Las administraciones, los partidos políticos y la sociedad en general, incluidos los medios de comunicación, parecen haber decidido pasar página al cumplirse tres años del decreto del estado de alarma. Soy parte de esa alegre banda, ansiosa por vivir, creyente fiel de que la parca pasó cerca, pero se fue. Carpe diem.
Sin embargo, las víctimas mortales del coronavirus no han parado de acumularse en todo el mundo. A finales de 2022 se alcanzaban los quince millones. Solo en España se reconocen casi 120.000 muertos por esta causa. Y a nuestro lado, de forma silenciosa, viven invisibles, arrastrando los pies, cientos de miles de afectados por un síndrome inescrutable: el Covid persistente.
He querido recordar cómo fue todo pensando en ellos, en los que se fueron y en los que caminan despacio. En mi cabeza, los recuerdos me remiten automáticamente a finales de enero, cuando todavía el Gobierno vivía feliz. El presidente, Pedro Sánchez, acababa de ser investido y los nuevos ministros y ministras estrenaban sus carteras. Yo mismo acababa de ser confirmado nuevamente como secretario de Estado de Comunicación.
Eran casi las doce de la noche del viernes 31 de enero de 2020. Después de un día duro, estaba tomando una cerveza con mi mujer cerca de casa. Habíamos salido un rato para diluir en un par de tragos las tensiones de una jornada intensa. Pocas horas antes mi equipo había escrito en twitter: “El avión procedente de China ha aterrizado en la base aérea de Torrejón. Se están realizando las primeras pruebas a los pasajeros, todos son asintomáticos, según los test realizados en origen y a su llegada a Londres, y serán trasladados en autobús al hospital Gómez Ulla”.
Desde la Secretaría de Estado de Comunicación habíamos propuesto al Ministerio de Sanidad reutilizar la cuenta en desuso “Salud Pública”, que en su día se había creado para informar de la crisis del ébola. En un pestañeo se disparó el interés por ella.
La ansiedad por saber lo que estaba pasando hizo que se multiplicaran por miles sus seguidores con la llegada de los veintiún españoles de Wuhan.
Hacía solo dos días que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y su vicepresidente segundo y ministro de Derechos Sociales, Pablo Iglesias, con la ministra de Economía, Nadia Calviño, y la de Trabajo, Yolanda Díaz, habían firmado un acuerdo con los sindicatos y la patronal CEOE para subir el Salario Mínimo Interprofesional a 950 euros. La firma se celebró en el salón Barceló, que poco después -aún se ignoraba-, iba a convertirse durante meses en la sala de guerra del Gobierno y sus comisiones de crisis, el lugar donde se analizarían cada mañana las peores noticias imaginables.
El Ejecutivo de coalición se estaba estrenando con pactos y con un nuevo ritmo, un nuevo aire. Recién constituido, a principios de enero, el presidente, con el asesoramiento de su director de Gabinete, Iván Redondo, había decidido que el Consejo de Ministros se celebrara los martes. La idea era conquistar la semana desde el principio, restar espacios a la oposición y no dejar el acto más relevante de Ejecutivo, la reunión de su órgano colegiado, para los viernes, casi en tiempo basura, cuando miles de españoles cargaban el coche para irse de fin de semana.
Recuerdo con estupefacción las imágenes de aquellos primeros consejos de veintidós ministras y ministros, apiñados en torno a la gran mesa ovalada de la sala.
Es difícil creer lo que iba a ocurrir poco tiempo después. Aún tengo en la cabeza la curiosa estampa de las carteras negras acumuladas en la antesala del Consejo, mientras el nuevo equipo salía a las escalinatas, en la mañana del 14 de enero, a posar frente a la prensa.
El primer Gobierno de coalición desde la Guerra Civil. Un hito. Tantos eran, que no había sillas suficientes para los ministros y ministras. Hubo que buscarlas en todos los rincones de Moncloa y resultó que las que se necesitaban estaban precisamente en mi despacho. Cuatro sillas, para los cuatro ministros de Podemos, salieron del comedor de la Secretaría de Estado de Comunicación para soportar el peso de los nuevos responsables de la gobernación de España.
Es curioso recordar cómo la historia me atrapó en la mayor desgracia vivida por este país desde la contienda civil cuando apenas unas semanas antes había guardado todas mis cosas, convencido de que no iba a seguir en mi puesto. Recogí mis libros, mis fotos y un reloj de cuerda que me había llevado de casa para darle calor al tiempo interminable que pasaba en Moncloa. Después de aquello, no volví a intentar poseer de ninguna manera aquel lugar, sabedor de que mi paso era efímero; mi huella, deleble y borrable, como así ha demostrado el tiempo.
