con su tortilla, sus empanadillas de atún, sus patatas con costillas, sus purés y sus huevos rellenos, que nos alegran esta dura cuarentena.
“Yo lo hago con toda mi buena intención. Siempre me ha gustado cocinar, disfruto mucho en la cocina y se me pasan volando las horas. Hay veces que, cuando me desvelo a las cuatro de la mañana, me pongo a hacer la bechamel mientras mi perrito me mira”, cuenta Antonia, a la que todos vemos con guantes y protección con mascarilla, debido a su avanzada edad. Se nota y mucho que, de joven, fue cocinera y, como ocurre en ‘Como agua para chocolate’, su cariño se transmite a través de su comida, aunque lo que estemos viviendo ahora no sea, precisamente, una novela.