“Fernando Sánchez Dragó, antiguo alumno del Pilar, ateo rabioso y blasfemo recalcitrante”. Así describe al escritor -ahora cercano a Vox- un informe policial de noviembre de 1955 sobre los “grupos comunistas activos” en la Universidad de Madrid. “Es un chico muy joven, dieciocho años –a lo sumo- que tendría un gran placer publicando el clásico libelo subversivo, lleno de poemas más o menos pornográficos. Múgica se encarga de suavizar sus iniciativas, dado su carácter exaltadísimo”.
Múgica es Enrique Múgica Herzog, futuro ministro del PSOE y Defensor del Pueblo, el “cerebro” de estos grupos, según el piadoso infiltrado en la universidad: “Apareció por la Facultad de Derecho de Madrid en el curso 1953-54 procedente de Francia. Decía abiertamente que era comunista, pero que hacía falta acuerdo, armonía y comprensión entre todas las tendencias ideológicas”. El informante recuerda que sus padres y abuelos “fueron fusilados por los nacionalistas” y no desperdicia ningún detalle: “Su familia tiene una peletería muy buena en San Sebastián”.
En el listado aparece otro notorio hijo y nieto de fusilados, pero del otro bando de la Guerra Civil: Javier Pradera, futuro editorialista de El País y eminencia gris de la Transición: “Nieto de don Víctor, inteligente, ateo práctico y comunistoide”, reseña el informe. Don Víctor era Víctor Pradera, eximio representante de la derecha tradicionalista. Le fusilaron unos días antes que a su hijo Javier - padre del editorialista de El País- al comienzo de la Guerra Civil en San Sebastián. El mismo informe dice de Ramón Tamames que es hijo de “un médico prestigioso, muy buena cabeza, gran capacidad de trabajo, ateo y formado en el Liceo Francés”.
Tres meses después, en febrero de 1956, Tamames, Pradera, Múgica, y Sánchez Dragó, además de Dionisio Ridruejo, Miguel Sánchez Mazas, José María Ruiz Gallardón y Gabriel Elorriaga fueron encarcelados por su papel en un incidente entre estudiantes falangistas y antifranquistas que dejaron herido de muerte por un balazo perdido a un joven falangista. Ya no eran estudiantes, pero habían participado en reuniones previas y todos figuraban en el informe policial de sospechosos, comunistas y desafectos.
La nota policial publicada por ABC enumera sus nombres precedidos de un inusual y respetuoso “don” que tal vez se explique porque muchos de los detenidos eran hijos de los vencedores de la Guerra Civil. La universidad aún era un coto reservado a élites privilegiadas. Algunos, como Javier Pradera, habían cobrado la conciencia social que les llevaría al PCE al entrar en contacto con la miseria de la España profunda mientras participaban en el servicio de trabajo universitario organizado por una Falange que creaba de esa esta manera a sus propios enterradores.
El incidente de febrero del 56, aparentemente menor, provocó ni más ni menos que la declaración del estado de excepción y una crisis en el Gobierno de Franco. Cayeron los ministros Ruiz Giménez y Fernández Cuesta, cayó el rector Pedro Laín Entralgo y cayeron jerifaltes del Movimiento Nacional, entre otros, el tío del propio Pradera.
El Partidos Comunista de España (PCE) interpretó los sucesos como una “crisis de régimen”. Algo había tenido que ver en su origen. Desde la clandestinidad y bajo el alias de Federico Sánchez, el escritor y futuro ministro del PSOE, Jorge Semprún, llevaba años jugándose el pellejo y tratando de reconstruir las redes partido comunista en ámbitos universitarios e intelectuales. Por cosas así fusilaron seis años después al comunista Grimau.
Pero el PCE precipitó su juicio. A Franco y su dictadura le quedaban todavía otros 20 años de existencia. Sin embargo, la nueva estrategia comunista, basada en la reconciliación nacional, había prendido incluso entre los hijos del régimen.
El manifiesto que circularon en 1956 los estudiantes empezaba con una frase -“nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”- que planteaba un desafió a un régimen que se nutría del recordatorio permanente de la división guerracivilista.
También se plantaba ahí la semilla que germinaría en la futura transición política. Muchos de sus cuadros dirigentes saldrían del movimiento de protesta estudiantil que nació entonces y no cejaría hasta la muerte del dictador.
67 años después, el pasado 21 de marzo, dos de los últimos supervivientes del episodio del 56 aparecieron por el Congreso. No fue para un homenaje, sino para lo que todo el mundo –salvo los cegados por el odio a Sánchez a cualquier precio- ha interpretado como un esperpento parlamentario.
A sus 89 años, Ramón Tamames evocó los sucesos del 56 al presentarse como candidato a la presidencia del Gobierno a propuesta de un partido de extrema derecha. Desde la tribuna de invitados, Sánchez Dragó, resistía cabeceando la somnolencia que le suscitaba el largo debate. En el pecado llevaba la penitencia. Lo de Tamames fue idea suya, “una ocurrencia típica entre amigos y al calor de una copa de vino” que le habían comprado los dirigentes de Vox.
La “ocurrencia” dejó por los suelos el prestigio de Tamames y de paso reveló el nivel al que cotizan ahora algunos políticos de la transición. Abundó en dictámenes de barra de bar. Blandió el ejemplo de Isabel la Católica frente al feminismo más militante, desbarró acusando a Estados Unidos de la guerra de Ucrania, reivindicó el Gibraltar español y la entrada de Cortés en Tenochtitlan y, como los regeneracionistas, constató que en España hay pocos alemanes y muchas Pymes.
Avanzada la tarde dijo que lo suyo había sido “una meditación parlamentaria”, una definición piadosa para justificar su incomparecencia en el cuerpo a cuerpo del debate más allá de unos chascarrillos; lo suyo, dijo, había sido su “último tributo” a España espoleado por las cesiones de Sánchez al separatismo catalán y vasco. Senectud y egolatría.
¿Eran tan endebles los líderes de la Transición o son cosas de la edad? La revuelta catalana del 17 ha hecho estragos en aquella generación. “No era esto, no era esto”, claman, a la manera del Ortega decepcionado con la Segunda República. A Tarradellas, otro histórico dirigente catalán que transitó de la Segunda República a la Transición le atribuyen aquello de que “en política se puede hacer de todo menos el ridículo”. Y menos aún si se hace el ridículo para reivindicar la unidad de España.