Teníamos una nueva ministra portavoz, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, que había llegado a poner gracejo y picardía política a la elegantísima y vasquísima portavocía de Isabel Celaá. Todo había cambiado a mí alrededor, pero yo seguía en el cargo y fui felicitado por cientos de compañeros que debían creer, desde fuera, que se alcanza el gozo cuanto más cerca se está del poder, cuando lo que se alcanza más fácilmente es angustia y ansiedad. Por eso, aquella noche del 31 de enero de 2020, salí con mi mujer a que me diera en la cara el aire frío de enero y me despejara un poco.
Faltaban unos minutos para la medianoche cuando sonó el teléfono. Número oculto. Era el presidente. “Oliver, ponte en contacto con Salva (Salvador Illa) y coordina con él la comunicación. Se acaba de confirmar el primer caso de coronavirus en España. Es un extranjero, alojado en un hotel de La Gomera”. Desde ese momento, fue un no parar. El día había comenzado pendiente de los veintiuno de Wuhan, con una llegada retransmitida en directo al atardecer y sin conductores que quisieran trasladarlos en autobús al Hospital Gómez Ulla, territorio de Margarita Robles, la ministra de Defensa.
Tuvieron que ser policías y militares quienes lo hicieran, en medio de un impresionante despliegue de señales luminosas, de advertencia. Yo estaba horrorizado con tanto destello. ¡Ojo, que aquí van los de Wuhan! A la aprensión social por meter el virus dentro, se sumó el susto de última hora: con el caso de La Gomera, se confirmaba que el coronavirus ya estaba en suelo español y que nada sería igual a partir de ese momento.
Los contagios comenzaron a propagarse con inicial parsimonia y en algún momento se pensó que podría evitarse la transmisión comunitaria, pero fue en vano. Con el posterior crecimiento exponencial, el Gobierno llegó a marzo sin terminar de creer lo que estaba pasando. Se había nombrado en febrero, desde el primer momento, a un portavoz técnico, Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, que ya actuó como tal en el episodio del ébola. Aquella enfermedad procedente de África se cobró en 2015 la vida de un misionero, contagió a una enfermera, obligó a sacrificar a su perro y aterrorizó a toda España. Nada comparable con lo que estaba por venir.
Simón había dejado buen recuerdo por su bonhomía y naturalidad en el trato con los medios de comunicación, por su carácter optimista y su valentía. Asumió la tarea con esa naturalidad incauta de quienes no tienen nada que temer, salvo decir lo que honestamente saben. Y eso fue lo que pasó al principio: que, honestamente, Simón sabía poco, como todos los epidemiólogos que se enfrentaban por primera vez al nuevo mal, y la amabilidad inicial con la que fue recibido se tornó en furia contra el Gobierno. Simón, un tipo estupendo, un epidemiólogo honrado, fue un buen pararrayos.
A principios de febrero, el miedo de la gente comenzó a transformarse en una forma deleznable de xenofobia. Es verdad que enseguida se atajó, pero brotó un grave conato de rechazo hacia la colonia china en España. El “virus chino”, se le llamaba, y nada más lógico para muchos que aborrecer a los chinos que poblaban los barrios de muchas ciudades españolas. Especialmente, Madrid. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se reunió con representantes de esa comunidad en Moncloa para transmitirles apoyo, tranquilidad y confianza.
Por aquel entonces, todavía en los Consejos de Ministros y en las ruedas de prensa posteriores, se afirmaba que estábamos ante algo parecido a una gripe y que no estaba por tanto justificada la histeria. María Jesús Montero, la ministra portavoz, lo dijo varias veces, con el refrendo de mí departamento, dada la inicial evolución de la enfermedad y sus primeros efectos en otras partes del mundo.
En China, las autoridades parecían contener el virus. Y en España, el Gobierno quería contener el miedo. Pero los casos comenzaban a extenderse y se produjeron las primeras víctimas.
El primer fallecido fue un padre de familia que había hecho un viaje por Nepal. Murió el 13 de febrero, en la Comunidad Valenciana, aunque la causa se conoció a principios de marzo. Como suele ocurrir cuando el mal acecha, es fácil conformarse con una explicación como esta: el hombre se había contagiado fuera, no lo había cogido en España. Pero, ¿habría transmitido el virus?
Hasta ese momento, la vida política seguía su ritmo. El 6 de febrero de 2020 el presidente Sánchez acudió a Barcelona para reunirse con el president de la Generalitat, Quim Torra, y mantener otros contactos con autoridades y representantes sociales.
Agenda de concordia. Esfuerzo de normalización. Ese era el programa y el verdadero objetivo por el que Salvador Illa había venido al Gobierno. ¿Quién le iba a decir cuando se hizo cargo del Ministerio de Sanidad, un cascarón vacío, que las cornadas más graves las iba a pegar un virus desconocido: el SARS COV 2?
Dos días después, el 8 de febrero, el presidente convocó a todos sus ministros para una jornada de confraternización del nuevo Ejecutivo en los Quintos de Mora, Toledo. Todo eran risas y buenos augurios. Ninguna medida de seguridad. Fotos en grupo. Abrazos, besos. En el comedor, a la hora del aperitivo, todos le cantamos el cumpleaños feliz al ministro Manuel Castells.
Se confirmó otro caso en Mallorca. Comenzaba el goteo. Pero nada generaba en aquel momento un miedo irrefrenable. Pensábamos que la enfermedad estaba contenida en el Extremo Oriente. Incluso hubo una convocatoria del Consejo Europeo. Sánchez viajó a Bruselas antes de que acabara febrero.
Sin embargo, un acontecimiento marcó el comienzo de ese mes: el Mobile World Congress, la principal feria internacional de la telefonía móvil que se celebraba en Barcelona, se canceló después de numerosas llamadas a la calma, que no sirvieron para nada. Miles de asistentes tendrían que venir de Asia, de China. Un riesgo inasumible para los organizadores. El director de Gabinete de Moncloa, Iván Redondo, lo tuvo claro desde el principio: “Esto es imparable, las empresas se van a ir cayendo una tras otra. El Mobile se va a cancelar”, nos dijo con su habitual pragmatismo una semana antes de que se consumara la cancelación.
El nuevo Gobierno de coalición se reunió por primera vez en Zarzuela, presidido por el rey, el 18 de febrero. Aquella escena era impagable: el vicepresidente Iglesias, sentado a la derecha de Sánchez, a un metro del rey.
La preocupación iba en aumento, aunque todavía era algo difusa. Y entonces llegaron, aquel mismo día, las palabras del director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Ghebreyesus: “Estamos ante una situación de difusión descontrolada de este virus. ¿Tiene este virus un potencial de pandemia? Por supuesto que sí”. Todavía, sin embargo, nos parecía algo muy lejano, pues miles de kilómetros nos separaban de la onda expansiva de aquel tsunami.
Entre medias, el Gobierno iba a lo suyo y se produjo uno de los grandes momentos en la política de distensión con Cataluña de Pedro Sánchez: la celebración de la Mesa de Diálogo entre el Gobierno y la Generalitat, que tuvo lugar el 26 de febrero. La puesta en escena fue perfecta. El día, fantástico, un luminoso miércoles, después de comer. La jornada terminó por la noche, en medio de un ambiente de normalidad y cordialidad.
Me encargué personalmente de todos los preparativos escénicos de la cita. La recepción al aire libre del presidente y sus ministros a los miembros de la Generalitat de Cataluña, encabezados por Quim Torra; el paseo jovial hasta el edificio del Consejo de Ministros, retransmitido con delectación por las televisiones, y, finalmente, la reunión en la sala Tapies, sobre una larga mesa de cristal transparente, con cada parte a un lado, y un fabuloso cuadro del pintor catalán a espaldas del presidente Sánchez.
Sánchez enfrente de Torra, y así cada miembro del Ejecutivo de España, cara a cara con sus invitados catalanes a la Mesa del Diálogo, a menos de un metro de distancia, casi tocándose las rodillas, todos bien juntitos, cheek to cheek. ¡Qué ajenos todos al miedo y a la prudencia! Estábamos solo a poco más de dos semanas del 14 de marzo.
La reunión, de humilde resultado político, fue un éxito de imagen. En esos días, los casos de coronavirus se contaban todavía de uno en uno, según se confirmaban. Un día después, por ejemplo, Fernando Simón consignó dos nuevos contagios en Madrid y ofreció datos sobre el confinamiento de casi un millar de turistas alojados en un hotel de Tenerife por un positivo. Este era el contexto, casos diseminados, en el que se organizó un viaje a La Rioja para que el presidente se reuniera con su presidenta, Concha Andreu, y convocase allí la primera reunión de la Comisión Delegada contra el Reto Demográfico, una de sus grandes apuestas.
A la vuelta de aquel viaje relámpago, se supo que el virus estaba circulando por aquella comunidad y que se había producido un contagio masivo, cuyo origen era un funeral celebrado en Vitoria días antes. Se nos metió una culebrilla en el cuerpo. Habíamos estado allí. ¿Y si nos habíamos traído algo? Casi al mismo tiempo, se produjo otro gran contagio en Igualada, Barcelona, tras una comida de sanitarios. La Generalitat de Cataluña llegó a confinar a 70.000 personas por ese brote en cuatro municipios de la Conca d´Òdena.
Así llegó el Gobierno a marzo de 2020 y a las vísperas del 8 de marzo, Día de la Mujer. Para preparar el terreno de la gran movilización que se esperaba, el Consejo de Ministros aprobó en su reunión del 3 de marzo de 2020 el anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, con la intención de reformar el Código Penal e incorporar medidas de prevención y reparación a las víctimas de delitos sexuales. La ministra de Igualdad, Irene Montero, se presentó sonriente en la sala de prensa de Moncloa para exponerlo, junto a la nueva portavoz, María Jesús Montero, y la ministra de Educación y exportavoz, Isabel Celaá. Era martes y quedaban solo cinco días para el 8M.
Esa semana todo comenzó a precipitarse. Primero, se confirmó que el coronavirus había provocado la muerte en Valencia del español que había viajado a Nepal. Se constató otra muerte por el nuevo virus en el País Vasco. Otra en Madrid. ¿Quiénes eran?, ¿por qué habían muerto?, ¿dónde se habían contagiado? En ese momento, todavía era posible personalizar la muerte. La víctima se llamaba así, tenía tantos años, era personal sanitario… El 6 de marzo ya eran cinco muertos. El 7 de marzo, ocho. El 8 de marzo las víctimas superaban la quincena. Era evidente que los contagios y la mortalidad estaban progresando geométricamente.
Pero la fiesta del 8 de marzo se echaba encima, a una velocidad de “no retorno”. Y, por supuesto, se celebró con la asistencia de miles de mujeres en decenas de ciudades españolas, especialmente en Madrid. A las marchas de la capital asistieron numerosas ministras del gobierno. Irene Montero, con su grupo de Podemos, por un lado. Y por otro, las socialistas, que fueron fotografiadas felices, en plena y multitudinaria celebración: la vicepresidenta, Carmen Calvo, Nadia Calviño, Carolina Darias, Arancha González Laya, Begoña Gómez, la esposa de Pedro Sánchez, Fernando Grande-Marlaska e Isabel Celaá, que lleva unos llamativos guantes de látex morados, a juego.
A partir de ese momento, los acontecimientos fueron una catarata. El 9 de marzo el presidente Sánchez acudió a la inauguración del congreso anual de la Asociación de Trabajadores Autónomos (ATA) y aprovechó la cita para anunciar un Plan de Choque contra el COVID, en coordinación con los agentes sociales. Salvador Illa le había comunicado que los datos del fin de semana eran realmente malos.
Sánchez aseguró ante los empresarios que el Gobierno estaba trabajando en este plan desde hacía un par de semanas. Fue la primera manifestación pública en la que el presidente Sánchez se mostró claramente concernido y preocupado por lo que estaba ocurriendo.
Hasta ese momento, el presidente había evitado el tema para no incrementar la preocupación social. La comunicación sobre la evolución de la enfermedad había quedado en manos del Ministerio de Sanidad, de las comunidades autónomas, y del portavoz gubernamental, Fernando Simón. Fue una decisión lógica, en la que participé activamente, tendente a generar un cinturón de seguridad informativa y política en torno al presidente.
Mientras tanto, se conocieron los positivos de varios dirigentes de Vox, que ese mismo fin de semana había celebrado un mitin multitudinario en la plaza de Vistalegre, en Madrid. Los medios reflejaron que el partido de Santiago Abascal decidió mantener el acto pese al coronavirus, aunque pidió a los que se consideraran vulnerables que no acudiesen y acusó al Gobierno de falta de instrucciones claras sobre las medidas a adoptar.
A decir verdad, nada se paró en aquellos días. Las competiciones deportivas congregaron a miles de aficionados ese fin de semana. Miles de fieles asistieron a sus misas, comulgaron, se dieron la paz. Pero el diablo andaba suelto. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ante los casos en ascenso, ordenó cerrar los colegios. Algunos lo interpretaron como una maniobra abyecta del PP, Ciudadanos y Vox contra el gobierno de coalición, que hasta ese momento se había guiado con cierta contención. Pero las medidas comenzaron a caer por su propio peso. Por ejemplo, la disputa en España de partidos de fútbol de competiciones europeas se realizó a puerta cerrada. Dos semanas antes, el encuentro Atalanta-Valencia, de la Champions League, celebrado en el mítico estadio de San Siro, en Milán, provocó una explosión de contagios en Lombardía. En ese momento, Italia se había erigido como la gran contaminadora, el gran peligro.
Empezaron a llegar por todas partes vídeos increíbles de patrullas policiales por las calles del norte de Italia, con prohibiciones expresas a los habitantes de salir de las casas. Los altavoces de los carabineros llenaban el espeso silencio de la noche italiana con sus advertencias y helaron el corazón de miles de españoles. Las redes sociales pusieron en marcha un proceso paralelo de información. Se escucharon en todos los programas de radio y televisión los testimonios de expertos y profesionales sanitarios en ejercicio en Italia que anunciaban lo que se nos venía encima y que se alarmaban por la falta de reacción que observaban en España, donde, según ellos, se vivía como si nada estuviese pasando y nada fuese a pasar.
El 10 de marzo se anunció que las Fallas se aplazaban. ¡Las Fallas! España se quedó pasmada ante la vertiginosa aceleración de los acontecimientos. Ese día compareció el ministro de Sanidad, Salvador Illa, tras la celebración del Consejo de Ministros. Previamente, el vicepresidente segundo y líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, se puso en contacto conmigo antes de la rueda de prensa. Iglesias creía que habíamos entrado en una fase en la que ya no se trataba solo de gestión sanitaria, sino de la gestión del relato, “gestión de la política del miedo”. Iglesias me confesó que había asumido el papel ingrato de alarmista en el seno del Consejo de Ministros y consideraba que algunos de los miembros del Gobierno no estaban suficientemente concienciados del poder del relato. Por eso, defendía que no se perdiera tiempo y que se tomara el control para dar una imagen de Estado fuerte. En su opinión, no era el momento de un Gobierno amable, sino de un Gobierno capaz y ejecutivo.
Iglesias parecía tenerlo claro –al fin y al cabo, no era a él a quien correspondía tomar la última decisión-, pero creía encontrar importantes reticencias. Para el vicepresidente segundo, no podía darse la impresión de que el presidente dudaba o llegaba tarde, sino que debía ejercer un liderazgo fuerte y garantizar medidas sociales que permitiesen a la gente quedarse en casa. El líder morado temía que los ministros económicos del Gobierno, con Nadia Calviño a la cabeza, impusieran propuestas más suaves para no provocar un colapso de la economía española. Desde luego, no fue así, como pronto quedó demostrado, pero las dudas existieron: había que decidir si se cerraba el país entero, con treinta y cinco fallecidos y algo más de mil quinientos positivos.
En la rueda de prensa posterior al Consejo de ese martes, 10 de marzo, la ministra portavoz describió con gravedad: “Estamos ante un desafío global que va a requerir una coordinación mundial”. Montero apeló a la cooperación entre la Administración central y las comunidades autónomas y defendió la fortaleza de nuestro sistema sanitario. Se anunció una nueva reunión del Consejo de Ministros para el jueves, 12 de marzo, y le dio la palabra al ministro de Sanidad. Salvador Illa confirmó que los muertos eran ya 35 y que había en España 1.622 positivos. No obstante, intentó poner el énfasis en los aspectos más positivos de la situación.
Iván Redondo y yo mismo habíamos incidido mucho en esta línea en los prolegómenos de esa comparecencia y de las siguientes. Por eso Illa subrayó: “Quiero destacar también dos datos adicionales que me parecen relevantes. Hasta ahora, 135 personas han sido dadas de alta y recuperadas de su enfermedad por Covid-19. Y, también, se han realizado hasta la fecha de hoy más de 17.500 PCR, más de 17.500 pruebas a personas para comprobar si eran portadoras o no del virus. Es una cifra que pone de manifiesto el esfuerzo que está haciendo el conjunto del Sistema Nacional de Salud”.
El ministro Salvador Illa sorprendió a la opinión pública por su aplomo, por la gravedad de su pose, sin sobreactuación y sin permitirse un solo desliz. Sus respuestas fueron siempre medidas, breves en la mayoría de los casos, yendo al grano, otras veces eludiéndolo con un muletazo corto. Sin duda fue un buen receptor de las indicaciones y mensajes que, fundamentalmente, elaboraba con él Iván Redondo.
En esa comparecencia, el ministro Illa anunció la prohibición de los vuelos directos con Italia durante catorce días; se suspendieron los viajes del Imserso; se suprimieron todos los eventos deportivos, con la orden de celebrar los partidos a puerta cerrada; se anularon todos los eventos sociales que comportasen una afluencia estimada de más de mil personas, etc. Al mismo tiempo, el ministro agradeció la labor de los sanitarios, la colaboración de la ciudadanía.
Empezamos a interiorizar la necesidad de aplicar medidas de distanciamiento y profilaxis, pese a lo cual los periodistas se agolparon ese día sobre la mesa de la sala de prensa. Estaban todos apiñados, sin protección alguna, lanzando preguntas al aire. Yo no hacía más que darle vueltas en la cabeza: aquí nadie toma distancia, el virus parece que no va con ninguno de nosotros, metidos en esta melé.
España se dio cuenta ese día, como si recibiera un bofetón en la cara, de que se nos echaba encima un tiempo nunca antes conocido por quienes estábamos vivos, acaso solo las lejanas referencias históricas de lo ocurrido cien años antes por la mal llamada “gripe española”. Un siglo había pasado desde aquella desgracia que diezmó la población mundial, de aquellos veinte millones de muertos. ¿Estábamos en el mes de marzo de 2020 a las puertas de una desgracia similar?
Mi equipo asistió aquel mediodía al ministro de Sanidad y a la ministra portavoz con cierto encogimiento. Alguien cercano me dijo que no se encontraba bien. ¿Hay alguien más malo?, pregunté. ¿Qué más cosas podían ocurrir en las horas siguientes? Comenzaron las bajas a mí alrededor.
El día fue largo y continuó con la celebración por videoconferencia de una reunión extraordinaria del Consejo Europeo para abordar la emergencia sanitaria, que se extendía por todas partes. Pedro Sánchez compareció ante la prensa española en Moncloa al terminar. Su mensaje fue expeditivo: “Para combatir esta emergencia de salud pública, haremos lo que haga falta, donde haga falta y cuando haga falta. Y juntos superaremos esta crisis”. Recordaba a Mario Draghi con su célebre whatever it takes de 2012 para salvar el euro. Pero ahora se trataba de vidas humanas, de millones de ellas.
Nuevamente, los periodistas se echaron encima del presidente, le cercaron por todos lados, poseídos por una gran excitación informativa, la misma que mantuvo pegados a las pantallas a millones de españoles durante las comparecencias iniciales de Pedro Sánchez, de los ministros competentes o de los especialistas, con Simón a la cabeza.
Ese fue un tiempo en el que siempre hacía falta una palabra más, otra explicación. Pero también fue un tiempo en el que cada frase nueva tenía un riesgo, una versión contradictoria, un informe dudoso, una escasez de evidencia científica que la debilitaba. Fue un tiempo de navegación imposible en el que, sin embargo, se hizo el mayor esfuerzo de comunicación pública del que este país tiene memoria.
Aquel 10 de marzo, la importancia del momento se notó en el rostro del presidente. En apenas unos días, el Gobierno había pasado de pasear por La Rioja a confinar poblaciones y restringir severamente las multitudinarias costumbres españolas. El presidente se retiró después de una jornada extenuante. ¿Y mañana? No lo sabíamos todavía, pero esa fue la última comparecencia con periodistas en muchos meses.
La Generalitat Valenciana, siguiendo las recomendaciones del Ministerio de Sanidad de ese mismo día, anunció por la tarde que se aplazaban las Fallas. Una decisión importante, procedente de una comunidad “amiga”, que satisfizo a Sánchez. Si los valencianos estaban dispuestos a quedarse sin sus Fallas, ¿quién iba a provocar una guerra por cualquier otra festividad? Los Sanfermines se suspenderían diez días más tarde.
Y llegó el 11 de marzo. En mi repaso matinal de los medios, le había escrito al presidente: “Hay una bajada apreciable del tráfico. Especialmente, en zonas residenciales. Aunque la medida de cerrar los colegios en Madrid entrará en vigor mañana, hoy ya se nota. Están circulando masivamente por whatsapp y por redes fotos y vídeos de largas colas en supermercados para abastecerse. En el plano político, dos temas destacados: medidas económicas y por qué se mantienen las fiestas de las próximas fechas y no se recomendó no celebrar el 8M”. El tema ya estaba ahí. El líder del PP, Pablo Casado, en la Cope, había colocado su titular esa misma mañana: “Tenemos una actitud constructiva, pero el Gobierno ha ido por detrás de los acontecimientos”.
Los fallecidos se acercaban ya al medio centenar. Comenzaban a ser meros números, una cifra. Las víctimas pronto se despersonalizaron de tantas como eran. La noche anterior todos los miembros del Gobierno y los altos cargos de Moncloa habíamos recibido un mensaje urgente: nos practicarían pruebas diagnósticas a la mañana siguiente, aunque tendríamos que esperar varias horas hasta conocer el resultado.
Durante la mañana, informé al presidente de que todo el mundo estaba pendiente de las medidas para teletrabajar, así como de la aplicación de las recomendaciones anunciadas por Salvador Illa en los centros laborales. La prensa quería ver, además, qué ejemplo daba el Gobierno. Aproveché también para contarle que en la Secretaría de Estado de Comunicación teníamos a varias personas sospechosas de haberse contagiado y que, por prudencia, le había pedido a mi equipo que se quedase en casa, trabajando con el ordenador.
Se agolpaban las noticias. Otra alarma llamaba nuestra atención: la situación de los ciudadanos españoles en Italia. Las medidas de cerrojazo en las ciudades italianas habían dejado atrapados a miles de ellos, que querían volver a España. Los consulados estaban desbordados. Eran sobre todo turistas y estudiantes de Erasmus. En paralelo, ese día el director de la Organización Mundial de la Salud declaró oficialmente al coronavirus como pandemia global y al mismo tiempo se mostró impresionado por la rápida reacción de España ante el aumento de casos. La declaración de Tedros Ghebreyesus fue recibida con alegría por el presidente Sánchez, justo cuando comenzaban a arreciar en España las críticas de la oposición y se disparó en las redes la campaña #Yomequedoencasa.
La gente estaba tomando conciencia a marchas forzadas. El temor se abrió paso, al tiempo que llegaban más y más noticias de alrededor: Italia se cierra. Francia también toma importantes medidas de cierre de actividad. Emmanuel Macron declara que “estamos ante la peor crisis sanitaria en un siglo”. Boris Johnson dice lo mismo desde Londres.
Las horas se llenaron de tensión mientras esperábamos los resultados de nuestras pruebas diagnósticas. Supimos que Carolina Darias había dado positivo. También Irene Montero. Elaboré, con Iván Redondo y con Félix Bolaños, un breve comunicado en el que se decía que “habiéndose seguido los protocolos con pruebas diagnósticas a todos los miembros del Gobierno y a las personas del complejo de la Moncloa más cercanas al presidente, dichas pruebas han dado positivo en el caso de la ministra de Política Territorial y Función Pública, Carolina Darias, y la ministra de Igualdad, Irene Montero. Ambas permanecen en sus domicilios y se encuentran bien”. La vicepresidenta Carmen Calvo estaba también muy cansada, pero había dado negativo. Yo llamé a mi familia para decirles que también había dado negativo, aunque el temor flotaba en la conversación.
El viernes 13 se anunció una nueva comparecencia del presidente. Estaba cantado: Sánchez anunció en una declaración institucional, a las 15:00 horas, abriendo todas las cadenas, que el Consejo de Ministros se reuniría al día siguiente, sábado 14 de marzo, con carácter extraordinario, para acordar el estado de alarma en toda España durante un máximo de quince días, de acuerdo con lo establecido en el artículo 116.2 de la Constitución.
La declaración comenzaba con un grave “Buenas tardes, estimados compatriotas” y apelaba a todos los sectores de la sociedad. Fue especialmente emocionante el llamamiento a los mayores y a los enfermos, para que se protegiesen al máximo frente a la infección, y también a los más jóvenes, a los que encargó una misión decisiva: limitar los contactos y mantener la distancia social para cortar la transmisión.
Sánchez acabó la declaración con una frase que se convertiría inmediatamente en el lema de la lucha contra la pandemia: “Este virus lo paramos unidos”. Vi a Iván Redondo parirlo esa mañana para ponerlo en boca del presidente, mientras en el mismo despacho, cuando Redondo daba los últimos toques a la declaración institucional, a escasos metros, Félix Bolaños, el otro gran apoyo de aquellos días para Sánchez, repasaba y tejía en el ordenador, bolígrafo en mano, los complicados hilos del decreto del estado de alarma que se aprobaría al día siguiente.
Pablo Iglesias escuchó desde su casa la intervención del presidente y me envió un mensaje: “Ahora sí estamos donde hay que estar”.
En aquel momento, en Twitter era tendencia #CerradMadridYa. El inicial rechazo a los chinos, vivido a principios de febrero, se había convertido en rechazo a los madrileños. El presidente castellano-manchego, Emiliano García Page, lo definió meses después con una frase muy propia de su cosecha, con la que pretendía atizar a Isabel Díaz Ayuso: “Madrid se convirtió en una bomba radiactiva vírica”, dijo Page. Y lo cierto es que en algunos sitios recibieron a pedradas o con vallas a los madrileños que, en aquellas fechas, quisieron escapar del encierro en la comunidad más densamente poblada de España.
En los despachos de Moncloa también comenzó un tiempo nuevo. Prácticamente solos en el complejo, en aquellos días estábamos todo el rato juntos Iván Redondo; Félix Bolaños, entonces secretario general de la Presidencia; Paco Salazar, director adjunto del Gabinete de la Presidencia; el general Miguel Ángel Ballesteros, director del Departamento de Seguridad Nacional, y yo mismo. Comíamos en el comedor de Iván. Nos veíamos a todas horas. El virus nunca nos agarró en aquella primera ola.
Habíamos comenzado una especie de exilio interior. Durante las siguientes semanas, muy pocas personas más, aparte de los cuerpos de seguridad que custodiaban el complejo, nos acompañaron en Moncloa. Recuerdo pasear por los pasillos completamente vacíos de la Secretaría de Estado de Comunicación. El aparcamiento y los jardines, desiertos. Pensaba que podía entrar un jabalí desde la Casa de Campo sin que nadie le diera el alto. Solo estaba conmigo el equipo técnico que hacía posible las trasmisiones de las comparecencias y ruedas de prensa, con Valentín Carrera a la cabeza, los cámaras y los profesionales de sonido. No flojearon ni un segundo. Al menos estuvieron 70 días sin parar.
Yo había pedido a mis conductores que no fueran a recogerme. Durante los siguientes dos meses me moví con un permiso especial con mi propio coche, con el que cada día me desplazaba a un pequeño apartamento que esa semana empecé a utilizar para separarme de mi familia voluntariamente. El virus había entrado en Moncloa y no quería llevármelo a casa.
Tras la comparecencia del viernes, el sábado 14 de marzo le envié al presidente este mensaje: “Situación casi de vacío total en las carreteras y calles de Madrid a primera hora. La impresión es la de una sociedad en estado de shock y expectante, deseosa de saber el alcance del decreto”. Y añadía: “Sobre el Consejo de Ministros, tiene mucha importancia la imagen que demos hoy. No es solo imagen, es política. Tu apelación al comportamiento cívico tiene que verse refrendada con la imagen del Consejo, reunido a suficiente distancia unos de otros. Y más con los casos que se han dado. Por eso hemos trabajado en una configuración en el salón Barceló. Queda representativo, la acústica es buena y estáis a más de un metro de distancia unos de otros. Esta imagen tiene mucha potencia. Mi recomendación es que en ningún caso se celebre el Consejo en la sala habitual. Ofreceremos fotografías e imágenes de recursos breves con todos los miembros del Consejo de Ministros sentados en cada uno de sus lugares”.
Y así fue. El emplazamiento del Consejo cambió por primera vez desde tiempos de Felipe González. En el salón Barceló, bautizado por nosotros así por un inmenso cuadro del artista mallorquín, comenzó a las 10:47 del 14 de marzo uno de los Consejos de Ministros más importantes de la historia reciente de España. Con bastante ligereza, comuniqué que el presidente comparecería ante la prensa sobre las 14:30, cuando acabase la reunión. Pero el Consejo se extendió durante horas y los periodistas comenzaron a impacientarse. A las tres de la tarde, hubo un receso para comer y continuar la reunión.
Las filtraciones de madrugada de los primeros borradores del decreto habían dificultado mucho la discusión. Por eso, nos vimos en la necesidad de enviar a los medios un mensaje obvio: “El decreto del estado de alarma que se va a aprobar, y que ahora mismo sigue sobre la mesa del Consejo, es el que finalmente presente ante la opinión pública el presidente del Gobierno”. Es decir, lo demás no valía. Todo estaba de nuevo sobre el tablero. A las 18:03 comuniqué que el Consejo de Ministros acababa de finalizar, casi siete horas y media después de su inicio.
Pedro Sánchez compareció finalmente a las 21.00 horas, en medio de una expectación inusitada, con todas las cadenas de radio y televisión y todos los medios digitales en streaming ofreciendo en directo su declaración. El país ansiaba saber por fin qué medidas incluía ese decreto y de qué manera iba a cambiar su vida a partir de ese momento. El decreto incluía, entre otras cosas, la limitación de circulación; la suspensión de actividad educativa presencial; el cierre comercial, salvo alimentación o primera necesidad; el cierre de todo tipo de locales públicos; la limitación de ceremonias religiosas; la orden de que todas las fuerzas de seguridad y cuerpos policiales autonómicos y locales quedasen bajo las órdenes del ministro del Interior. Lo nunca visto.
Desde esa misma semana, desde el jueves anterior, los medios de comunicación ya no podían acudir físicamente a Moncloa, sino que tenían que participar a través de mensajes de whatsapp enviados a un chat gestionado por la Secretaría de Estado de Comunicación. En última instancia, por mí. Los periodistas tuvieron que participar por primera vez en las ruedas de prensa con preguntas escritas o grabaciones enviadas al chat.
Lo que inicialmente sirvió para evitar que el coronavirus colapsase la información, se convirtió a la postre en el germen de la principal crisis con los medios vivida durante el ejercicio de mi cargo, pues muchos entendieron que en realidad era un filtro para limitar su derecho a preguntar y promovieron un manifiesto público que firmaron cientos de colegas. Lo pasé mal, aunque entendía sus razones. El coronavirus estaba segando vidas y derribando algunos de fundamentos de las sociedades modernas. Este era uno de ellos.
El mismo 14 de marzo aún tuvimos que resolver algunos detalles antes de poder descansar. Repentinamente, de entre todas las medidas expuestas, me causó extrañeza el interés que suscitó lo relativo a las peluquerías y tintorerías. Se matizó que las peluquerías podrían mantener en parte su actividad por razones de higiene para la gente mayor y con dificultades de movilidad. En cuanto a las tintorerías, también se mantendrían activas fundamentalmente para el mantenimiento de hospitales y otros centros de atención.
Finalmente, al borde de la medianoche, comunicamos desde la Secretaria de Estado de Comunicación que Begoña Gómez, esposa del presidente, había dado positivo en coronavirus. “Tanto la señora Gómez como el presidente se encuentran bien, ambos se mantienen en La Moncloa y siguen en todo momento las medidas de prevención establecidas por las autoridades sanitarias”. La vicepresidenta primera, Carmen Calvo, dio positivo dos semanas después, tras una crisis respiratoria y varios falsos negativos. Fue la que peor lo pasó.
Juntos vivimos, con el corazón en un puño, las dramáticas comparecencias del presidente, especialmente la del 13 de marzo a mediodía. En la sala de prensa teníamos delante al presidente del Gobierno.
Estábamos Carmen Calvo, María Jesús Montero, Iván Redondo, Félix Bolaños y yo. Pero Pedro Sánchez no nos tenía enfrente a nosotros, sino a cerca de veinte millones de ciudadanos que a esa hora siguieron en vilo su declaración. Hasta sus más acérrimos detractores reconocieron la gravedad del momento y comprendieron la dificultad de ponerse en la piel de Sánchez.
El 14 de marzo, día de la declaración del estado de alarma, se contabilizaron en España casi 140 víctimas mortales. El 31 de marzo se alcanzó el pico de mortalidad en una sola jornada, con 849 fallecidos. Dos meses después habían muerto en España, con causa confirmada de Covid, casi 30.000 personas.